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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El alienista (67 page)

BOOK: El alienista
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Repasé el documento, tratando de disimular mi ansiedad, mientras Murray lo resumía:

— Estaba perfectamente cualificado… Justo el tipo de hombre que andábamos buscando. Estudios universitarios, soltero, buenas referencias… Excelentes recomendaciones.

Excelentes si hubieran sido remotamente auténticas, pensé mientras estudiaba el documento. La información que tenía ante mis ojos suponía una letanía de mentiras y una impresionante serie de invenciones, a menos, por supuesto, de que hubiera dos John Beecham con espasmos faciales crónicos deambulando por Estados Unidos… (Por un momento me pregunté cómo consideraría el sistema de antropometría de Alphonse Bertillon semejante probabilidad.) Sara examinaba por encima de mi hombro la solicitud, y cuando me volví para mirarla asintió, como si reconociera que también había sacado la misma conclusión: que en 1890, lo mismo que antes y después de esta fecha, Beecham había agudizado su talento para idear supercherías.

— Puede ver usted su dirección en el encabezamiento del impreso— añadió Murray—. Aún vivía en la misma casa en el momento de su despido.

En la parte superior de la hoja, con la letra que reconocí de la nota que habíamos estudiado semanas atrás, habían escrito Bank Street 23. Cerca del centro de Greenwich Village.

— Sí— dije, reflexivo—. Sí, ya veo. Muchas gracias.

Algo sorprendido ante el interés que tanto Sara como yo demostrábamos por el formulario, Murray nos lo quitó de las manos y volvió a meterlo en el sobre.

— ¿Algo más?— preguntó.

— ¿Algo más?— repetí—. Oh, no, creo que no. Nos ha sido usted de gran utilidad, señor Murray.

— Entonces buenas tardes—— dijo, volviendo a sentarse mientras se ponía los manguitos.

Sara y yo nos dirigimos hacia la salida.

— Ah— exclamé, haciendo todo lo posible para que pareciera que se me había ocurrido de pronto—. Ha dicho usted que había despedido a Beecham, señor Murray. ¿Podría preguntarle por qué motivo, teniendo en cuenta que era una persona tan cualificada?

— Yo no comercio con habladurías, señor Moore— replicó Murray, fríamente—. Además, su asunto está relacionado con el hermano de él, ¿no?

Intenté otro plan de acción.

— Confío en que no hiciera alguna cosa deplorable mientras trabajaba en el Distrito Trece.

Murray soltó un gruñido.

— De ser así, no le habría ascendido de empadronador a administrativo, manteniéndolo en el puesto durante otros cinco años…— De pronto se interrumpió, alzando la cabeza—. Un momento… ¿Cómo sabe usted que estuvo destinado en el Distrito Trece?

— No tiene importancia. Muchas gracias, señor Murray, y buenas tardes.

Cogí a Sara de la muñeca y empecé a bajar con paso rápido las escaleras. Oí que la silla de Murray se arrastraba hacia atrás, y luego éste apareció en el umbral.

— ¡Señor Moore!— llamó irritado—. ¡Deténgase, señor! ¡Exijo que me diga cómo ha obtenido esta información! Señor Moore, ¿oye lo que…?

Pero nosotros ya salíamos a la calle. Seguía cogiendo fuertemente a Sara de la muñeca mientras nos dirigíamos hacia el oeste, aunque no era necesario que tirara de ella pues avanzaba con paso rápido, radiante, riendo con ganas cuando llegamos a la Quinta Avenida. Y de pronto, al detenernos y aguardar a que se hiciera un claro en el tráfico, Sara me echó los brazos al cuello.

— ¡John!— exclamó sin aliento—. ¡Él es real! ¡Está aquí! ¡Dios mío, sabemos dónde vive!

Le devolví el abrazo, pero hubo cierta cautela en mi voz cuando le dije:

— Sabemos dónde vivía… Ahora estamos en junio, y a él lo despidieron en diciembre. Seis meses sin un trabajo pueden haber cambiado muchas cosas… La posibilidad de pagar un alquiler en un barrio decente, por ejemplo.

— Pero puede haber encontrado otro trabajo— replicó Sara, aunque su entusiasmo se apaciguó ligeramente.

— Esperemos que así sea— contesté, mientras el tráfico se aclaraba un poco frente a nosotros—. Vamos.

— ¿Pero cómo ha sido?— inquirió Sara, al tiempo que cruzábamos la avenida—. ¿Cómo lo has sabido? ¿A qué ha venido todo eso del Distrito Trece?

Mientras seguíamos nuestra marcha hacia el oeste, rumbo a Bank Street, le expliqué cuál había sido mi línea de razonamiento. El censo de 1890, recordaba haberles oído contar a amigos míos que se habían encargado de la información, había sido efectivamente motivo de gran escándalo en Nueva York (y en la nación en general) cuando se llevó a cabo en el verano y el otoño de aquel año. Los principales causantes de tal escándalo habían sido— sin sorpresa para nadie— los líderes políticos de la ciudad, cuyo poder podía verse alterado por los resultados de la cuantificación, y que por tanto pretendían influir en todas las etapas del proceso. Muchos de aquellos novecientos hombres que en julio de 1890 se habían presentado en las oficinas de Charles Murray en la calle Ocho, para solicitar una plaza como empadronadores, eran agentes de Tammany Hall o de Boss Platt, instruidos por sus jefes para que alteraran los resultados a fin de asegurarse que los distritos leales a sus respectivas políticas no cambiaran, lo cual podría repercutir en una pérdida de poder tanto en los asuntos del estado como a nivel nacional. A veces esto suponía tener que hinchar los números en un distrito determinado, labor que implicaba tener que inventar los datos vitales y el historial de ciudadanos inexistentes. Los empadronadores, al parecer, eran algo más que simples contadores: su trabajo implicaba cuidadosas entrevistas con una muestra representativa de los residentes para determinar no sólo cuántos ciudadanos tenía la nación sino también el tipo de vida que llevaban. Tales entrevistas incluían preguntas de tipo privado que en otras circunstancias— según expresó en un artículo uno de mis colegas en el Times— hubieran parecido del todo impertinentes. El flujo de falsa información que había llegado hasta las oficinas del director Murray por parte de los agentes, tanto del Partido Demócrata como del Republicano, tenía que ser forzosamente imaginativo y a menudo imposible de distinguir de las declaraciones auténticas. Semejante fraude no se había limitado a Nueva York, como ya he dicho, aunque aquí había alcanzado extremos absurdos. Como consecuencia, la labor de unificar el informe final en Washington se había retrasado enormemente. El director de todo el proyecto (el tal Porter al que Murray se había referido) se había visto obligado a dimitir en 1893, y el censo fue completado por su sucesor, C. D. Wright, aunque ni qué decir tiene lo poco fiable que resultaba el producto final, pese al cambio de director.

Los empadronadores habían recibido sus asignaciones de acuerdo con los distritos electorales al congreso, que en Nueva York se habían subdividido en distritos ciudadanos. Mi pregunta a Murray sobre Beecham y el Distrito Trece, le dije a Sara, había sido una pura suposición: yo sabía que Benjamin y Sofia Zweig habían vivido en aquel distrito, de modo que había supuesto que Beecham los habría conocido mientras trabajaba en aquella zona, tal vez incluso cuando entrevistaba a la familia de los muchachos para el censo. Por fortuna mi suposición había dado resultado, aunque todavía estábamos a oscuras respecto a por qué Murray había despedido a nuestro hombre.

— No parece probable que Beecham estuviese metido en la falsificación de declaraciones— comentó Sara mientras nos apresurábamos por la avenida Greenwich hacia Bank Street—. No es de los que suelen meterse en política. Además, el censo ya se había completado… Pero si no es por eso, ¿entonces por qué lo despidió?

— Mañana podemos enviar a los Isaacson para que lo averigüen— contesté—. Murray es uno de esos tipos que responderá ante una insignia. Aunque apostaría doce contra uno a que tiene algo que ver con los chiquillos. Tal vez alguien presentara al fin una queja… No forzosamente por algo violento, pero sí censurable a pesar de todo.

— Parece probable— dijo Sara—. ¿Recuerdas la observación que ha hecho Murray al comentar lo respetable que Beecham parecía, y que precisamente por eso hubo algo que le pareció sorprendente?

— Exacto… Yo diría que por ahí hay alguna pequeña historia desagradable.

Cuando llegamos a Bank Street giramos a la izquierda. Una serie de típicas manzanas de Greenwich Village aparecieron ante nosotros, árboles y casas adosadas alineándose hasta cerca del río Hudson, en donde eran sustituidas por agencias de transportes y almacenes. Los escalones de las entradas y los aleros de las casas adosadas eran una imagen monótonamente pintoresca, y al pasar ante cada vivienda podíamos ver las relativamente modestas salitas de estar de las desahogadas familias de clase media que habitaban el barrio. El número 23 de Bank Street se encontraba a tan sólo una manzana y media de la avenida Greenwich, y mientras cubríamos aquella distancia nuestras esperanzas tuvieron tiempo de ir creciendo. Sin embargo, cuando llegamos ante la casa, la decepción se abatió sobre nosotros.

En una esquina de la ventana de la sala había un pequeño cartel, escrito con elegancia: SE ALQUILA HABITACIÓN. Sara y yo intercambiamos una seria mirada y subimos los peldaños que llevaban a la estrecha puerta de la entrada. En la parte derecha del marco había un pequeño pomo de bronce para la campanilla y tiré de él. Silencio… Sara y yo aguardamos unos minutos. Por fin oímos unos pasos que se arrastraban y la voz de una anciana:

— No, no, no. Fuera… Vamos, largaos.

Era difícil saber si la orden iba dirigida a nosotros, pero cuando oímos el ruido de varios cerrojos de la puerta pensamos que no. Cuando finalmente se abrió nos enfrentamos a una vieja pequeña y de pelo cano, con un vestido azul descolorido, a la moda de los años setenta. Le faltaban varios dientes, y en algunos puntos de la barbilla le salían disparados unos pelos hirsutos y blancos. Sus ojos eran muy vivaces, aunque no demostraban una mente demasiado lúcida. Se disponía a decirnos algo cuando un gatito de color panocha apareció entre sus pies. De un pequeño puntapié, la mujer envió a la criatura al interior de la casa.

— ¡No, he dicho!— le increpó la anciana—. Esta gente no tiene nada que deciros. ¡A ninguno de vosotros!— En ese instante fui consciente de que del interior llegaban algunos maullidos bastante fuertes, por lo que supuse que eran obra de al menos media docena de gatos. La mujer me miró con viveza—. ¿Sí? ¿Vienen a preguntar por la habitación?

La pregunta me dejó momentáneamente sin saber qué decir. Por fortuna, Sara aprovechó para hacer las presentaciones y preguntar:

— ¿Por la habitación, señora? No exactamente… Más bien por su anterior inquilino. ¿Debo entender que el señor Beecham se ha mudado?

— Oh, sí— contestó la anciana, al tiempo que un gato gris listado aparecía por la puerta y lograba salir hasta el descansillo—. ¡Ven aquí!— gritó la vieja—. ¡Peter! Oh, señor Moore, ¿quiere hacerme el favor de cogerlo?— Me agaché, recogí al gato y le rasqué ligeramente bajo la barbilla antes de devolvérselo a la mujer—. ¡Gatos! ¿Cree usted que están ansiosos por marcharse?

Sara carraspeó.

— En realidad yo diría que sí, señora…

— Piedmont— dijo la anciana—. Y eso que sólo dejo entrar a ocho en la casa. A los otros quince les obligo a estar en el patio trasero, y si no lo hacen me enfado con ellos…

— Por supuesto, señora Piedmont— añadió Sara—. Sólo a ocho… Un número perfectamente razonable.— La señora Piedmont asintió satisfecha, y entonces Sara le preguntó—: ¿Y respecto al señor Beecham?

— ¿El señor Beecham?— repitió la mujer—. Oh, sí. Muy educado. Y muy dispuesto. Nunca borracho. No era muy aficionado a los gatos, desde luego… Ni muy amante de los animales, en realidad, pero…

— ¿Y por casualidad no le dejó su nueva dirección?— la interrumpió Sara.

— No pudo— contestó la señora Piedmont—. No tenía idea de adónde iba a ir. Pensaba que tal vez a México, o a Sudamérica. Comentó que allí había oportunidades para un hombre con iniciativa…— La mujer se interrumpió, abriendo algo más la puerta—. Lo siento, deben ustedes perdonarme. Entren, por favor.

Seguí a Sara a través de la puerta, sabiendo que cada fragmento de información útil que pudiéramos sonsacarle a la encantadora señora Piedmont probablemente iría acompañado por cinco o diez minutos de cháchara inútil. Mi entusiasmo se hundió al instante cuando nos hizo pasar a la salita de estar, repleta de muebles modestos pero antiguos y cubiertos de polvo. Todo en aquella estancia, desde las sillas y canapés hasta una amplia colección de chucherías victorianas, parecía a punto de desintegrarse en silencio hasta convertirse en polvo. Además, el inconfundible hedor a orines y heces de gato impregnaba toda la casa.

— Gatos— exclamó alegremente la señora Piedmont al sentarse en un sillón de respaldo alto—. Maravillosos compañeros, pero se escapan. ¡Desaparecen por completo, sin decir ni una palabra!

— Señora Piedmont— la interrumpió Sara, condescendiente—, la verdad es que estamos ansiosos por encontrar al señor Beecham. Somos… viejos amigos suyos, ¿sabe?

— Oh, pero esto no es posible— contestó la señora Piedmont frunciendo el entrecejo—. El señor Beecham no tiene amigos… Él mismo lo decía. No dejaba de repetirlo. Viaja más rápido el que viaja solo, me decía por las mañanas, y luego se iba a la empresa naviera.

— ¿Empresa naviera?— inquirí—. Pero si…

Sara me tocó la mano para que callara y sonrió, al tiempo que varios gatos entraban en la estancia desde el pasillo.

— Claro— dijo Sara—, la empresa naviera. Un hombre realmente emprendedor.

— Así es— contestó la señora Piedmont—. ¡Oh, ahí está Lysander!— añadió, señalando uno de los gatos, que maullaba sin parar—. No le veía desde el sábado. ¡Gatos! Todos desaparecen…

— Señora Piedmont— insistió Sara, todavía dando muestras de una gran paciencia—, ¿cuánto tiempo vivió con usted el señor Beecham?

— ¿Cuánto tiempo?— La anciana empezó a morderse un dedo, como si reflexionara—. Bueno, cerca de tres años en total. Y nunca ni una queja, siempre puntual con el alquiler.— Frunció el entrecejo—. Pero a decir verdad, un hombre algo taciturno. ¡Y nunca comía! Es decir, nunca lo vi comer. Siempre trabajando, día y noche… Aunque imagino que algo debía comer, ¿no les parece?

Sara volvió a sonreír y asintió.

— ¿Y sabe usted por qué se marchó?

— Bueno— se limitó a decir la señora Piedmont—. La quiebra.

— ¿La quiebra?— inquirí, con la esperanza de haber encontrado una pista.

— Su empresa naviera— contestó la anciana—. La gran tempestad en la costa de China. Oh, esos pobres marinos. El señor Beecham entregó a sus familias todo el dinero que poseía, ¿saben?— Una huesuda mano se elevó en tono confidencial—. Si ve asomar por ahí una gata manchada, señorita Howard, avíseme. No ha bajado a desayunar, y todos desaparecen…

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