El alienista (29 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El alienista
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Íbamos a necesitar abundantes reservas de este particular sentimiento durante nuestra visita al Golden Rule Pleasure Club, un pequeño agujero pestilente que no podía haber ostentado un nombre más tristemente irónico. Al menos el Salón Paresis estaba a nivel de la calle y era bastante amplio; en cambio el Golden Rule se hallaba en un sótano húmedo y angosto, dividido en pequeñas habitaciones mediante simples paneles, en donde cualquier actividad de la clientela era perceptible entre los allí presentes, si no por la vista, sí por los ruidos. El Golden Rule, regentado por una mujer inmensa y repulsiva llamada Scotch Ann, proporcionaba tan sólo jóvenes afeminados que se maquillaban, hablaban con voz de falsete y se llamaban entre sí con nombres de mujer, dejando para establecimientos como el de Ellison las otras variantes de conducta homosexual masculina. En 1892, el Golden Rule se había hecho famoso debido a la visita que el reverendo Charles Parkhurst— un pastor presbiteriano director de la Sociedad para la Prevención del Crimen— había efectuado al local durante su campaña para descubrir los vínculos entre el bajo mundo delictivo de Nueva York y varios organismos de la administración de la ciudad, en particular el Departamento de Policía. Parkhurst, un tipo corpulento y de noble aspecto, mucho más tolerable que la mayoría de los que preconizaban cruzadas antivicio, había reclutado a un detective privado, Charlie Gardner, para que le guiara en aquella odisea. Charlie, que era un viejo amigo mío, inmediatamente me había invitado a acompañarles en lo que prometía ser una salida nocturna de lo más divertida.

Sin embargo, en 1892 los fuegos de mi juventud habían empezado a enfriarse, lanzándome a una dura campaña para enmendar mis corruptos hábitos. Intrigado por si tal vez no estaría planteándome la idea de una vida estable y pacífica, tanto profesional como doméstica, había centrado mis objetivos en la política de Washington y en Julia Pratt, y no estaba dispuesto a poner en peligro mi posición política, ni sentimental, asociándome con Charlie Gardner, ni siquiera por una noche. De ahí que mi contribución a la aventura del reverendo Parkhurst— que pronto se haría famosa— consistiera en una breve lista de locales y garitos que en mi opinión debía visitar el grupo. Y los visitaron, junto con otros muchos centros infames. La ulterior publicación de los informes de Parkhurst sobre los dominios del vicio en general— y del Golden Rule en particular— lograron que a la sociedad bien pensante se le pusieran los pelos de punta.

Las revelaciones de Parkshurt sobre la vida degenerada que se llevaba en gran parte de Nueva York, y el modo en que muchos de los miembros de la administración de la ciudad se beneficiaban de esta degeneración, habían obligado al senado del estado de Nueva York a crear un comité de investigación sobre la corrupción oficial en la ciudad. El comité, encabezado por Clarence Lexow, había terminado exigiendo un proceso contra el Departamento de Policía de Nueva York en su conjunto, y muchos de los miembros de la vieja guardia policial experimentaron el aguijonazo de la reforma. Sin embargo, como ya he dicho, la degeneración y la corrupción no son aspectos pasajeros sino rasgos permanentes de la vida neoyorquina; y si bien resulta agradable pensar, cuando se escucha a oradores tan justamente escandalizados como Parkhurst, Lexow, el alcalde Strong, e incluso Theodore, que se está escuchando la voz de la sólida base de la ciudadanía, entrar en un local como el Golden Rule siempre obliga a enfrentarse al hecho de que los instintos y deseos que generan tales antros— instintos que conducirían al ostracismo e incluso a la persecución en otros enclaves de Estados Unidos— tienen al menos tantos discípulos y defensores como los tiene la sociedad bien pensante.

Por supuesto, los defensores de la sociedad bien pensante y los discípulos de la degeneración a menudo eran los mismos, como pudo comprobar Marcus cuando cruzamos la indescriptible puerta de entrada del Golden Rule aquel sábado por la tarde. Casi al instante nos encontramos frente a frente con un hombre barrigudo, de mediana edad, ataviado con un costoso traje de etiqueta, el cual se tapó la cara al salir del local y luego corrió hacia un lujoso carruaje que le aguardaba en la acera. Tras él salió un muchacho de unos quince o dieciséis años, típicamente acicalado para su trabajo nocturno, y contando dinero con expresión satisfecha. El muchacho le gritó algo al hombre con aquella ronca voz de falsete que, para los no iniciados, resultaba tan extraña e inquietante. Luego pasó con gestos juguetones por nuestro lado, prometiendo toda una noche de diversión si le elegíamos entre todos sus compañeros. Marcus volvió de inmediato la cabeza y se quedó mirando al techo, mientras yo le contestaba diciéndole que no éramos clientes y que queríamos ver a Scotch Ann.

— ¡Oh…!— exclamó lánguidamente el muchacho, utilizando su voz natural—. Más polis, supongo. ¡Ann!— Se acercó a una sala más amplia que había hacia el interior del sótano, donde se oían sonoras risotadas—. ¡Hay aquí más caballeros por lo del asesinato!

Seguimos al muchacho unos cuantos peldaños, deteniéndonos a la entrada de la sala, dentro de la cual había algunos muebles que en el pasado habían sido muy ostentosos pero que ahora estaban decrépitos, y una gastada alfombra persa en el frío y húmedo suelo. Sobre la alfombra, a cuatro patas y medio desnudo, había un hombre de treinta y algunos años, que se arrastraba por allí y reía mientras varios muchachos, más escasamente vestidos aún, saltaban sobre él.

— El salto de la rana— murmuró Marcus, observándolo con cierto nerviosismo—. ¿No tentaron a Parkhurst con algo parecido cuando estuvo por aquí?

— Esto fue en el local de Hattie Adams, allá en el Tenderloin— contesté—. Parkhurst no se quedó mucho rato en el Golden Rule… Cuando descubrió lo que realmente sucedía aquí, se largó pitando.

Desde la zona de las habitaciones de la parte de atrás apareció Scotch Ann, exageradamente pintada, obviamente bebida, y habiendo superado sus mejores años, si es que alguna vez los había tenido. Un tenue vestido rosa colgaba de su empolvado cuerpo (tan ahuecado sobre sus pechos que en realidad resultaba difícil decir si se trataba realmente de una mujer), y en su rostro la mirada ceñuda, desolada y cansada tan común en los propietarios de casas de mala nota cuando se enfrentaban sin previo aviso con algún representante de la ley.

— No sé qué queréis, muchachos— dijo con voz ronca, destrozada por el alcohol y el tabaco—, pero ya he pagado a dos capitanes del distrito quinientos pavos a cada uno para que me permitan seguir abriendo. Lo cual significa que no me queda nada para los polis de paisano. Y todo cuanto sé sobre el asesinato ya se lo he explicado a un detective que…

— Pues entonces estás de suerte— dijo Marcus, enseñándole su insignia y cogiéndola del brazo para llevarla hasta la puerta de entrada— Así lo tendrás todo fresco en la memoria. Pero no te preocupes, lo único que queremos es información.

Aliviada en cierto modo de no tener que efectuar un nuevo pago Scotch Ann les explicó la historia de Fátima, antes Alí ibn-Ghazi, un muchacho sirio de catorce años que había llegado a Estados Unidos hacía sólo un año. La madre de Alí había fallecido a las pocas semanas de llegar la familia a Nueva York, después de coger una grave enfermedad en el gueto sirio cerca de Washington Market. El padre del muchacho un obrero no cualificado, no había podido encontrar trabajo y se había visto obligado a mendigar, llevando consigo a los hijos para estimular la generosidad de los transeúntes. Y Scotch Ann le había visto por primera vez cuando Alí cumplía con este cometido, en una esquina próxima al Golden Rule. Los delicados rasgos orientales del muchacho lo hacían— según explicó Ann— idóneo para mi local. Rápidamente llegó a un acuerdo con el padre, acuerdo que suponía poco menos que la esclavitud. De este modo había nacido Fátima. Al oír este absurdo apelativo, sentí que estaba a punto de perder la paciencia con aquella práctica de rebautizar a los jovencitos para poderlos ofrecer a hombres adultos que experimentaban necios escrúpulos respecto de quienes abusaban, o se excitaban con perversiones particularmente ridículas.

— Era una auténtica máquina de hacer dinero— nos dijo Scotch Ann.

Sentí deseos de darle una zurra a aquella mujer, pero Marcus prosiguió con el interrogatorio de manera tranquila y profesional. Ann no podía facilitarnos muchos más detalles sobre Alí, y se inquietó cuando le dijimos que queríamos echar una ojeada a la habitación donde él trabajaba y hacer unas preguntas a los chicos con los que mantenía mejores relaciones.

— Imagino que no serán muchos— comentó Marcus, como sin darle importancia—. Probablemente era un joven difícil…

— ¿Fátima?— exclamó Ann, echando atrás la cabeza—. Si lo era, nunca me enteré. Oh, sin duda se hacía la arpía con los clientes. No pueden imaginarse a cuántos les gustan este tipo de cosas… Pero ella nunca se quejaba, y las otras chicas parecían adorarla.

Marcus y yo intercambiamos una mirada breve, desconcertada. La afirmación no encajaba mucho con el modelo que nos habíamos hecho de las víctimas. Mientras seguíamos a Ann por un sucio pasillo, que avanzaba entre las separaciones que hacían las veces de habitación Marcus, desconcertado por la aparente inconsistencia de aquello, me hizo señas con la cabeza y susurró:

— ¿Tú no cuidarías tus modales con alguien a quien te vendieran como esclavo? Esperemos a ver qué dicen las otras chicas… Chicos, quiero decir.— Sacudió la cabeza—. Maldita sea, ya me lo han contagiado.

Pero los demás chicos que trabajaban en el Golden Rule no nos proporcionaron ninguna información que contradijera sustancialmente la de su alcahueta. De pie en el estrecho pasillo, y entrevistando individualmente a una docena de maquillados jovencitos a medida que iban saliendo de sus habitaciones (obligados a escuchar todo el rato los obscenos gruñidos, gemidos y exclamaciones de placer que salían de aquellos cubículos), a Marcus y a mí se nos obsequió continuamente con un retrato de Alí ibn-Ghazi carente de detalles coléricos o turbulentos. Resultaba desconcertante, pero no disponíamos de tiempo para extendernos en el asunto pues se estaba poniendo el sol y necesitábamos examinar el exterior del edificio. Tan pronto como quedó libre la habitación que Alí solía utilizar— la cual daba a un callejón en la parte trasera del club, y de la que salieron furtivamente un par de hombres y un muchacho de aspecto agotado—, entramos en ella, enfrentándonos al ambiente cálido y húmedo y al olor a sudor para comprobar la teoría de Marcus sobre el método que utilizaba el asesino para desplazarse.

Allí al menos encontramos lo que andábamos buscando: una sucia ventana que podía abrirse, por encima de la cual se elevaban cuatro pisos de pared de ladrillo hasta la azotea del edificio. Necesitábamos echar un vistazo a aquella azotea antes de que el sol se pusiera del todo. No obstante, al salir del pequeño cubículo me detuve el tiempo suficiente para preguntarle a un muchacho desocupado de una habitación cercana a qué hora se había marchado Alí del Golden Rule, la noche de su muerte. El jovencito frunció las cejas y batalló ligeramente con la pregunta, al tiempo que se contemplaba en un empañado trozo de espejo.

— Que me condene… Es extraño, ¿verdad?— inquirió en un tono que parecía demasiado hastiado para alguien tan joven—. Ahora que lo menciona, no recuerdo que lo viera salir…— Hizo un gesto con la mano y siguió arreglándose—. Lo más probable es que estuviese ocupado; al fin y al cabo era fin de semana. Alguna de las otras chicas lo vería salir.

Pero la misma pregunta, que planteamos a varias caras pintadas mientras salíamos del club, obtuvo respuestas parecidas. Por consiguiente, la salida de Alí se había efectuado casi con toda seguridad a través de la ventana de su habitación, y luego subiendo por la pared posterior del edificio. Marcus y yo nos apresuramos a salir. Llegamos a la entrada de la planta baja y al pequeño vestíbulo, y luego subimos por una escalera infestada de bichos que serpenteaba hasta una puerta negra como el carbón y salpicada de brea, la cual daba paso a la azotea. Nuestros rápidos movimientos estaban inspirados por algo más que la luz moribunda: ambos sabíamos que estábamos siguiendo los pasos de nuestro asesino con mayor precisión que hasta entonces, y el efecto que esto nos producía era deprimente y estimulante a la vez.

La azotea era como cualquier otra de Nueva York. Repleta de chimeneas, excrementos de pájaros, destartalados cobertizos para trasteros y los extraños restos de colillas que corroboraban la ocasional presencia de gente. Debido a que estábamos a principios de la primavera y aún hacía frío, no había ninguna señal de que allí habitara gente— sillas, mesas, hamacas—, y que aparecerían durante los meses de verano. Como un perro perdiguero, Marcus se encaminó directamente a la parte trasera de la azotea, que hacía una ligera pendiente, y, sin hacer caso de la altura, se asomó al callejón. Luego se quitó la chaqueta, la extendió en el suelo y se tendió boca abajo para poder asomar la cabeza por encima del borde del edificio. A los pocos instantes apareció una amplia sonrisa en su rostro.

— Las mismas marcas— dijo sin volverse—. Todo concuerda. Y aquí…— Sus ojos enfocaron un punto cercano y cogió algo que para mí no era más que una simple mancha de brea—. Fibras de cuerda… Debió de asegurarla en aquella chimenea.— Siguiendo el dedo de Marcus, distinguí una achatada construcción de ladrillo cerca de la parte frontal del edificio—. Esto significa gran cantidad de cuerda, aparte de las demás piezas del equipo. Necesitaría algún tipo de bolsa para transportarlo… Tenemos que mencionarlo cuando preguntemos por ahí.

Después de estudiar la monótona extensión de las demás azoteas de la manzana, le comenté:

— No es probable que subiera por la escalera de este edificio… Es demasiado listo para eso.

— Y está acostumbrado a circular por las azoteas— añadió Marcus, poniéndose en pie y recogiendo la chaqueta después de guardar en el bolsillo algunas fibras de cuerda—. Creo que ahora podemos estar bastante seguros de que ha pasado mucho tiempo desplazándose por ellas… Tal vez desempeñando algún oficio.

Asentí.

— De modo que no le sería difícil evaluar cada edificio de la manzana, elegir aquel en donde hubiera menos actividad y utilizar su escalera.

— O no utilizar la escalera— replicó Marcus—. Ten presente que era muy tarde por la noche… Podía escalar las paredes sin que nadie le viera.

Al mirar hacia el oeste observé que la reflectante superficie del río Hudson abandonaba rápidamente el brillante tono rojizo para dar paso al negro. Efectué dos giros completos en medio de aquella semioscuridad, examinando toda la zona bajo un nuevo enfoque.

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