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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El alienista (75 page)

BOOK: El alienista
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Le dirigí a Kreizler una mirada conspiradora.

— Cuando Roosevelt descubra que nos hemos largado de la Opera, pondrá la ciudad patas arriba para buscarnos.

Laszlo se encogió de hombros.

— Entonces será mejor que utilice la cabeza, porque tiene las pistas necesarias para determinar nuestro paradero.

— ¿Las pistas? ¿Te refieres a lo que Beecham dejó en el apartamento?— De nuevo volvía a sentirme intrigado—. Pero si lo que encontramos allí fue precisamente lo que nos decidió por la torre del High Bridge… Esto y lo del castillo.

— No, John— replicó Kreizler, y de nuevo sus manos se agitaron al hablar—. Fue una parte de lo que encontrasteis en el apartamento de Beecham lo que os llevó a semejante conclusión. Piensa en ello. ¿Qué fue lo que él dejó allí?

Repasé mentalmente las cosas.

— La colección de ojos…, el plano… y la caja con el daguerrotipo pegado en la tapa.

— Correcto. Ahora piensa en qué consideraciones, conscientes o inconscientes, le llevaron a dejar únicamente estas cosas. Los ojos te dicen que sin lugar a dudas has encontrado al hombre que buscabas. El plano te da una idea general de dónde va a golpear la próxima vez. En cuanto a la caja…

— La caja nos dice lo mismo— le interrumpí—. El daguerrotipo nos hace saber que hemos encontrado a Japheth Dury.

— Cierto— admitió Kreizler, con énfasis—. Pero ¿y lo que había dentro de la caja?

No entendí qué pretendía decir.

— ¿El corazón?— murmuré confuso—. Era un corazón viejo y reseco… Pensaste que era el de su madre.

— Sí. Ahora intenta juntar el plano y el contenido de la caja.

— El sistema de distribución del agua… y el corazón…

— Ahora añade lo que Joseph te dijo.

— Un castillo o un fuerte— dije, todavía sin captar el significado—. Un sitio desde donde podría contemplar toda la ciudad.

— ¿Y…?— me incitó Kreizler.

En el instante de doblar la esquina y empezar a subir por la Quinta Avenida, la respuesta cayó sobre mí como una losa. El Embalse Croton se extendía unas dos manzanas en dirección norte y una hacia el oeste. Sus muros eran tan altos como los edificios de su entorno, y resultaba tan prodigioso como la fabulosa ciudad de Troya. Estaba construido en forma de mausoleo egipcio y realmente era una fortaleza parecida a un castillo, sobre cuyas murallas los neoyorquinos solían pasear a menudo, disfrutando de la espléndida vista panorámica de la ciudad (así como del estanque artificial que había en su interior) que ofrecía la altura de la edificación. Por otro lado, Croton era el principal depósito de distribución de agua de Nueva York: en resumidas cuentas, era el corazón del sistema de distribución de agua de la ciudad, el centro que todos los acueductos alimentaban y del que todas las tuberías y ramales obtenían su suministro. Atónito, me volví hacia Kreizler.

— Sí, John— dijo sonriente, mientras nos acercábamos a la construcción—. Es aquí…— Entonces tiró de mí hacia los muros del embalse, desiertos a aquellas horas de la noche, y bajó la voz—. Sin duda vosotros discutiríais la posibilidad de que Beecham comprendiera que nuestra primera decisión sería vigilar ambas orillas de la isla pero, en ausencia de una alternativa mejor, seguisteis centrándoos en estas áreas…— Laszlo miró hacia arriba y, por vez primera en la noche, exteriorizó cierta aprensión—. Si mi suposición es correcta, en estos momentos él se encuentra ahí arriba.

— ¿Tan pronto?— exclamé—. Creía que habías dicho…

— Esta noche es distinto— me interrumpió Kreizler—. Esta noche él ha preparado antes la mesa; querrá estar a punto para cuando lleguen los invitados…— Kreizler metió la mano en su gabán y sacó un revólver Colt—. Coge esto, Moore Pero no lo utilices a menos que sea necesario. Hay muchas preguntas que quiero hacerle a ese hombre.

Kreizler empezó a deslizarse hacia la voluminosa puerta y la escalera de entrada al embalse, el cual se parecía extraordinariamente a un templo funerario egipcio. Teniendo en cuenta cuáles eran nuestras intenciones esa noche, la comparación provocó un fuerte estremecimiento en todo mi cuerpo. Retuve a Laszlo cuando se acercaba ya a la entrada.

— Una cosa— susurré—. Has dicho que los hombres de Byrnes te habían estado siguiendo. ¿Cómo sabes que en estos momentos no nos están vigilando?

Me dirigió una mirada ausente, profundamente turbadora. Parecía un hombre que hubiese adivinado cuál iba a ser su destino y que no tuviera intención de esquivarlo.

— Oh, la verdad es que ignoro si nos están vigilando— contestó tranquilamente y en voz baja—. De hecho, en realidad cuento con que estén por aquí.

Dicho esto, Laszlo cruzó la puerta y se dirigió hacia las amplias y oscuras escaleras que subían por el enorme muro hasta el paseo de arriba. Ante lo misterioso de sus palabras, me limité a encogerme de hombros, impotente. De pronto, en algún punto al otro lado de la Quinta Avenida, un débil destello de bronce llamó mi atención… Me detuve en seco e intenté localizar el origen de aquel destello.

En la calle Cuarenta y uno, bajo un árbol de amplio ramaje cuyas hojas proporcionaban un seguro refugio contra el resplandor de las farolas de la avenida, había una elegante berlina cuyas lámparas relucían débilmente Tanto el caballo como el cochero parecían estar dormidos. Por un momento, la sensación de aprensión que me había invadido ante la idea de escalar los muros del embalse se intensificó espectacularmente; pero luego me deshice de ella y me puse en movimiento para alcanzar a Kreizler, diciéndome que en Nueva York mucha gente poseía una elegante berlina negra, además de Paul Kelly.

44

Tan pronto como llegamos a lo alto de los muros del embalse, me di cuenta del error potencialmente desastroso que había cometido al permitir que Kreizler me convenciera para acudir a aquel sitio a solas con él. El pasillo de dos metros y medio de ancho que recorría lo alto de los muros del embalse estaba protegido a ambos lados por una reja de hierro de metro veinte de altura y a una distancia de varios pisos del suelo. Cuando miré desde lo alto hacia la calle, inmediatamente recordé los recorridos que en los últimos meses habíamos hecho por las azoteas. Este pensamiento ya resultaba lo suficientemente amenazador en sí mismo, pero al mirar mi entorno y ver las siluetas parduscas y las múltiples chimeneas de los edificios que rodeaban el embalse, tuve la seguridad de que no nos encontrábamos en una azotea propiamente dicha, aunque sentí no obstante que habíamos penetrado en los elevados dominios que John Beecham tan bien conocía. Una vez más estábamos en su mundo, sólo que esta vez habíamos llegado siguiendo una perversa invitación. Y mientras avanzábamos silenciosamente hacia el muro del lado de la calle Cuarenta, las aguas del embalse extendiéndose a nuestra derecha y reflejando la luminosa luna que había aparecido de repente y que aún ascendía por el despejado cielo nocturno, vi con claridad que nuestro papel de perseguidores se hallaba en serio peligro ya que estábamos a punto de convertirnos en presa.

Imágenes familiares, y aun así inquietantes, empezaron a afluir en mi mente como las películas que había visto en el Koster y Bial con Mary Palmer: cada uno de los muchachos asesinados, atado y cortado a pedazos; el largo y terrible cuchillo que había realizado aquella carnicería; los restos del gato descuartizado en casa de la señora Piedmont; el desolado apartamento de Beecham en el Five Points y el horno en el que aseguraba haber cocinado el tierno culo de Georgio Santorelli; el cuerpo sin vida de Joseph; y por último una imagen del propio asesino, formada con todas las pistas y teorías que habíamos recopilado durante nuestra investigación, y que a pesar de todos nuestros esfuerzos no dejaba de ser una imagen muy vaga. El cielo infinitamente negro y las innumerables estrellas que planeaban sobre el embalse no proporcionaban tranquilidad ni protección contra estas horribles visiones, y la civilización, al mirar una vez más hacia las calles de abajo, parecía terriblemente lejana. Cada uno de nuestros cautelosos pasos nos transmitía el mensaje de que habíamos llegado a un lugar de muerte y sin ley, un lugar donde el invento mortal que empuñaba en mi mano probablemente sería una débil defensa, y donde las respuestas a misterios mayores que los que habíamos intentado aclarar en las últimas doce semanas se volverían brutalmente sencillas. Sin embargo, a pesar de todos estos angustiosos pensamientos, ni una sola vez pensé en volverme atrás: quizá la convicción de Laszlo, de que esa noche íbamos a concluir el caso en aquellos muros, resultara contagiosa. En cualquier caso no me aparté de su lado, aunque sabía, con toda la certeza de que era capaz, que teníamos excelentes posibilidades de no volver nunca más a las calles de allá abajo.

Oímos los sollozos antes de ver al muchacho. No había luces en el paseo, sólo la luna para guiarnos, y cuando nos volvimos hacia la parte de la plataforma que daba a la calle Cuarenta, apareció fantasmagórica a lo lejos la caseta de un piso de altura que se había construido para albergar los mecanismos de control del embalse. Los sollozos— agudos desesperados, y en cierto modo amortiguados— parecían venir de algún lugar cercano a aquella construcción. Cuando llegamos a unos quince metros de la caseta, distinguí vagamente el brillo de un cuerpo humano bajo la luz de la luna. Nos acercamos unos pasos, y entonces vi claramente la figura de un muchacho desnudo y arrodillado. Tenía las manos atadas a la espalda y luego a los pies, lo cual le obligaba a mantener la cabeza apoyada contra la superficie de piedra del paseo. Llevaba una mordaza atada detrás de la cabeza, que le mantenía la boca abierta, en un ángulo doloroso. El rostro le brillaba a consecuencia de las lágrimas. Pero estaba vivo y, sorprendentemente, no había nadie con él.

Avancé cauteloso un paso en un intento de ayudar al muchacho, pero Kreizler me agarró del brazo y me obligó a retroceder, a la vez que me susurraba con apremio:

— ¡No, John! Esto es exactamente lo que pretende que hagas.

— ¿Qué?— repliqué, también susurrando—. ¿Cómo sabes que él está…?

Kreizler hizo un movimiento de cabeza, y sus ojos señalaron directamente a lo alto de la caseta de controles.

De pie sobre la azotea de la construcción, y reflejando la suave luz de la luna, se hallaba el mismo individuo calvo que yo había visto en lo alto del Black and Tan de Stephenson, la noche en que habían atacado a Cyrus. Sentí que el corazón me daba un vuelco, pero inmediatamente respiré hondo e intenté conservar la calma.

— ¿Nos habrá visto?— le pregunté a Kreizler.

Los ojos de éste empequeñecieron, pero ninguna otra reacción traicionó que hubiera captado la presencia del otro.

— Por supuesto. La cuestión es si sabrá que nosotros le hemos visto a él.

Casi al instante vino la respuesta. La cabeza desapareció con sorprendente velocidad, como si perteneciera a un animal salvaje. En aquellos momentos el muchacho ya nos había visto, y sus ahogados sollozos se convirtieron en unos sonidos que, aunque incomprensibles como palabras, eran auténticas súplicas de ayuda. La imagen de Joseph apareció de nuevo en mi mente, redoblando mis violentos deseos de avanzar y ayudar al que estaba destinado a ser la siguiente víctima. Pero Kreizler mantuvo su presa sobre mi brazo.

— Aguarda, John— susurró—. Espera.— Kreizler señaló un pequeño portal que conducía del paseo al interior de la caseta de controles—. He estado aquí esta mañana. Hay sólo dos medios para salir de esta caseta. Al paseo, por detrás, o a la calle bajando por un tramo de escaleras. Si él no aparece…

Transcurrió otro minuto sin que hubiera señales de vida en el portal ni en la azotea de la caseta de controles. Kreizler parecía desconcertado.

— ¿Será posible que haya huido?

— Quizás el riesgo de que lo atrapen haya sido superior a sus fuerzas— contesté.

Kreizler sopesó mis palabras y luego observó al sollozante muchacho.

— Está bien— decidió al fin—. Nos acercaremos, pero muy lentamente. Y mantén el revólver a punto.

Los primeros pasos que dimos por aquel trecho de paseo se hicieron tensos y difíciles, como si nuestros cuerpos fueran conscientes y rechazaran el peligro que nuestras mentes habían decidido aceptar. Pero después de avanzar unos tres metros sin atisbar a nuestro enemigo empezamos a movernos con mayor libertad, y llegué a convencerme de que, en efecto, Beecham se había asustado más de lo que imaginaba ante la posibilidad de que le capturásemos, y había huido hacia la calle. De pronto experimenté una fuerte sensación de alegría al pensar que realmente habíamos evitado que se cometiera un asesinato, e incluso me permití una leve sonrisa…

Pura arrogancia, como suele decirse. Justo en el momento en que la satisfacción me hizo aflojar un poco la presa sobre el revólver, una oscura silueta saltó por encima de la reja de hierro que daba al lado exterior del paseo (el que daba a la calle) y me asestó un potente puñetazo en la mandíbula. Percibí un estruendoso chasquido, que ahora sé eran los huesos del cuello y de la cabeza al girar, y a continuación todo fue oscuridad.

No pude permanecer inconsciente durante mucho tiempo, pues las sombras no se habían desplazado significativamente cuando desperté. Sin embargo noté la cabeza tan atontada como si hubiese dormido durante días. A medida que la visión se iba despejando, advertí la presencia de varios dolores, algunos intensos y otros amortiguados, pero todos penetrantes. Estaba el de la mandíbula, por supuesto, y el del cuello. Pero las muñecas me quemaban, y los hombros me dolían espantosamente. Sin embargo, el único dolor realmente insoportable procedía de debajo de la lengua. Gemí mientras intentaba liberar algo de allí debajo, luego escupí sobre el paseo, expulsando un colmillo junto a una enorme cantidad de sangre y saliva. Sentía la cabeza como un sólido bloque de acero, y no podía levantarla más de unos pocos centímetros. Al final me di cuenta de que esto se debía a algo más que al golpe que había recibido: tenía las muñecas atadas a la parte superior de la reja de la parte interna del paseo, y los tobillos igualmente atados a la parte inferior, lo cual hacía que mi cabeza y la parte superior del cuerpo colgaran dolorosamente hacia el pasillo de piedra. Delante de mí, en el suelo del paseo, estaba el revólver que antes había empuñado.

Volví a gemir. Al final conseguí levantar la cabeza y pude distinguir a Kreizler. También estaba atado como yo, aunque parecía ileso y plenamente consciente. Me sonrió.

— ¿Ya te has despertado, John?

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