El Aliento de los Dioses (35 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

BOOK: El Aliento de los Dioses
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Buenas preguntas, desde luego. Buenas preguntas que él, menos que nadie, no debería haberse molestado en plantear. Y, sin embargo, lo hacía.

Todo el camino de regreso al palacio, y durante la cena, e incluso por la noche.

Capítulo 24

Los criados de Siri la rodearon inquietos mientras ella entraba en la caótica sala. Llevaba un vestido azul y blanco con una cola de diez metros. Los sacerdotes y escribas la miraron escandalizados; algunos se pusieron en pie, para hacer una reverencia. Otros se quedaron mirándola al pasar, mientras sus sirvientas se esforzaban por sujetar la cola con dignidad.

Decidida, Siri cruzó la cámara, que era más un pasillo que una habitación. Había largas mesas alineadas contra las paredes, donde los escribas (los de Pahn Kahl de marrón, los de Hallandren con los colores del día) trabajaban en montones de papeles. Las paredes eran, naturalmente, negras. Las habitaciones de colores sólo se hallaban en el centro del palacio, donde el rey-dios y Siri pasaban la mayor parte del tiempo. Separados, por supuesto.

«Aunque las cosas son un poco distintas por la noche», pensó ella sonriendo. Le parecía una gran conspiración estar enseñándole las letras. Tenían un secreto privado, un secreto que implicaba a uno de los hombres más poderosos del mundo. Eso le producía escalofríos. Debería sentirse más preocupada y, en sus momentos más reflexivos, las advertencias de Dedos Azules sí le preocupaban. Por eso había ido a las instalaciones de los escribas.

«No entiendo por qué el dormitorio está aquí —pensó—. Fuera del cuerpo principal del palacio, en la parte negra.» Fuera como fuese, la sección de los sirvientes (excluido el dormitorio del rey-dios) era el último sitio donde los escribas esperaban ser molestados por su reina. Siri advirtió que algunas de sus criadas miraban a los hombres de la sala con expresión de disculpa cuando ella llegó a las puertas del fondo. Un criado le abrió la puerta, y ella entró en la sala.

Un relajado grupo de sacerdotes hojeaba libros en aquella cámara de tamaño medio. Se miraron unos a otros. Uno dejó caer su libro al suelo, sorprendido.

—Quiero algunos libros —pidió Siri.

Los sacerdotes la miraron.

—¿Libros? —preguntó uno por fin.

—Eso he dicho —replicó Siri con firmeza—. Ésta es la biblioteca del palacio, ¿no?

—Bueno, sí, Receptáculo —dijo el sacerdote, mirando a sus compañeros. Todos llevaban las túnicas de su oficio, y los colores de ese día eran violeta y plata.

—Bien, pues me gustaría llevarme algunos libros. Estoy cansada de las diversiones corrientes y dedicaré a leer parte de mi tiempo libre.

—Seguro que estos libros no son los más adecuados —intervino otro sacerdote—. Tratan de temas aburridos como la religión o las finanzas de la ciudad. Sin duda sería preferible un libro de historias.

Siri alzó una ceja.

—¿Y dónde puedo encontrarlo?

—Podríamos hacer que un lector te lo trajera de la biblioteca de la ciudad —contestó el sacerdote, dando un paso adelante—. Sólo será un momento.

La reina vaciló.

—No. Me llevaré uno de los libros de aquí.

—No, no lo harás —dijo una nueva voz desde atrás.

Siri se dio la vuelta. Treledees, sumo sacerdote del rey-dios, se alzaba tras ella, los dedos entrelazados, la mitra en la cabeza, el ceño fruncido.

—No puedes negármelo. Soy tu reina.

—Puedo y lo haré, Receptáculo. Verás, estos libros son muy valiosos, y si les sucediera algo el reino sufriría graves consecuencias. Ni siquiera nuestros sacerdotes pueden sacarlos de la sala.

—¿Qué podría sucederles en el palacio, nada menos?

—Es una regla, Receptáculo. Son propiedad de un dios. Susebron ha dejado claro que desea que los libros se queden aquí.

«Oh, conque eso ha hecho, ¿eh?» Para Treledees y los sacerdotes era muy conveniente tener un dios sin lengua. Los sacerdotes podían decir que les había ordenado esto o aquello, y él no podría desautorizarlos.

—Si es absolutamente necesario que leas esos volúmenes —continuó Treledees—, puedes hacerlo aquí.

Ella contempló la sala y pensó en los envarados sacerdotes rodeándola como un rebaño, atentos a lo que leyera. Si había algo importante en esos volúmenes, encontrarían un modo de distraerla e impedirle encontrarlo.

—Hoy no —dijo Siri, retirándose de la abarrotada sala—. Tal vez en otra ocasión.

* * *

«Te advertí que no te dejarían coger los libros», escribió el rey-dios con su horrible ortografía.

Siri se encogió de hombros y se desplomó en la cama. Todavía iba vestida con su pesado traje de noche. Por algún motivo, poder comunicarse con el rey-dios la volvía aún más tímida. Sólo se quitaba los vestidos justo antes de dormirse, cosa que últimamente hacía cada vez más tarde. Susebron estaba sentado en su sitio de costumbre, no en el colchón, como había hecho la primera noche. Seguía pareciendo igual de grande e imponente. Al menos, hasta que la miraba con rostro franco y sincero. Le hizo señas para que se volviera y escribió en una pizarra con un trozo de carbón que ella le había procurado.

«No deberías enfadar así a los sacerdotes», escribió.

Sacerdotes. Ella había birlado una copa y la había llevado a la habitación. Si la colocaba contra la pared y escuchaba, a veces podía oír débilmente hablar al otro lado. Después de sus gemidos y botes nocturnos, normalmente oía sillas moverse y un puerta cerrarse. Después de eso, en la otra habitación se hacía el silencio.

O bien los sacerdotes se marchaban cada noche cuando estaban seguros de que el hecho estaba consumado, o bien recelaban y trataban de engañarla haciéndola creer que se habían ido. Su instinto le decía lo primero, aunque se aseguraba de hablarle al rey-dios entre susurros, por si acaso.

«¿Siri? —escribió él—. ¿En qué estás pensando?»

—Tus sacerdotes —susurró ella—. ¡Me frustran! Hacen las cosas a propósito para fastidiarme.

«Son buenos hombres —escribió él—. Trabajan muy duro para mantener mi reino.»

—Pues te cortaron la lengua.

El rey-dios permaneció inmóvil unos instantes. «Fue necesario —escribió—. Tengo demasiado poder.»

Ella se acercó. Como de costumbre, él retrocedió, apartándose un poco. No había ninguna arrogancia en su reacción. Siri había empezado a pensar que tenía muy poca experiencia con los contactos físicos.

—Susebron —susurró—. Estos hombres no cuidan de tus mejores intereses. Te cortaron la lengua para poder hablar en tu nombre y hacer lo que les place.

«No son mis enemigos —escribió él, tozudo—. Son buenos hombres.»

—¿Sí? ¿Entonces por qué les ocultas que estás aprendiendo a leer?

Él vaciló de nuevo, miró hacia abajo.

«Tanta humildad en alguien que ha gobernado Hallandren durante cincuenta años es increíble —pensó ella—. En muchos aspectos, es como un niño.»

«No quiero que lo sepan —escribió él por fin—. No quiero molestarlos.»

—Estoy segura —dijo ella secamente.

Él vaciló.

«¿Estás segura? ¿Significa eso que me crees?»

—No. Era sarcasmo, Susebron.

Él frunció el ceño. «No conozco esa cosa. Sarca…»

—Sar-cas-mo —silabeó ella—. Es… es cuando dices una cosa, pero realmente significa lo contrario.

Él la miró con el ceño fruncido, y entonces borró furioso su pizarra y empezó a escribir de nuevo. «Eso no tiene sentido. ¿Por qué no decir lo que quieres?»

—Porque. Es como… oh, no sé. Es una forma de hacerte el listo cuando te burlas de la gente.

«¿Burlarse de la gente?», escribió él.

«¡Dios de los colores!», pensó Siri, tratando de decidir cómo explicarse. Le parecía ridículo que él no supiera nada de burlas. Y, sin embargo, había vivido toda su vida como reverenciada deidad y monarca.

—Una burla es cuando dices las cosas para mofarte. Cosas que podrían ser dañinas para alguien si las dices con furia, pero las dices de un modo afectuoso o juguetón. A veces sólo lo dices para ser malo. El sarcasmo es una de las formas de burla… decimos lo contrario, pero de un modo exagerado.

«¿Cómo sabes si la persona es afectuosa, juguetona o mala?»

—No lo sé. Es la forma en que se dice, supongo.

El rey-dios parecía confuso, pero pensativo. «Eres muy normal», escribió por fin.

Siri frunció el ceño.

—Um. Gracias.

«¿Fue un buen sarcasmo? —escribió él—. Porque en realidad eres bastante extraña.»

Ella sonrió.

—Lo intento lo mejor que puedo.

Él alzó la cabeza.

—Era otro sarcasmo —explicó Siri—. No «intento» ser extraña. Sucede sin más.

Él la miró. ¿Cómo había tenido alguna vez miedo de ese hombre? La expresión de sus ojos no era arrogancia ni falta de emoción. Era la mirada de un hombre que intentaba comprender el mundo que lo rodeaba. Era inocencia. Era seriedad.

Sin embargo, no era tonto. La velocidad con que había aprendido a escribir lo demostraba. Cierto, ya comprendía la versión hablada del lenguaje, y había memorizado las letras del libro años antes de conocerla. Ella sólo tuvo que explicarle las reglas de ortografía y sonido para que diera el salto final.

A ella todavía le resultaba sorprendente lo rápido que él captaba las cosas. Le sonrió, y él le devolvió la sonrisa, vacilante.

—¿Por qué dices que soy extraña?

«No haces cosas como los demás. Todos se inclinan ante mí todo el tiempo. Nadie me habla. Incluso los sacerdotes, solo me dan instrucciones de vez en cuando… y no lo hacen desde hace años.»

—¿Te ofende que no me incline, y que te hable como una amiga?

Él borró su pizarra. «¿Ofenderme? ¿Por qué iba a ofenderme? ¿Lo haces con sarcasmo?»

—No. Me gusta hablar contigo.

«Entonces no comprendo.»

—Todos te tienen miedo. Por lo poderoso que eres.

«Pero me quitaron la lengua para que fuera seguro.»

—No es tu aliento lo que les asusta. Es tu poder sobre pueblos y ejércitos. Eres el rey-dios. Podrías ordenar matar a cualquiera del reino.

«¿Pero por qué iba yo a hacer eso? Yo no mataría a una buena persona. Deben saberlo.»

Siri se recostó en la mullida cama, mientras el fuego chisporroteaba en la chimenea.

—Eso lo sé ahora —dijo—. Pero no lo sabe nadie más. No te conocen, sólo saben lo poderoso que eres. Por eso te temen. Y por eso muestran su respeto hacia ti.

Él vaciló. «¿Y entonces tú no me respetas?»

—Pues claro que sí —suspiró ella—. Nunca he sido muy buena a la hora de seguir las reglas. De hecho, si alguien me dice lo que tengo que hacer, suelo querer hacer lo contrario.

«Eso es muy extraño. Yo creía que toda la gente hacía lo que le dicen.»

—Creo que descubrirás que la mayoría no lo hace —dijo ella, sonriendo.

«Eso te meterá en problemas.»

—¿Eso es lo que los sacerdotes te enseñaron?

Él negó con la cabeza. Entonces extendió la mano y cogió su libro. El libro de cuentos para niños. Lo llevaba siempre consigo, y por la forma reverente con que lo tocaba ella vio que lo valoraba muchísimo.

«Probablemente es su única posesión real —pensó—. Todo lo demás se lo quitan cada día, y lo sustituyen a la semana siguiente.»

«Este libro —escribió él—. Mi madre me leía sus cuentos cuando era niño. Los memoricé todos, antes de que se la llevaran. Habla de muchos niños que no hacen lo que se les dice. A menudo los devoran monstruos.»

—¿Ah, sí? —sonrió Siri.

«No tengas miedo. Mi madre me enseñó que los monstruos no son de verdad. Pero recuerdo las lecciones que enseñaban los cuentos. Obedecer es bueno. Hay que tratar bien a la gente. No entres en la jungla solo. No mientas. No le hagas daño a los demás.»

Siri sonrió. Todo lo que él había aprendido provenía de cuentos moralistas o de los sacerdotes que le enseñaban a ser una figura simbólica. Sabiendo eso, no era difícil comprender al hombre sencillo y sincero en que se había convertido.

Sin embargo, ¿qué le había instado a desafiar ese aprendizaje y pedirle a ella que le enseñara? ¿Por qué estaba dispuesto a mantener su aprendizaje en secreto a esos hombres que le habían enseñado que debía obedecer y confiar? No era tan inocente como parecía.

—Esos cuentos —dijo ella—. Deseas tratar bien a la gente. ¿Es eso lo que te impidió tomarme cuando vine por primera vez a esta habitación?

«¿Tomarte? No comprendo.»

Siri se ruborizó, y el cabello se le volvió rojo a la par.

—Quiero decir, ¿por qué te quedaste ahí sentado?

«Porque no sabía qué hacer. Sabía que teníamos que tener un hijo. Así que esperé a que sucediera. Deberíamos hacer algo más, porque no ha llegado ningún hijo.»

Siri vaciló, luego parpadeó.

—¿No sabes cómo tener hijos?

«En las historias —escribió— un hombre y una mujer pasan la noche juntos. Nosotros hemos pasado muchas noches juntos, pero no hay ningún niño.»

—¿Y nadie, ninguno de tus sacerdotes, te ha explicado el proceso?

«No. ¿A qué proceso te refieres?»

Siri guardó silencio un instante. No, pensó, sintiendo que se ruborizaba todavía más. «No puedo explicarle eso.»

—Lo hablaremos en otro momento.

«Fue una experiencia muy extraña cuando entraste en la habitación la primera noche. Debo admitir que estaba muy asustado.»

Siri sonrió al recordar su propio terror. Ni siquiera se le había ocurrido que él pudiera sentir lo mismo. A fin de cuentas, era el rey-dios.

—¿Entonces nunca te han llevado con otra mujer? —preguntó, señalando la cama con un dedo.

«No. Me resultó muy interesante verte desnuda.» Ella volvió a ruborizarse, aunque su pelo al parecer había decidido quedarse rojo.

—No estamos hablando de eso ahora. Quiero saber de otras mujeres. ¿Ninguna amante? ¿Ninguna concubina?

«No.»

—Sí que tienen miedo de que tengas un hijo.

«¿Por qué dices eso? Te enviaron a ti, ¿no?»

—Sólo después de cincuenta años de gobierno. Y sólo bajo circunstancias muy controladas, con el linaje adecuado para producir un hijo con la sangre adecuada. Dedos Azules piensa que ese niño podría ser un peligro para nosotros.

«No comprendo por qué. Es lo que quiere todo el mundo. Tiene que haber un heredero.»

—¿Por qué? Sigue pareciendo que apenas tienes veinte años. Tu biocroma retrasa tu envejecimiento.

«Sin heredero, el reino corre peligro. Si me matan, no habrá nadie para gobernar.»

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