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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El alienista (73 page)

BOOK: El alienista
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— Fantástico— murmuró Theodore mientras Lucius escribía—. ¡Excelente! Así es como me gusta… ¡Un enfoque científico!

Ninguno de nosotros tuvo el valor de decirle a aquel hombre que esta parte del enfoque en particular era mucho menos científica de lo que pudiera parecer; en cambio cogimos todos los libros que poseíamos relacionados con obras públicas y edificios de Manhattan y nos embarcamos en un viaje por el sistema de distribución de aguas de la isla.

Todos los asesinatos cometidos por Beecham en 1896 se habían producido en la orilla de un río, por lo que habíamos deducido que la visión de una gran extensión de agua constituía un componente emocional imprescindible de sus asesinatos rituales. Era por tanto importante centrar nuestra atención en los elementos del sistema de distribución de agua situados cerca de las orillas. Esto nos dejaba con dos opciones. De hecho, en realidad sólo nos dejaba con una: el acueducto y la torre del High Bridge, cuya tubería de tres metros había traído agua potable a Maniatan— a partir de los años cuarenta y a través del East River— desde el norte del estado de Nueva York. Claro que si Beecham había seleccionado el High Bridge, eso supondría su primer asesinato más al norte de Houston Street. De todos modos, el hecho de que hubiese limitado su carnicería a la parte baja de Manhattan no significaba necesariamente que no estuviese familiarizado con el extremo norte de la isla. Quedaba además la posibilidad de que Beecham pretendiera visitar un sitio menos impresionante de su plano— una de las principales conexiones, o algún sitio así—, y esperara sencillamente que eligiéramos la interpretación más obvia y espectacular del High Bridge.

— ¿Pero qué hay de la historia del muchacho?— preguntó Theodore, profundamente frustrado al no poder implicarse más en el proceso especulativo—. El castillo desde el que se domina la ciudad… ¿Por qué no? ¿No confirmaría esto vuestras hipótesis?

Sara señaló que, si bien podía confirmar efectivamente la hipótesis (dado que la torre del High Bridge, construida para compensar la presión del agua en los depósitos del interior de Manhattan, parecía efectivamente el torreón de un castillo), no significaba necesariamente que Beecham tuviera intención de llevar allí a su víctima… Nos enfrentábamos a una mentalidad tortuosa y excesivamente perversa, explicó Sara a Theodore, que era plenamente consciente de nuestras actividades y que disfrutaría haciendo todo lo posible para conducirnos por una pista falsa. No obstante, dudaba que Beecham fuera consciente de que habíamos averiguado su necesidad de estar cerca del agua… De hecho, era posible que ni él mismo se hubiese dado cuenta de eso, con lo cual la torre del High Bridge sería el sitio con mayores posibilidades.

Roosevelt había ido asimilando esta información con enorme interés, asintiendo y frotándose la mandíbula. Finalmente dio una sonora palmada.

— ¡Espléndido, Sara!— exclamó—. No sé qué diría tu familia de haber escuchado esta exposición, pero te juro que me siento orgulloso de ti.

Había tal afecto y admiración en las palabras de Theodore que Sara olvidó su porte ligeramente defensivo y miró hacia otro lado con una sonrisa de satisfacción.

Roosevelt se involucró más íntimamente en la discusión cuando llegó el momento de planificar la distribución de las fuerzas de la policía el domingo por la noche. Quería escoger personalmente los hombres que vigilarían la torre del High Bridge, dijo, reconociendo que era una labor que exigía mucho tacto. Cualquier signo de actividad policial y podíamos tener la seguridad de que Beecham no se presentaría. Además de la vigilancia del High Bridge, Roosevelt pretendía mantener estrechamente vigilados los otros puentes y estaciones de transbordadores, mientras otros agentes patrullarían ambos márgenes, tanto el del este como el del oeste, a intervalos regulares. Finalmente, se asignarían otras unidades de detectives a todos los burdeles que habíamos estado vigilando la noche del asesinato de Lohmann, aunque teníamos buenos motivos para creer que secuestraría a su víctima en algún otro local.

Todo cuanto faltaba decidir era qué papel desempeñaríamos Sara, los Isaacson y yo en el drama. La elección más obvia era que nos reuniéramos con el grupo de vigilancia de la torre del High Bridge. En ese momento me vi en la necesidad de anunciar que no podría hacerlo hasta última hora, ya que mi intención era asistir a la Opera con Kreizler. Esto provocó una súbita expresión de incredulidad en la cara de mis compañeros de equipo, pero como había prometido no revelar los términos exactos del trato que había hecho con Laszlo, no pude ofrecer una explicación verosímil a mi conducta.

Afortunadamente, antes de que Sara y los Isaacson empezaran a dar rienda suelta a lo que pasaba por su mente, recibí una ayuda inesperada de Theodore, quien al parecer también planeaba asistir a la gala benéfica. Explicó que era poco probable que el alcalde Strong consintiera que buena parte del cuerpo de policía se pusiera a trabajar de noche en el asesinato de los muchachos que se prostituían. Pero si a Roosevelt se le veía en una actividad social de la que se había hecho tanta publicidad, a la que también asistirían el alcalde y algún otro miembro de la Junta de Comisarios, esto contribuiría a que nuestras actividades nocturnas no se convirtieran en centro de atención. Theodore apoyó la idea de que yo también asistiera a la representación diciendo que esto ayudaría a desviar la vigilancia oficial. Además, añadió— repitiendo la lógica de Kreizler—, Beecham nunca había actuado antes de la medianoche, y no había razón para pensar que ahora lo hiciera. Roosevelt y yo podríamos incorporarnos sin problemas a la vigilancia en cuanto terminara la representación de la ópera.

Frente a esta actitud por parte de su superior en el departamento los Isaacson accedieron de mala gana. Sara me miró desconfiada, llevándome aparte cuando los demás empezaron a discutir otros detalles sobre el despliegue policial.

— ¿Acaso está tramando algo, John?— inquirió Sara, en un tono que indicaba claramente que no toleraría estupideces a aquellas alturas de la partida.

— ¿Quién? ¿Kreizler?— pregunté, con la esperanza de que mi voz fuera más convincente de lo que a mí me parecía—. No creo… Hace ya tiempo que habíamos planeado asistir.— Y luego otra artimaña—: Si de veras crees que es una mala idea, Sara, puedo decirle que…

— No— se apresuró a contestar, aunque no parecía muy convencida—. Lo que Theodore dice tiene sentido. Y además estaremos todos en la torre. No creo que tu presencia sea imprescindible…— Me molestó ligeramente el comentario, pero la discreción me obligó a no exteriorizarlo—. De todos modos— añadió Sara—, parece extraño que después de tres semanas sin dar señales de vida elija mañana por la noche para reaparecer.— Sus ojos estudiaron la habitación al tiempo que su mente consideraba otras posibilidades—. Sólo te pido que si averiguas que él tiene otro plan nos lo hagas saber.

— Por supuesto— Volvió a mirarme con escepticismo y mis ojos se abrieron desmesuradamente— ¡Sara! ¿Por qué no iba a decíroslo?

Ella no podía responder a la pregunta, y yo tampoco. Sólo una persona conocía toda una serie de razones para mi secreto, y no estaba dispuesta a revelarlas.

Aunque era importante que todos estuviésemos descansados para la misión del domingo por la noche, me parecía más importante aún que regresáramos una vez más a las calles la noche del sábado para hacer cuando menos un mínimo esfuerzo por localizar al joven que Joseph había mencionado. Había que admitir que las posibilidades de hallar a semejante muchacho sin poseer un nombre ni una descripción eran bastante escasas; y se redujeron todavía más a medida que fue transcurriendo la noche. Además de recorrer las zonas del Lower East Side, del Greenwich Village y del Tenderloin donde tales individuos solían desarrollar sus actividades, volvimos a visitar los burdeles que proporcionaban muchachos. Pero en cada uno de ellos nos encontramos con la misma respuesta atónita y por lo general de rechazo. Estábamos buscando a un muchacho, decíamos, un muchacho que hacía la calle, un muchacho que planeaba abandonar pronto la profesión (aunque sabíamos que si Beecham seguía sus hábitos le habría pedido al chico que no dijera nada sobre su marcha), un muchacho que había sido amigo de Joseph, del Golden Rule… Sí, el mismo al que habían asesinado. Cualquier pequeña posibilidad que hubiéramos tenido de encontrar alguna pista, por lo general desaparecía ante esta última declaración: todas las personas a las que entrevistábamos creían que andábamos buscando al asesino de Joseph, y nadie quería verse implicado o relacionado en ningún aspecto. A medianoche tuvimos que aceptar los hechos: si queríamos encontrar al muchacho tendríamos que hallarlo con Beecham, y ojalá fuera antes de que lo matara.

Esta conclusión nos tranquilizó lo suficiente como para enviarnos a todos a nuestras respectivas casas. Ahora estaba absolutamente claro que había algo muy distinto en esa última probabilidad de enfrentarnos a Beecham, y no era el simple hecho de que conociéramos su nombre y gran parte de su historia sino la inevitable sensación de que el enfrentamiento que estaba casi a punto de producirse— y que en gran parte había sido orquestado, incluso inconscientemente, por el propio Beecham— podía ser mucho más peligroso para nosotros de lo que habíamos imaginado.

Cierto que desde el principio habíamos sospechado que en la conducta de Beecham había un intenso deseo de que lo detuviéramos; pero ahora sabíamos que ese deseo tenía en sí una vertiente catastrófica, apocalíptica incluso, y que aquella detención acarrearía una gran violencia para quienes tuvieran que llevar a cabo el servicio. Claro que estaríamos armados, y que contando con los agentes auxiliares le superaríamos por diez contra uno, o tal vez cien contra uno, pero en muchos aspectos aquel hombre se había enfrentado a enormes dificultades a lo largo de la pesadilla de su vida y, por el simple hecho de sobrevivir, las había superado. Por otro lado, además, en cualquier carrera la llegada a la meta no está determinada simplemente por la puntuación estadística: hay que tener en cuenta también algo tan intangible como la crianza o el entrenamiento… Si uno solo de estos factores incidía en nuestra actual misión, las probabilidades cambiarían espectacularmente, incluso teniendo en cuenta nuestra superioridad tanto en el número de agentes como en armamento. Lo cierto era que si se calculaba de este modo, las probabilidades podían estar decididamente a favor de Beecham.

43

Nunca ha sido tan fácil entender la mentalidad de un anarquista cargado con una bomba como cuando uno se encuentra en medio de una aglomeración de damas y caballeros que poseen el dinero, y la osadía, de considerarse la Alta Sociedad de Nueva York. Vestidas, trajeadas, enjoyadas y perfumadas, las familias de los Cuatrocientos Principales de la ciudad, junto con sus amistades y parásitos, podían empujar, tironear, chismorrear y atiborrarse con una despreocupación que un divertido espectador sin duda hallaría fascinante, pero que el desgraciado intruso juzgaría deplorable, como mínimo. La noche del domingo 24 de junio yo era uno de tales intrusos. Kreizler me había pedido (extrañamente, me pareció entonces) que nos encontráramos no en su casa de la calle Diecisiete sino en su palco del Metropolitan antes de que diera comienzo la gala benéfica, lo cual me había obligado a tomar un carruaje hasta la Cervecería Amarilla y luego a subir solo las estrechas escaleras del teatro. No había nada mejor que una gala benéfica para despertar el instinto asesino contra las capas superiores de la Alta Sociedad de Nueva York, y mientras me abría paso por el vestíbulo entre apretujones, tratando de desplazar a las grandes damas cuya indumentaria y proporciones físicas sólo eran adecuadas para actividades que no implicaran movimiento, de vez en cuando me encontraba con gente a la que había conocido en mi infancia, amigos de mis padres que ahora me volvían rápidamente la espalda al verme, o simplemente hacían una mínima inclinación de cabeza que inconfundiblemente declaraba: Por favor, ahórrame la vergüenza de tener que hablar contigo. Todo esto me parecía de perlas, pero el problema era que en estos casos no acostumbraban a apartarse a un lado para dejarme pasar. Cuando al fin conseguí llegar a la segunda fila de palcos tenía los nervios alterados, y los oídos me chirriaban con el clamor de miles de conversaciones absolutamente idiotas. Pero el remedio estaba al alcance de mi mano: me abrí paso hasta uno de los diminutos bares que había debajo de la escalera y me bebí apresuradamente una copa de champán. Luego cogí otras dos y me encaminé sin rodeos y con paso decidido al palco de Kreizler.

Allí encontré ya a Laszlo, sentado en una de las sillas del fondo y consultando el programa de la noche.

— ¡Dios mío!— exclamé, dejándome caer en una silla a su lado, sin derramar ni una gota del champán—. ¡No había visto nada como esto desde la muerte de Ward McAllister! No habrá escapado de la tumba, ¿verdad?

(En honor a mis jóvenes lectores, debo decir que Ward McAllister había sido la eminencia gris de la señora Vanderbilt por lo que se refería a los temas de sociedad, el hombre que en realidad había inventado el sistema de los Cuatrocientos basándose en las personas que cabían cómodamente en el salón de baile de aquella gran señora.)

— Esperemos que no— dijo Laszlo con una sonrisa de bienvenida, que yo devolví—, aunque uno nunca puede estar seguro con criaturas como McAllister. ¡Bien, Moore!— Dejó el programa a un lado y se frotó las manos, con aspecto más risueño y saludable que el que había mostrado en las últimas entrevistas—. Parece que has venido bien preparado para pasar una velada entre los lobos— comentó al observar mi champán.

— Sí, han salido todos esta noche, ¿no te parece?— inquirí, examinando la Herradura de Diamantes y disponiéndome a alcanzar uno de los asientos de delante; pero Kreizler me retuvo en el fondo.

— Si no te importa, Moore, prefiero que esta noche nos sentemos atrás.— Y al ver mi expresión inquisitiva, añadió—: Hoy no estoy de humor para que me inspeccionen.

Me encogí de hombros y me senté nuevamente a su lado. Luego seguí estudiando la concurrencia, volviéndome enseguida al palco 35.

— Ah, veo que el señor Morgan ha traído a su esposa. Me temo que esta noche alguna pobre actriz se habrá quedado sin su brazalete de diamantes.— Miré entonces hacia el mar de cabezas que oscilaban abajo—. ¿Dónde diablos van a meter a toda esta gente que aún espera ahí fuera? La platea ya está a rebosar.

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