El alienista (60 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El alienista
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— ¿Qué diablos…?

Sospechando que su primer instinto sería abalanzarse sobre mi cuello, me agaché y le hundí el cisne de plata en la ingle. El hombre se dobló sobre sí mismo sólo un instante y, cuando volvió a erguirse, pareció más furioso que dolorido por el golpe. Me lanzó entonces un puñetazo, que me pasó junto a la cabeza al ladearme sobre la barandilla para esquivarlo. El tren estaba cobrando velocidad, advertí al dirigir una rápida y vertiginosa mirada hacia abajo. Con torpeza incluso para un hombre de su corpulencia, el matón dio un traspiés al fallar el golpe. Al intentar recuperar el equilibrio le crucé la mejilla con el pomo en forma de cisne, aunque el movimiento fue tan torpe que apenas pude evitar que se revolviera contra mí. A continuación, levanté el bastón con ambas manos, pero mi contrario, anticipando el golpe, alzó los fornidos brazos para protegerse la cabeza. Luego sonrió maliciosamente y avanzó hacia mí.

— Ahora vas a ver, mierda asquerosa— gruñó, abalanzándose de pronto sobre mi cuello.

Sólo disponía de una vía de ataque: levanté el bastón hacia su garganta y con un gesto brusco disparé el extremo contra la nuez. El individuo lanzó un repentino grito de ahogo y quedó paralizado. Solté rápidamente el bastón, me agarré del techo de la plataforma, me icé hacia arriba y le di un fuerte golpe al matón con los dos pies. El impacto lo lanzó también por encima de la barandilla a una cuneta junto a las vías. Allí rodó hasta detenerse, con las manos todavía en la garganta.

Me deslicé sobre la plataforma y respiré entre fuertes jadeos. Luego alcé la vista y vi a Kreizler cruzando la puerta.

— ¡Moore!— exclamó, agachándose a mi lado—. ¿Te encuentras bien?— Yo asentí, todavía jadeante, y Laszlo miró a lo lejos, a mis espaldas—. No hay duda de que tu estado parece mejor que el de esos dos… De todos modos, si estás en condiciones de andar, te sugiero que entres. La mujer se ha puesto histérica. Cree que le has robado el bastón y amenaza con hacer subir a las autoridades la próxima parada.

Cuando mí pulso empezó por fin a calmarse, me compuse la indumentaria, recogí el bastón y entré en el vagón. Avancé por el pasillo con paso algo inseguro y me acerqué a la anciana.

La mujer aceptó el bastón sin decir palabra, pero cuando regresaba a mi asiento oí que soltaba un chillido y que gritaba:

— ¡No…! ¡Lléveselo de aquí! ¡Está manchado de sangre!

Con un bufido, me dejé caer en el asiento junto a Kreizler, quien me ofreció su petaca de whisky.

— Supongo que no tendrías alguna deuda de juego con esos tipos…— comento.

Negué con la cabeza y eché un trago.

— No.— Respiré hondo—. Eran muchachos de Connor… No podría decirte más.

— ¿Crees que realmente tenían intención de liquidarnos, o sólo querían asustarnos?

Me encogí de hombros.

— Dudo que algún día lleguemos a saberlo, y por ahora preferiría no hablar de eso. Además, estábamos en medio de una interesante charla, antes de que se entrometieran.

El revisor no tardó en aparecer, y mientras le comprábamos dos billetes a Nueva York me dispuse a preguntar a Laszlo sobre el tema de Mary Palmer, no porque tuviera dificultades en creerle— nadie que conociera a la muchacha dudaría de su palabra—, sino porque esto me calmaría los nervios y al mismo tiempo dejaría a Kreizler absoluta y placenteramente desarmado. Todos los peligros a que nos habíamos enfrentado ese día, y de hecho todo el horror de nuestra investigación en general, perdieron en cierto modo su importancia mientras Laszlo revelaba casi imperceptiblemente sus esperanzas personales en el futuro. Se trató de una conversación poco habitual en él, y difícil en muchos aspectos; pero nunca había visto a aquel hombre comportarse o hablar de un modo tan humano como lo hizo durante aquel viaje en tren.

Y nunca más volvería a verle con aquella actitud.

36

Nuestro tren, que pertenecía a la red local, hizo el trayecto con abominable lentitud, así que los primeros albores del amanecer empezaban a asomar por el cielo del este cuando llegamos a la estación Grand Central. Después de acordar que la extensa elaboración de los datos que nos había facilitado Adam Dury podía esperar hasta la tarde, Kreizler y yo cogimos sendos carruajes y nos dirigimos a nuestras respectivos hogares para dormir un poco. Todo parecía tranquilo en casa de mi abuela cuando llegué a Washington Square, y confié en poder dormir en una cama antes de que empezaran las actividades de la mañana. Pero cuando me estaba desvistiendo después de haber subido las escaleras sin hacer ni un solo ruido, sonaron unos golpes casi imperceptibles en la puerta. Antes de que pudiera contestar, la cabeza de Harriet asomó al interior del dormitorio.

— Oh, señorito John, señor— exclamó, claramente trastornada—. Gracias sean dadas al cielo.— Entró por completo en mi alcoba, tirando de la bata en torno al cuerpo—. Es la señorita Howard, señorito. Llamó ayer a última hora de la tarde, y también por la noche.

— ¿Sara?— pregunté alarmado al ver la cara de Harriet, habitualmente sonriente—. ¿Le ha pasado algo?

— Está en casa del doctor Kreizler. Dijo que la encontraría allí. Ha habido alguna especie de… En fin, no sé, señorito, ella no me explicó gran cosa. Pero algo terrible ha sucedido; eso puedo asegurarlo por el tono de su voz.

Volví a meter apresuradamente los pies en los zapatos.

— ¿En casa del doctor Kreizler?— inquirí, el corazón empezándome a latir con fuerza—. ¿Qué diablos estará haciendo allí?

Harriet se retorció las manos, nerviosa.

— Eso no me lo dijo, señorito. Pero dése prisa, por favor. Ha telefoneado una docena de veces, por lo menos.

Volví a salir a la calle, como una exhalación. Consciente de que a aquellas horas el carruaje más próximo lo encontraría en la Sexta Avenida, me dirigí hacia el oeste con el paso más rápido de que fui capaz y no me detuve hasta subir a un cabriolé que encontré aparcado bajo las vías del tren elevado. Le di al cochero la dirección de Kreizler y le advertí que se trataba de un asunto urgente. Inmediatamente agarró el látigo y se puso en marcha. Mientras nos dirigíamos a la parte alta de la ciudad— yo me hallaba inmerso en una especie de aturdimiento temeroso, demasiado cansado y perplejo para captar el aviso de Harriet—, empecé a sentir alguna salpicadura ocasional contra mi cara, y me asomé fuera del carruaje para estudiar el cielo. Unas densas nubes rodaban sobre la ciudad, interceptando la luz del día y mojando las calles con una llovizna continua.

Mi cochero no aflojó la marcha en ningún momento hasta Stuyvesant Square y, en un tiempo considerablemente corto, estaba en la acera frente a la casa de Kreizler. Pagué generosamente al cochero sin exigirle el cambio, ante lo cual me anunció que me esperaría junto a la esquina, sospechando sin duda que yo pronto iba a necesitar una nueva carrera y no queriendo perderse a un cliente tan generoso a una hora tan intempestiva de la mañana. Avancé con cautela pero con paso rápido hasta la puerta de la casa, que Sara me abrió al instante.

Parecía ilesa, y me alegré de poderle dar un fuerte abrazo.

— ¡Gracias a Dios!— exclamé—. Por el tono de Harriet temí que…— De pronto me aparté al ver a un hombre de pie a su lado: el cabello entrecano, distinguido, vistiendo una levita y acarreando un maletín de fuelle. Volví a mirar a Sara y advertí que su rostro estaba dominado por una fatigada tristeza.

— Te presento al doctor Osborne, John— dijo Sara con voz queda—. Es uno de los colegas del doctor Kreizler. Vive cerca.

— ¿Cómo está usted?— me saludó el doctor Osborne, aunque sin esperar respuesta—. Bien, señorita Howard, confío en haberme expresado con claridad… Al muchacho no hay que moverlo ni molestarlo bajo ningún pretexto. Las próximas veinticuatro horas van a ser cruciales.

Sara asintió con expresión cansada.

— Sí, doctor. Y gracias por todas sus atenciones. De no haber estado aquí…

— Hubiera deseado poder hacer más…— replicó Osborne. Luego se puso la chistera, me saludó con una inclinación de cabeza y se fue.

Sara me condujo al interior de la casa.

— ¿Qué diablos ha sucedido?— inquirí, siguiéndola escaleras arriba—. ¿Dónde ésta Kreizler? ¿Y qué es eso de un muchacho herido? ¿Acaso Stevie ha sufrido un accidente?

— ¡Chisss, John!— me contestó Sara en voz baja, aunque autoritaria—. Hay que mantener la tranquilidad en esta casa.— Luego reanudó la ascensión a la sala de estar—. El doctor Kreizler se ha ido.

— ¿Ido?— repetí como un eco—. ¿Adónde?

Al entrar en la sala, Sara fue a encender una lámpara, pero luego hizo un gesto de rechazo con la mano y decidió no encenderla. Se sentó en el sofá y sacó un cigarrillo de la caja que había en la mesita de al lado.

— Siéntate, John…— me ordenó, y la resignación, pena y rabia que contenían aquellas dos palabras me aconsejaron obedecer de inmediato. Le ofrecí la llama de un fósforo para que encendiera el cigarrillo y esperé a que prosiguiera—. El doctor Kreizler está en el depósito de cadáveres— dijo finalmente, después de exhalar una bocanada de humo.

Me apresuré a inhalar.

— ¿El depósito de cadáveres? Sara, ¿qué es lo que ocurre? ¿Qué ha sucedido? ¿Se encuentra bien Stevie?

Sara asintió.

— Se repondrá. Está arriba con Cyrus. Ahora tenemos dos cabezas rotas de las que cuidar.

— ¿Cabezas rotas?— repetí como un loro—. ¿Cómo es…?– Sentí una oleada de náuseas en el estómago mientras me volvía a mirar por la sala y el pasillo de al lado—. Aguarda un segundo. ¿Por qué estás tú aquí, y por qué te encargas de hacer entrar y salir a la gente? ¿Dónde se encuentra Mary?

Sara se limitó a frotarse los ojos, lentamente, y luego dio otra chupada al cigarrillo. Cuando volvió a hablar, su voz sonó extrañamente débil.

— Connor estuvo aquí el sábado por la noche. Con dos de sus matones.— Se intensificaron las náuseas en mi estómago—. Al parecer os habían perdido la pista a ti y al doctor Kreizler. Debieron recibir una fuerte reprimenda de sus superiores, a juzgar por cómo se comportaron.— Sara se levantó con lentitud, se acercó a las vidrieras y las abrió, tan sólo una rendija—. Se metieron en la casa por la fuerza y encerraron a Mary en la cocina. Cyrus estaba en la cama, de modo que sólo quedaba Stevie. Le preguntaron dónde os hallabais vosotros, pero… Bueno, ya conoces a Stevie. Se negó a decírselo.

Asentí.

— Iros a la porra— murmuré por lo bajo.

— Sí— contestó Sara—. Así que… empezaron a pegarle. Además de la cabeza, tiene un par de costillas rotas y su cara es un amasijo. Pero es su cabeza lo que… En fin, está vivo, aunque todavía no sabemos en qué estado quedará. Mañana lo sabremos con mayor certeza. Cyrus intentó levantarse de la cama y ayudar, pero se cayó en el pasillo de arriba y volvió a golpearse en la cabeza.

Aunque temía preguntarlo, tuve que hacerlo.

— ¿Y Mary?

Sara dejó caer los brazos con resignación.

— Debió de oír los gritos de Stevie. No imagino qué otra cosa pudo empujarla a actuar de una manera tan… temeraria. Cogió un cuchillo y logró salir de la cocina. No sé qué pensó que podía hacer, pero… El cuchillo acabo en el costado de Connor, y Mary al pie de las escaleras, con el cuello…— La voz de Sara se quebró.

— Roto…— concluí por ella, con un suspiro horrorizado—. ¿Está muerta?

Sara carraspeó, y luego continuó hablando:

— Stevie consiguió llegar al teléfono y llamó al doctor Osborne. Yo vine anoche, en cuanto llegué de New Paltz, y todo estaba… En fin, ya se habían hecho cargo de todo. Stevie logró decir que había sido un accidente, que Connor no pretendía hacerlo, pero cuando Mary le apuñaló, el giró en redondo y…

Durante unos interminables segundos se me empañó la vista. Todo a mi alrededor se difuminó en una especie de confusa neblina gris. Luego percibí un sonido que ya había detectado en el puente de Williamsburg la noche en que asesinaron a Georgio Santorelli: el fuerte rumor de mi propia sangre al agitarse. La cabeza empezó a darme vueltas, y cuando alcé las manos para sujetármela, advertí que tenía las mejillas húmedas. El tipo de recuerdos que suelen acompañar las noticias de una tragedia como aquélla— rápidos, inconexos, y en algunos casos absurdos— centellearon por mi mente, y cuando volví a escuchar mi propia voz no supe realmente de quién procedía.

— No es posible…— estaba diciendo—. No, no lo es. La coincidencia, esto no tiene… Sara, Laszlo acababa de explicarme…

— Sí, ya me lo ha contado.

Me levanté, con una extraña sensación de inestabilidad y me acerqué a la ventana, deteniéndome junto a Sara. Las oscuras nubes en el cielo del amanecer seguían impidiendo que el día se instalara definitivamente sobre la ciudad.

— Los muy hijos de perra— musité—. Estos asquerosos hijos de… ¿Han detenido a Connor?

Sara lanzó la colilla por la ventana, al tiempo que negaba con la cabeza.

— Theodore está en ello ahora, con varios detectives. Están buscando en los hospitales y en todos los sitios que Connor suele frecuentar. De todos modos, imagino que no van a encontrarle. Sigue siendo un misterio cómo supieron que vosotros dos habíais ido a Boston, aunque lo mas probable es que interrogaran a los expendedores de billetes en la estación Grand Central.— Sara apoyó una mano en mi hombro mientras seguía mirando por la ventana—. ¿Sabes una cosa?— murmuró—. Desde el primer momento que entré en esta casa, Mary temió que ocurriera algo que apartara a Kreizler de su lado. Intenté hacerle entender que ese algo no iba a ser yo. Pero en ningún momento abandonó sus temores.— Sara dio media vuelta y cruzó la habitación para volver a sentarse—. Tal vez fuera más inteligente que cualquiera de nosotros.

Apoyé una mano sobre la frente.

— No es posible…— musité otra vez, aunque en un nivel más profundo sabía que muy bien podía serlo en realidad, teniendo en cuenta con quién nos enfrentábamos, y que sería preferible que me ajustara cuanto antes a la parte real de aquella pesadilla—. Kreizler— dije, esforzándome por imprimir cierto volumen a mi voz—, ¿está en el depósito de cadáveres?

— Sí— contestó Sara, cogiendo otro cigarrillo—. Fui incapaz de decirle lo que había ocurrido… Fue el doctor Osborne quien se encargó de ponerle al corriente. Aseguró que tenía mucha práctica.

Me arranqué con rabia otro ramalazo de remordimiento y, tensando el puño, me encaminé hacia la escalera.

— Tengo que ir allí.

Sara me sujetó del brazo.

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