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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El alienista (65 page)

BOOK: El alienista
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Cuando se reincorporó a su unidad, a comienzos de 1886, Beecham parecía muy mejorado. De nuevo era el soldado obediente y responsable que Miller había conocido al principio. Pero esta imagen se hizo añicos durante los actos violentos que siguieron a la revuelta de Haymarket en aquella zona de Chicago, durante la primera semana de mayo. Sara y yo ya sabíamos que a Beecham lo habían enviado al hospital St. Elizabeth después de que Miller lo encontrara apuñalando (según constaba en las anotaciones de los médicos) el cadáver de un huelguista muerto durante los enfrentamientos del 5 de mayo en los suburbios de la zona norte. Ahora supimos por los Isaacson que aquel apuñalamiento tenía una semejanza escalofriante con las mutilaciones sufridas por los padres de Japheth Dury y los chiquillos asesinados en Nueva York. Asqueado y horrorizado al descubrir a Beecham empapado en sangre y agachado junto a un cadáver al que le había sacado los ojos con un enorme cuchillo, Miller no había dudado en relevar de sus obligaciones al cabo. A pesar de que en el Oeste el teniente había visto hombres empujados a cometer actos sanguinarios, semejante conducta se basaba en muchos años de enfrentamientos con las tribus indias. En cambio, Beecham carecía de ese historial, y por tanto de esta justificación para sus acciones. Cuando el médico del regimiento examinó a Beecham después del incidente, se apresuró a declararlo inútil para el servicio, y Miller estuvo de acuerdo con este diagnóstico, aconsejando que fuera inmediatamente enviado a Washington.

De este modo finalizaba la historia que los Isaacson habían traído de Dakota. Los dos hermanos la habían narrado sin interrumpirse y sin probar bocado, así que se dedicaron a comer vorazmente mientras Sara y yo les informamos de todo lo que habíamos averiguado durante su ausencia. Entonces llegó el momento de las desagradables noticias sobre Kreizler y Mary. Afortunadamente, al llegar a este punto Marcus y Lucius ya habían engullido la mayor parte de su cena, pues la noticia arruinó el apetito que pudiera quedarles. Los dos se mostraron obviamente recelosos por lo que se refería a proseguir la investigación sin la dirección de Laszlo, pero Sara intervino con un discurso aún más acalorado que el que me había soltado a mí, y a los veinte minutos había convencido a los detectives de que no había otra opción que seguir adelante. La historia que ellos habían traído le había proporcionado más motivos para proseguir la lucha, pues en aquellos momentos nos quedaban muy pocas dudas sobre la identidad y la historia de nuestro asesino. La cuestión era si podríamos idear un plan para encontrarlo, y llevarlo a cabo.

Cuando abandonamos el pequeño restaurante, a eso de las tres de la madrugada, estábamos convencidos de que lo conseguiríamos. De todos modos la labor que aún quedaba por hacer era enorme, y no la podríamos poner en marcha hasta que hubiésemos dormido un poco. Nos fuimos directamente a nuestros domicilios respectivos, pero a las diez de la mañana del martes ya estábamos de nuevo en el 808 de Broadway, dispuestos para planear nuestra estrategia. Marcus y Lucius parecieron algo desorientados al ver cómo se había reducido el círculo de nuestros escritorios al pasar de cinco a cuatro, y al descubrir una nueva escritura en la enorme pizarra. Pero a fin de cuentas eran unos detectives experimentados, y cuando volvieron a dedicar su atención al caso, todos los temas ajenos a éste perdieron su importancia.

— Si nadie más tiene pensado un punto de partida— anunció Lucius, familiarizándose de nuevo con el material que tenía en su escritorio—, me gustaría sugerir uno.— Todos expresamos nuestro asentimiento, y a continuación Lucius señaló el lado derecho de la pizarra, específicamente la palabra AZOTEAS—. ¿Te acuerdas, John, de lo que dijiste sobre el asesino después de que tú y Marcus visitarais por primera vez el Golden Rule?

Repasé mis recuerdos de aquella visita.

— Lo controla— dije, repitiendo la expresión que con tanta nitidez se me había presentado la noche en que estábamos en la azotea del miserable tugurio de Scotch Ann.

— Es cierto— terció Marcus—. Es en las azoteas donde actúa persistentemente, con absoluta tranquilidad.

— Sí— dijo Lucius, poniéndose en pie para acercarse a la pizarra—. Bueno, mi idea es ésta: hemos pasado mucho tiempo intentando comprender las pesadillas de ese hombre, la auténtica pesadilla que fue su pasado y las pesadillas mentales que ahora le acosan. Pero cuando planea y comete estos asesinatos no se comporta como un ser atormentado o asustado. Es agresivo, consciente. Está en acción, no sólo reaccionando. Y, como ya vimos en su carta, se halla bastante convencido de su propia habilidad. ¿Dónde ha logrado esto?

— ¿El qué?— pregunté, algo desconcertado.

— Esta seguridad— contestó Lucius—. La habilidad es fácil de explicar; en realidad ya lo hemos hecho.

— Por su carácter furtivo— dijo Sara—. Como el que a menudo desarrollan los que molestan a los niños.

— Exacto— dijo Lucius, haciendo oscilar con rapidez su cabeza calva; y luego sacó un pañuelo para el imprescindible secado del cráneo y de la frente, siempre húmedos por el sudor: me sentí feliz al ver de nuevo aquel pequeño gesto de nerviosismo—. Pero ¿y la seguridad en sí mismo? ¿En dónde consigue esto un hombre con su pasado?

— Bueno, el ejército podría haberle ayudado un poco— contestó Marcus.

— Sí, un poco— admitió Lucius, reanudando su papel de conferenciante, cada vez con mayor satisfacción—. Pero a mí me parece que debemos ir más atrás… John, ¿no te dijo Adam Dury que el único momento en que los espasmos faciales de su hermano se calmaban era cuando estaba cazando en las montañas?— Confirmé que Dury nos había dicho esto—. Escalando y cazando— prosiguió Lucius—. Parece que sólo es capaz de aliviar su tormento y su dolor a través de estas actividades. Ahora lo está consiguiendo por las azoteas…

Marcus estaba mirando a su hermano, al tiempo que sacudía la cabeza.

— ¿Vas a decirnos a qué diablos te estás refiriendo? Una cosa era jugar al gato y al ratón con el doctor Kreizler, pero…

— Te agradecería enormemente que me concedieras un minuto— le interrumpió Lucius, alzando un dedo—. Lo que quiero decir es que la forma de averiguar qué es lo que está haciendo ahora con su vida es siguiendo el rastro de lo que le hace sentirse tan seguro, en vez del rastro de sus pesadillas. Está cazando y matando en las azoteas, y sus víctimas son chiquillos, todo lo cual sugiere que lo más vital en su vida es mantener el control sobre cada situación. Sabemos de qué procede esta obsesión por los chiquillos. Sabemos lo de la caza y las trampas. ¿Por qué las azoteas? Hasta el ochenta y seis no había pasado mucho tiempo en una gran ciudad. En cambio, ahora ejerce un dominio absoluto ahí, hasta el punto de habernos atrapado a nosotros. Se precisa algún tiempo para desarrollar este tipo de familiaridad.

— Espera un momento— intervino Sara, asintiendo reflexivamente—. Empiezo a comprender tu punto de vista, Lucius. Él abandona el St. Elizabeth y quiere ir a un sitio donde pasar bastante desapercibido. Nueva York es una ciudad idónea. Pero cuando llega aquí descubre un mundo nuevo en las calles: la gente, el ruido, el ajetreo… Todo le resulta muy extraño, tal vez incluso intimidatorio. Luego descubre las azoteas. Ahí arriba hay un mundo totalmente distinto: más silencioso, pausado, menos gente… Se parece mucho a lo que él está acostumbrado. Y descubre que hay gran cantidad de trabajos que exigen pasar mucho tiempo en estas azoteas. Apenas hace falta bajar a la calle.

— Excepto de noche— se apresuró a añadir Lucius, de nuevo levantando un dedo—, cuando la ciudad está mucho menos poblada y puede familiarizarse con ella a su propio ritmo. Recordad que aún no ha matado a nadie a la luz del día. Seguro que durante el día está por ahí arriba la mayor parte del tiempo.— A Lucius le seguía sudando la frente cuando se acercó apresuradamente a su escritorio para coger algunas notas—. Después del asesinato de Alí ibn-Ghazi, ya discutimos la idea de un trabajo diurno que le mantuviera en las azoteas, pero no volvimos a insistir en ello. Así que he vuelto a repasarlo todo y me parece que es la mejor forma de seguirle el rastro hasta ese punto.

Expresamente, dejé escapar un gemido.

— ¡Oh, Dios, Lucius! ¿Te das cuenta de lo que estás sugiriendo? Tendríamos que escudriñar cada sociedad benéfica y cada misión, cada empresa que utilice vendedores, repartidores de periódicos o servicios médicos. Tiene que haber algún medio para reducir esta labor.

— Y lo hay— dijo Marcus, cuyo tono sonó sólo ligeramente más animado que el mío—. Pero aun así implicaría una enorme cantidad de trabajo de calle…— Se levantó y cruzó hasta el gran plano de la isla de Manhattan, señalando las agujas que habíamos clavado en él para marcar los sitios de los secuestros y de los asesinatos—. Ninguna de sus actividades se ha desarrollado más arriba de la calle Catorce, lo cual sugiere que está más familiarizado con el Lower East Side y Greenwich Village. Puede que no sólo trabaje sino que también viva en una de estas dos áreas. Nuestra teoría de que no dispone de mucho dinero encajaría en esto. Así que podemos reducir nuestra búsqueda a gente que trabaje en estos barrios.

— De acuerdo— dijo Lucius, volviendo a señalar la pizarra— Pero no olvidemos todo el trabajo que ya hemos hecho. Si estamos en lo cierto, y nuestro asesino empezó su vida como Japheth Dury para luego convertirse en John Beecham, no habrá podido solicitar cualquier trabajo. Dado su carácter y sus circunstancias, algunas cosas le resultarán más atractivas que otras. Por ejemplo, has mencionado empresas que utilizan vendedores, John, pero ¿de veras piensas que el hombre que hemos estado investigando querría hacer de vendedor o intentaría siquiera buscar un trabajo como tal?

Estaba a punto de protestar diciendo que cualquier cosa era posible, pero de pronto hubo algo que me convenció de que Lucius tenía razón. Habíamos pasado meses imputándole detalles de personalidad y de comportamiento a la imagen imprecisa de nuestro asesino, y cualquier cosa era con toda claridad imposible. Con un extraño sentimiento de miedo y de excitación me di cuenta de que ahora conocía a aquel hombre lo bastante como para asegurar que no habría buscado un trabajo que le exigiera congraciarse con los inmigrantes que habitaban los bloques de apartamentos, ni vender productos inútiles de fabricantes o dueños de tiendas, a los que sin duda consideraría menos inteligentes que él.

— Muy bien— le dije a Lucius—, pero esto aún deja un amplio margen de gente. Trabajadores para la Iglesia, asociaciones benéficas y sociales, periodistas, servicios médicos…

— Si sigues reflexionando, John, aún conseguirás reducir más este campo— replicó Lucius—. Cojamos a los periodistas que cubren la información de estos edificios. Tú mismo conoces a la mayoría. ¿De veras te imaginas a Beecham formando parte de este grupo? En cuanto a los servicios médicos… ¿Con el historial de Beecham? ¿Cuándo pudo haber hecho las prácticas?

Consideré todo aquello y me encogí de hombros.

— Muy bien, de acuerdo… Así que todas las apuestas están en que se halla involucrado en algún tipo de trabajo relacionado con las misiones o con asociaciones benéficas.

— Sería lo más fácil para él— dijo Sara—. De sus padres obtuvo todos los fundamentos religiosos y la terminología. A fin de cuentas, su padre era un excelente predicador.

— Perfecto— admití—. Pero aunque lo reduzcamos hasta este punto, todavía nos espera un duro trabajo para comprobarlos todos hasta el veinticuatro de junio… Marcus y yo invertimos una semana y sólo revisamos una pequeña parte. ¡Es totalmente impensable!

Puede que fuera impensable, pero no había modo de evitarlo. Pasamos el resto del día acumulando una lista de todas las organizaciones benéficas y religiosas que operaban en el Lower East Side y en Greenwich Village, luego dividimos esa lista en cuatro grupos por zonas, y cada uno de nosotros cogió una de estas sublistas para empezar a la mañana siguiente, ya que no era práctico viajar en parejas si deseábamos comprobar las docenas de organizaciones que aparecían en cada una de nuestras listas. En los primeros sitios que visité aquel viernes, no recibí lo que podría calificarse de una recepción muy cordial; y aunque no había esperado nada distinto, la experiencia me llenó de aprensión hacia los días, o tal vez semanas, que nos aguardaban. Pese a que me repetía continuamente que aquel tedioso trabajo de calle constituía gran parte de la labor de un detective, no me consolaba en absoluto: en nuestra investigación ya había pasado antes por este ejercicio (un esfuerzo que había implicado visitas a esos lugares que ahora iba a investigar, aunque por distintos motivos), y tener que recorrer otra vez las atestadas aceras sólo hacía que centrara mi atención, de un modo bastante pesimista, en el reloj que marcaba los segundos que faltaban para la festividad de San Juan Bautista, de la que únicamente nos separaban dieciséis días.

De todos modos, un aspecto de esta búsqueda hizo que me sintiera optimista: no parecía que nadie me estuviera siguiendo. Y cuando regresé a nuestro cuartel general, al final de la jornada, descubrí que nadie del equipo había advertido que algún tipo de presencia sospechosa le hubiera seguido los pasos. Claro que tampoco podíamos estar seguros, pero la explicación lógica parecía ser que nuestros enemigos, sencillamente, no creían que pudiéramos tener éxito sin Kreizler. Durante todo el fin de semana no vimos ni rastro de Connor, de sus compinches ni de nadie que pareciera trabajar para Byrnes o Comstock. Si había que llevar a cabo una labor tediosa y exasperante, sin duda era preferible realizarla sin tener que mirar por encima del hombro; aunque no creo que ninguno de nosotros dejara de hacerlo en ningún momento.

Aunque confiábamos en que en algún momento, durante los últimos diez años, John Beecham habría trabajado para alguna de las sociedades benéficas que aparecían en nuestras listas, no creíamos que de manera oficial hubiese visitado necesariamente alguna de las casas de mala fama involucradas en los asesinatos. A mi modo de ver, era mucho más probable que se hubiese familiarizado con aquellos sitios como cliente. Por eso, aunque mi asignación incluía las organizaciones que tenían por objetivo los pobres y descarriados del West Side, entre las calles Houston y Catorce, no investigué en los burdeles del barrio especializados en muchachos. En cambio sí hice una visita al Golden Rule, sólo el tiempo imprescindible para pasar a mi joven amigo Joseph la información que habíamos reunido sobre el asesino. Cuando llegué se produjo un momento de tensión pues en realidad nunca había visto al muchacho desempeñando su trabajo. Al verme, Joseph se metió inmediatamente en una habitación vacía, y por un momento pensé que tal vez no volviera a salir pero al final apareció, después de haberse quitado el maquillaje de la cara. Sonrió y me saludó alegre con la mano, escuchando atentamente mientras le facilitaba la información y le pedía que la hiciera circular entre sus amigos. Después de informarle, y ansioso por seguir con las múltiples oficinas de la zona que me había propuesto visitar ese día, me despedí y me dispuse a marchar. Sin embargo, Joseph me siguió hasta la salida y me preguntó si alguna vez podríamos volver a jugar a los billares. Asentí sinceramente ante su propuesta, y con ese tenue vínculo cada vez más fuerte entre nosotros, el muchacho volvió a entrar en el Golden Rule, dejándome con los habituales remordimientos respecto a su oficio. Pero me marché enseguida, consciente de que tenía mucho trabajo por hacer y poco tiempo para perderlo en reflexiones inútiles.

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