El Aliento de los Dioses (37 page)

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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

BOOK: El Aliento de los Dioses
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Las dos cosas parecían contradecirse. Creer que Joyas estaba equivocada la colocaba por encima de la mujer. Pero aceptar lo que decía era negar el austrismo. Alguien podría haberse reído de su dilema, pero Vivenna siempre había intentado ser devota.

Y necesitaba estricta devoción para sobrevivir en la pagana Hallandren.

Pagana. ¿No se situaba ella por encima de Hallandren al llamarla así? Pero lo era. No podía aceptar que los Retornados fueran verdaderos dioses. Parecía que creer en cualquier fe era volverse arrogante.

Tal vez se merecía las cosas que le había dicho Joyas.

Alguien se acercó. Vivenna se volvió cuando Denth abrió la puerta y salió al balcón.

—Hemos vuelto —anunció.

—Lo sé —dijo ella, contemplando la ciudad y su miríada de luces—. Os percibí entrar en el edificio hace un ratito.

Él soltó una risita.

—Había olvidado que tienes suficiente aliento, princesa. Nunca lo usas.

«Excepto para percibir cuándo hay gente cerca —pensó ella. Pero no puedo evitarlo, ¿no?»

—Reconozco esa expresión de frustración —advirtió Denth—. ¿Todavía te preocupa que el plan no funcione lo bastante rápido?

Ella negó con la cabeza.

—No es eso, Denth.

—No debería haberte dejado tanto tiempo a solas con Joyas. Espero que no te diera demasiados mordiscos.

Vivenna no respondió. Finalmente, suspiró y se volvió hacia él.

—¿Cómo fue la misión?

—Perfectamente. Cuando dimos el golpe en la tienda, nadie nos vio. Considerando los guardias que ponen cada noche, deben de sentirse bastante estúpidos por haber sido robados a plena luz del día.

—Sigo sin comprender de qué servirá. ¿Una tienda de especias de un mercader?

—No una sola tienda —dijo Denth—. Sus tiendas. Arruinamos o robamos todos los barriles de sal de la bodega. Es uno de los tres únicos hombres que almacenan sal en gran cantidad: los demás mercaderes de especias le compran a esos tres.

—Sí, pero sal… ¿Cuál es el objetivo?

—¿Hizo mucho calor hoy?

Vivenna se encogió de hombros.

—Bastante.

—¿Qué le pasa a la carne cuando hace calor?

—Se pudre —dijo Vivenna—. Pero no tienen que usar sal para conservar la carne. Pueden usar…

—¿Hielo? —repuso Denth, riendo—. No aquí abajo, princesa. Si quieres conservar carne, la salas. Y si quieres que un ejército lleve pescado desde el mar Interior para atacar un lugar tan lejano como Idris…

Ella sonrió.

—Los ladrones que nos ayudan se llevarán la sal —dijo Denth—. A reinos lejanos, donde podrán venderla abiertamente. Para cuando estalle la guerra, la Corona tendrá verdaderos problemas para suministrar carne a sus hombres. Es sólo otro pequeño golpe, pero se van acumulando.

—Gracias.

—No nos des las gracias. Sólo páganos.

Ella asintió. Guardaron silencio un momento, mientras contemplaban la ciudad.

—¿Cree de verdad Joyas en los Tonos Iridiscentes? —preguntó por fin Vivenna.

—Tan apasionadamente como a Tonk Fah le gusta dormir —contestó Denth. La miró—. No se te ha ocurrido desafiarla, ¿no?

—Más o menos.

Él silbó.

—¿Y todavía estás en pie? Tendré que darle las gracias por su contención.

—¿Cómo puede creer en eso? —dijo Vivenna.

Denth se encogió de hombros.

—A mí me parece una religión bastante buena. Quiero decir, puedes ir y ver a sus dioses. Hablar con ellos, verlos brillar. No es tan difícil de comprender.

—Pero está trabajando para una idriana. Trabaja para minar la capacidad bélica de sus propios dioses. Lo que derribamos hoy era el carruaje de un sacerdote.

—Y bastante importante, por cierto —rio Denth—. Ay, princesa, es un poco difícil de comprender. Es la forma de pensar de los mercenarios. Nos pagan para que hagamos cosas, pero no somos nosotros las que las hacemos. Eres tú quien las hace. Sólo somos tus herramientas.

—Herramientas que trabajan contra los dioses de Hallandren.

—Ése no es motivo para dejar de creer en ellos. No mezclamos el trabajo con nuestra vida privada. Tal vez sea eso lo que hace que la gente nos odie tanto. No comprenden que si matamos a un amigo en el campo de batalla, no significa que seamos crueles o indignos de confianza. Hacemos aquello para lo que nos pagan. Igual que cualquiera.

—Es diferente —dijo Vivenna.

Denth se encogió de hombros.

—¿Crees que el refinador piensa alguna vez que el hierro que purifica puede acabar en una espada que mate a un amigo suyo?

La princesa contempló las luces de la ciudad y pensó en toda aquella gente, con todas sus diferentes creencias, sus diferentes modos de pensar, sus diferentes contradicciones. Tal vez no era la única que se esforzaba por creer dos cosas aparentemente opuestas al mismo tiempo.

—¿Y tú, Denth? —preguntó—. ¿Eres hallandrense?

—Dioses, no.

—¿Entonces en qué crees?

—No he creído mucho. No desde hace mucho tiempo.

—¿Y tu familia? ¿En qué creían?

—Toda mi familia está muerta. Creían en una fe que casi todo el mundo ha olvidado ya. Nunca me uní a ellos.

Vivenna frunció el ceño.

—Tienes que creer en algo. Si no en una religión, en alguien. Un modo de vivir.

—Lo hice, una vez.

—¿Siempre tienes que responder de forma tan vaga?

Él la miró.

—Sí —dijo—. Excepto, tal vez, a esa pregunta.

Ella puso los ojos en blanco.

Denth se apoyó contra la barandilla.

—Las cosas en que creía, no sé si tenían sentido, ni si te interesa saber de ellas.

—Dices que sólo te interesa el dinero —contestó ella—. Pero no lo creo. He visto los libros de cuentas de Lemex. No te pagaba tanto, al menos no tanto como yo creía. Y, si hubieras querido, podrías haber atacado el carruaje de ese sacerdote para llevarte el dinero. Podrías haber robado el doble tan fácilmente como la sal.

Él no respondió.

—No sirves a ningún reino ni rey —continuó ella—. Eres mejor espadachín que un simple guardaespaldas… sospecho que mejor que casi nadie, si puedes impresionar a un jefe de los bajos fondos con tu habilidad. Podrías tener fama y premios si decidieras convertirte en duelista deportivo. Dices obedecer a tu jefe, pero das las órdenes más a menudo que las tomas… y además, ya que no te importa el dinero, eso de ser el empleado es sólo una fachada.

Se detuvo.

—De hecho, la única que vez que te he visto expresar una chispa de emoción es respecto a ese hombre, Vasher. El de la espada.

Mientras ella pronunciaba el nombre, Denth se tensó.

—¿Quién eres? —preguntó Vivenna.

Denth se volvió hacia ella, la mirada dura, demostrándole, una vez más, que el hombre jovial que mostraba al mundo era una máscara. Suavidad para cubrir la piedra interior.

—Soy un mercenario.

—Muy bien, pero ¿quién eres?

—No quieras saber la respuesta a eso —dijo él. Y se marchó, dejándola a solas en el oscuro balcón de madera.

Capítulo 26

Sondeluz despertó y de inmediato se levantó. Se desperezó y sonrió.

—Precioso día —comentó.

Sus sirvientes esperaban en los lados de la habitación, mirándolo inseguros.

—¿Qué ocurre? —preguntó, extendiendo los brazos—. Venga, vamos a vestirnos.

Todos se apresuraron a atenderlo.

Llarimar entró poco después. Sondeluz a menudo se preguntaba a qué hora se despertaba, ya que cada mañana, cuando él se levantaba, Llarimar estaba siempre allí.

El sacerdote lo miró alzando una ceja.

—Se os ve muy animado esta mañana, divina gracia.

Sondeluz se encogió de hombros.

—Me ha parecido que era hora de levantarse.

—Una hora antes que de costumbre.

El dios ladeó la cabeza mientras los criados le abrochaban las cintas de la túnica.

—¿De veras?

—En efecto, divina gracia.

—Qué curioso. —Hizo un gesto a sus criados para que se retiraran.

—¿Repasamos vuestros sueños, pues? —preguntó Llarimar.

Sondeluz vaciló, una imagen destellando en su cabeza. Lluvia. Tempestad. Tormentas. Y una brillante pantera roja.

—No —respondió, y se dirigió hacia la puerta.

—Divina gracia…

—Hablaremos de los sueños en otra ocasión, Veloz. Tenemos trabajo más importante que hacer.

—¿Trabajo?

Sondeluz sonrió. Llegó a la puerta y se volvió.

—Quiero volver al palacio de Mercestrella.

—¿Para qué?

—Pues no lo sé —dijo Sondeluz alegremente.

Llarimar suspiró.

—Muy bien, divina gracia. Pero ¿podemos repasar al menos algunas obras de arte? Hay gente que ha pagado lo suyo por conseguir vuestra opinión, y algunos esperan ansiosamente oír qué opináis de sus obras.

—Está bien —rezongó Sondeluz—. Pero que sea rápido.

* * *

Sondeluz contempló la pintura.

Rojo sobre rojo, tonos tan sutiles que el pintor debía de tener al menos la Primera Elevación. Rojos violentos, terribles, que chocaban unos contra otros como olas… olas que sólo vagamente parecían hombres, y que, sin embargo, conseguían transmitir la idea de ejércitos combatiendo mucho mejor de lo que podría haberlo hecho una escena realista.

Caos. Heridas ensangrentadas en uniformes ensangrentados y piel ensangrentada. Había mucha violencia en el rojo. Su propio color. Sondeluz sintió como si formara parte del cuadro, sintió su torbellino sacudiéndolo, desorientándolo, atrayéndolo. Las oleadas humanas señalaban a una figura en el centro. Una mujer, vagamente perfilada por un par de pinceladas, que se alzaba en la cresta de dos olas de soldados colisionando, capturada en mitad del movimiento, la cabeza echada atrás, el brazo en alto.

Empuñaba una espada negra que oscurecía el cielo rojo a su alrededor.

—La Batalla de las Cataratas del Crepúsculo —dijo Llarimar en voz baja, de pie junto a él en el pasillo blanco—. El último conflicto de la Multiguerra.

Sondeluz asintió. Lo sabía, de algún modo. Los rostros de muchos soldados estaban teñidos de gris. Eran sinvida. En la Multiguerra se les había utilizado por primera vez en gran número en los campos de batalla.

—Sé que no os agradan las escenas bélicas —se excusó Llarimar—. Pero…

—Me gusta —lo cortó Sondeluz—. Me gusta mucho.

El sacerdote guardó silencio.

El dios contempló el cuadro con sus fluidos rojos, tan expresivos que comunicaban una sensación de guerra, más que sólo una imagen.

—Puede que sea la mejor pintura que ha pasado por mi sala.

Los sacerdotes al otro lado de la habitación empezaron a escribir furiosamente. Llarimar sólo miró alrededor, preocupado.

—¿Qué pasa? —preguntó Sondeluz.

—Nada.

—Veloz…

El sacerdote suspiró.

—No puedo hablar, divina gracia. No debo interferir en vuestra impresión de las pinturas.

—Últimamente varios dioses han estado formulando juicios favorables de pinturas de guerra, ¿eh? —dijo Sondeluz, contemplando la obra de arte.

Llarimar no respondió.

—Probablemente no sea nada —continuó Sondeluz—. Sólo nuestra respuesta a esas discusiones en la corte, supongo.

—Probablemente.

Sondeluz sabía que para Llarimar, él no sólo daba una impresión sobre una obra de arte, sino que estaba prediciendo el futuro. ¿Qué auguraba que le gustara una representación de la guerra con colores tan vibrantes y brutales? ¿Era una reacción a sus sueños? Pero la noche anterior, por fin, no había soñado con la guerra. Había soñado con una tormenta, cierto, pero no era lo mismo.

No debería haber hablado, pensó. Sin embargo, emitir opiniones sobre arte parecía lo único verdaderamente importante que hacía.

Contempló la pintura, cada figura sólo un par de pinceladas triangulares. Era hermosa. ¿Podía ser hermosa la guerra? ¿Cómo podía encontrar belleza en esas caras grises, en los sinvida que mataban a hombres de carne y hueso? Esa batalla ni siquiera había significado nada. No había decidido el resultado de la guerra, aunque el líder de la Unidad Panh (los reinos aliados contra Hallandren) había muerto en su transcurso. La diplomacia había puesto fin a la Multiguerra, no el derramamiento de sangre.

«¿Estamos pensando en empezar de nuevo? —pensó Sondeluz, todavía transfigurado por la belleza—. ¿Lo que hago va a desembocar en la guerra? No —se contestó—. Sólo me muestro cauteloso. Ayudo a Encendedora a consolidar una opción política. Mejor que dejar que las cosas pasen por mi vera.» La Multiguerra había empezado porque la familia real no había tenido cuidado.

El cuadro continuaba llamándole la atención.

—¿Qué espada es ésa? —preguntó.

—¿Espada?

—La negra. En la mano de la mujer.

—Yo… yo no veo ninguna espada, divina gracia —dijo Llarimar—. La verdad, tampoco veo a ninguna mujer. Para mí sólo son pinceladas sin ton ni son.

—Lo has llamado la Batalla de las Cataratas del Crepúsculo.

—Es el título de la obra, divina gracia. Supuse que estabais tan confuso por ella como yo, así que pensé que él título os aclararía algo.

Los dos guardaron silencio. Finalmente, Sondeluz se volvió y se alejó.

—Fin de las críticas de arte por hoy. —Vaciló un instante—. No queméis esa pintura. Guardadla para mi colección.

Llarimar asintió.

Mientras salía del palacio, Sondeluz trató de animarse, y lo consiguió, aunque el recuerdo de aquella terrible y hermosa escena lo acompañó, mezclado con los recuerdos de su último sueño, aquella tempestad de vientos encontrados.

Pero ni siquiera eso pudo enturbiar su buena disposición. Algo había cambiado. Algo le emocionaba. Se había producido un asesinato en la Corte de los Dioses. No sabía por qué eso le parecía tan intrigante. En todo caso, debería parecerle trágico o inquietante. A lo largo de su vida siempre se lo habían dado todo hecho: respuesta a sus preguntas, diversión para saciar sus caprichos. Casi por accidente, se había convertido en un glotón. Sólo dos cosas se le habían negado: conocimiento de su pasado y libertad para salir de la corte.

Ninguna de esas restricciones iba a cambiar pronto. Pero allí, dentro de la corte, donde existía absoluta seguridad y comodidad, algo había salido mal. Una nimiedad. Algo que la mayoría de los Retornados ignoraban y que a nadie le importaba. Nadie quería preocuparse. ¿Quién, por tanto, podía poner pegas a las preguntas de Sondeluz?

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