Pensé con cierta petulancia: «otra broma con el material plástico: ¿qué esperará el señor Heng que yo escriba ahora?», pero cuando salí a place Garnier fui consciente, por la espesa nube de humo, de que no se trataba de ninguna broma. El humo procedía de los coches que estaban ardiendo en el aparcamiento frente al teatro nacional, había restos de coches esparcidos por toda la plaza, y un hombre sin piernas se retorcía al final de los jardines ornamentales. Se agolpaba la gente que venía de la rue Catinat, del boulevard Bonnard. Las sirenas de los coches de la policía, las campanas de las ambulancias y los bomberos se unían contra mis afectados tímpanos. Había olvidado por un momento que Phuong debía estar en el establecimiento de productos lácteos al otro lado de la plaza. El humo estaba en medio. No se podía ver nada.
Me dirigí a la plaza y un policía me detuvo. Habían formado un cordón rodeándola para impedir que aumentara el gentío, y ya estaban empezando a aparecer las camillas. Le imploré al policía que tenía delante:
—Déjeme pasar. Tengo una amiga…
—Atrás —dijo—. Aquí todo el mundo tiene amigos.
Se hizo a un lado para dejar pasar a un cura, y yo intenté seguir al cura, pero me empujó hacia atrás.
—Soy de la prensa —le dije, mientras buscaba en vano el billetero en el que tenía la tarjeta, pero no la encontré: ¿había salido ese día sin ella?
—Dígame al menos qué ha ocurrido con el establecimiento de productos lácteos —le dije.
El humo se estaba disipando e intenté ver algo, pero la multitud que había en medio era demasiado grande. Dijo algo que no pude captar.
—¿Qué ha dicho?
Repitió:
—No sé. Apártese. Está bloqueando las camillas.
¿Se me habría caído el billetero en el Pavilion? Me di la vuelta y allí estaba Pyle.
—Thomas —exclamó.
—Pyle —le dije—, por el amor de Dios, ¿dónde está su pase de la Legación? Tenemos que llegar al otro lado. Phuong está en ese establecimiento.
—No, no —dijo.
—Pyle, sí está. Siempre va ahí. A las once y media. Tenemos que encontrarla.
—No está ahí, Thomas.
—¿Cómo lo sabe? ¿Dónde está su tarjeta?
—Le advertí que no fuera.
Me volví hacia el policía, con la intención de empujarlo a un lado y echar a correr a través de la plaza: podía dispararme, pero no me importaba —y entonces fue cuando la palabra «advertí» entró en mi consciencia—. Cogí a Pyle por el brazo.
—¿Advertir? —le dije—, ¿qué quiere decir con «advertir»?
—Le dije que no viniera por aquí a lo largo de la mañana.
Todo encajó en mi mente.
—¿Y Warren? —le dije—. ¿Quién es Warren? Fue el que advirtió a aquellas chicas también.
—No entiendo.
—No debía haber ningún herido norteamericano, ¿verdad?
Una ambulancia se abrió camino por la rue Catinat hacia la plaza y el policía que me había detenido a mí se echó a un lado para dejarla pasar. El policía que había a su lado estaba enzarzado en una discusión. Empujé a Pyle hacía adelante, y entramos en la plaza antes de que nos pudieran detener.
Nos encontramos en medio de una congregación de lamentos. La policía podía evitar que entraran otros en la plaza, pero se veían incapaces de despejarla de supervivientes y de los primeros curiosos que llegaron. Los médicos estaban demasiado ocupados para atender a los muertos, de modo que los muertos quedaban a disposición de sus propietarios, porque se puede poseer a los muertos como se posee una silla. Había una mujer sentada en el suelo con lo que quedaba de su bebé en el regazo; con una especie de pudor lo había cubierto con su sombrero de campesina, hecho de paja. Estaba tranquila y en silencio, y lo que más me impresionó de la plaza fue el silencio. Era como una iglesia que había visitado una vez durante la misa —los únicos ruidos procedían de los que realizaban algún servicio, excepto donde había algún europeo, aquí y allá, que lloraba e imploraba, para refugiarse de nuevo en el silencio, como si se sintiera avergonzado por la modestia, la paciencia y el sentido de la corrección del Oriente—. El torso sin piernas en el borde del jardín todavía se retorcía, como un pollo que ha perdido la cabeza. Por la camisa que llevaba aquel hombre, probablemente debía de ser conductor de
trishaws
.
—Es terrible —dijo Pyle.
Se miró los zapatos húmedos y preguntó con voz de enfermo:
—¿Qué es esto?
—Sangre —le contesté—. ¿Nunca la había visto antes?
—Debo limpiármelos antes de que me vea el ministro —dijo.
No creo que supiera lo que decía. Estaba contemplando la guerra de verdad por primera vez: la travesía río abajo hasta Phat Diem había sido como un sueño infantil, y en cualquier caso los soldados no contaban a sus ojos.
Lo forcé, colocándole la mano en el hombro, a que echara un vistazo a lo que tenía a su alrededor. Le dije:
—Éste es el momento en que la plaza está siempre llena de mujeres y niños, es la hora de la compra. ¿Por qué elegir ésta entre todas las horas?
—Iba a haber un desfile —dijo débilmente.
—Y tenía usted la esperanza de cazar a unos cuantos coroneles. Pero el desfile se suspendió ayer, Pyle.
—No lo sabía.
—¡No lo sabía!
Lo empujé hacia un charco de sangre, donde antes había estado una camilla.
—Debería estar mejor informado.
—Yo estaba fuera de la ciudad —dijo, mirándose los zapatos—. Deberían haberlo suspendido.
—¿Y perderse la diversión? —le pregunté—, ¿acaso espera usted que el general Thé se perdiera una cosa así? Esto es mejor que un desfije. Las mujeres y los niños constituyen noticias, mientras que los soldados no, en una guerra. Esto impactará a la prensa de todo el mundo. Ha conseguido usted colocar al general Thé en el mapa perfectamente, Pyle. Ha conseguido la Tercera Fuerza y la democracia nacional, ahí están, en su zapato derecho. Váyase a casa con Phuong y háblele de estos muertos heroicos suyos… hay algunas docenas menos de su pueblo de las que preocuparse.
Un cura gordo y bajo pasó con rapidez a nuestro lado, llevando algo en un plato cubierto por una servilleta. Pyle había estado en silencio durante largo rato, y yo no tenía nada más que decir. Realmente ya había dicho demasiado. Parecía blanco y derrotado, como si se fuera a desmayar, y pensé: ¿de qué vale?, siempre será inocente, no puede echarse la culpa a los inocentes, no tienen nunca la culpa. Todo lo que puede hacerse es controlarlos o eliminarlos. La inocencia es un tipo de locura.
—Thé no habría hecho esto —dijo—. Estoy seguro de que no lo habría hecho. Alguien lo engañó. Los comunistas…
Tenía una armadura impenetrable de buenas intenciones y de ignorancia. Lo dejé de pie en la plaza y seguí rue Catinat arriba hacia donde la catedral, de un horroroso color rosado, bloqueaba el paso. Ya estaba llegando la gente a ella en multitud: para ellos debía ser un consuelo poder rezar por los muertos a los muertos.
Al contrario que ellos, yo tenía motivos para estar agradecido, pues ¿no seguía Phuong con vida?, ¿no la habían «advertido»? Pero lo que recordaba era el torso de la plaza, el bebé en el regazo materno. A ellos no les habían «advertido»: no habían sido lo suficientemente importantes. Y si el desfile hubiera tenido lugar, ¿no habrían estado de todas formas allí, por curiosidad, para ver a los soldados, para oír a los oradores y tirar flores? Una bomba de cien kilos no distingue. ¿Cuántos coroneles muertos justifican la muerte de un niño o de un conductor de
trishaws
cuando se está construyendo un frente democrático nacional? Detuve un
trishaw
a motor y le pedí al conductor que me llevara al Quai Mytho.
Le había dado dinero a Phuong para que se llevara a su hermana al cine, de forma que estuviera con toda seguridad fuera de casa. Salí a cenar con Domínguez y a las diez en punto, cuando llegó Vigot, ya estaba yo en mi habitación esperándolo. Se disculpó por no tomar un trago —dijo que estaba demasiado cansado y que un trago le daría sueño—. Había sido un día muy largo.
—¿Asesinatos y muertes repentinas?
—No. Pequeños robos. Y unos cuantos suicidios. A esta gente le encanta jugar y cuando lo han perdido todo se matan. Quizá nunca me habría hecho policía si hubiera sabido el tiempo que iba a tener que pasar en los depósitos. No me gusta el olor del amoniaco. Quizá después de todo le acepte una cerveza.
—Me temo que no tengo nevera.
—Al contrario que el depósito. ¿Un poquito de whisky inglés, entonces?
Me acordé de la noche en que había bajado al depósito con él y habían sacado el cuerpo de Pyle como si fuera una bandeja con cubitos de hielo.
—¿Así que no se vuelve a casa? —me preguntó.
—¿Ha estado investigando?
—Sí.
Le alcancé el whisky de manera que pudiera ver que yo tenía los nervios tranquilos.
——Vigot, me gustaría que me dijera por qué cree usted que yo estoy implicado en la muerte de Pyle. ¿Es porque tenía algún motivo en concreto?, ¿que quería recuperar a Phuong?, ¿o se imagina usted que fue venganza por haberla perdido?
—No. No soy tan estúpido. Uno no se lleva un libro de un enemigo como recuerdo. Ahí está en su estantería.
El papel de Occidente
. ¿Quién es ese York Harding?
—Es el hombre que usted está buscando, Vigot. Él mató a Pyle… a larga distancia.
—No comprendo.
—Se trata de una clase superior de periodista… los llaman corresponsales diplomáticos. Tienen una idea y entonces alteran toda la situación para que encaje con esa idea. Pyle llegó aquí con la cabeza llena de las ideas de York Harding. Éste había estado aquí durante una semana en un viaje que hizo de Bangkok a Tokio. Pyle cometió el error de poner en práctica sus ideas. Harding había escrito sobre una Tercera Fuerza. Pyle la formó… un bandidillo barato con dos mil hombres y un par de tigres domesticados. Se vio atrapado.
—¿A usted nunca le pasó, verdad?
—He intentado que no ocurriera.
—Pero no lo consiguió, Fowler.
No sé por qué pensé en el capitán Trouin y en aquella noche que parecía haber sucedido hacía años en el fumadero de opio de Haiphong. ¿Qué fue lo que dijo?, algo relativo a que todos nos veíamos implicados más tarde o más temprano en un momento de emoción.
—Habría sido usted un buen cura, Vigot. ¿Qué es lo que tiene usted que hace tan fácil la confesión… si hubiera algo que confesar?
—Nunca he querido ninguna confesión.
—¿Pero las ha recibido?
—De vez en cuando.
—¿Se debe eso a que su trabajo requiere, como el de un cura, no escandalizarse, sino mostrarse comprensivo? «Señor policía, tengo que contarle exactamente por qué le destrocé el cráneo a la anciana.» «Sí, Gustave, tómese su tiempo y cuénteme por qué lo hizo».
—Tiene usted una imaginación caprichosa. ¿No bebe, Fowler?
—¿No es muy arriesgado que un criminal esté bebiendo con un oficial de la policía?
—Nunca he dicho que fuera usted un criminal.
—Pero suponga que la bebida despertara hasta en mí el deseo de confesar. No hay secretos de confesión en su profesión.
—El secreto rara vez tiene importancia para el hombre que confiesa: incluso cuando lo hace con un cura. Tiene otras razones.
—¿Purificarse?
—No siempre. A veces sólo quiere verse con claridad tal como es. A veces es sólo porque está harto de engaños. No es usted un criminal, Fowler, pero me gustaría saber por qué me mintió. Usted vio a Pyle la noche en que murió.
—¿Qué le hace pensar eso?
—No creo ni por un momento que usted lo matara. Difícilmente habría usado usted una bayoneta llena de herrumbre.
—¿Herrumbre?
—Ésa es la clase de detalles que obtenemos de una autopsia. Sin embargo, ya le dije que ésa no fue la causa de la muerte. El barro de Dakow.
Me extendió el vaso para que le sirviera otro whisky.
—Veamos: ¿Se tomó usted una copa en el Continental a las seis y diez?
—Sí.
—¿Y a las seis cuarenta y cinco estaba usted hablando con otro periodista en la puerta del Majestic?
—Sí, Wilkins. Ya le he dicho todo eso antes, Vigot. Aquella noche.
—Sí. Lo he comprobado todo desde entonces. Es maravilloso cómo puede recordar detalles tan nimios.
—Soy reportero, Vigot.
—Quizá las horas no sean muy exactas, pero nadie puede culparle, claro, si se entretuvo un cuarto de hora aquí y diez minutos allá. No tenía usted motivos para pensar que el tiempo era importante. Realmente habría sido sospechoso si lo hubiera recordado todo con perfecta exactitud.
—¿No ha sido así?
—No exactamente. Fue a las siete menos cinco cuando habló usted con Wilkins.
—Unos diez minutos.
—Desde luego. Como le he dicho. Y acababan de dar las seis cuando llegó usted al Continental.
—Mi reloj está siempre un poco adelantado —le dije—, ¿qué hora tiene usted ahora?
—Las diez y ocho.
—Las diez y dieciocho por el mío. Ya ve.
No se molestó en mirar. Dijo:
—Entonces la hora en que usted dijo que habló con Wilkins fue unos veinticinco minutos antes de la real… por su reloj. Se trata de una diferencia notable, ¿no?
—Quizá hice un reajuste de la hora mentalmente. Quizá aquel día había puesto el reloj en buena hora. A veces hago eso.
—Lo que me interesa —dijo Vigot— (¿puede ponerme un poco más de soda?… me lo ha servido muy fuerte) es que usted no se enfade en modo alguno conmigo. No es muy agradable que le pregunten a uno como le estoy preguntando yo a usted.
—Lo encuentro interesante, como una novela policíaca. Y, después de todo, usted sabe que yo no maté a Pyle… usted mismo lo ha dicho.
—Sé que no estaba usted presente cuando lo asesinaron —dijo Vigot.
—No sé lo que espera usted demostrar al indicar que me equivoqué diez minutos aquí y cinco allí.
—Ofrece cierto espacio —dijo Vigot— un pequeño lapso de tiempo.
—¿Espacio para qué?
—Para que Pyle se reuniera con usted.
—¿Por qué tiene tanto interés en probar eso?
—Por el perro —dijo Vigot.
—¿Y el barro que tenía en las patas?
—No era barro. Era cemento. Entiende, aquella noche, cuando estaba siguiendo a Pyle, pisó cemento fresco. Me acordé de que en la planta baja de su apartamento había alhamíes trabajando… todavía están trabajando. Pasé a su lado esta noche cuando entré. Trabajan muchas horas en este país.