—Supongo que hay muchas casas con albañiles… y cemento fresco. ¿Recuerda alguno de ellos al perro?
—Por supuesto que les he preguntado. Pero si se hubieran acordado no me lo habrían dicho. Yo soy policía.
Dejó de hablar y se echó hacia atrás en la silla, mirando fijamente su vaso. Tuve la sensación de que le había sorprendido alguna analogía y que se encontraba mentalmente a muchos kilómetros de distancia, Una mosca le recorrió el dorso de la mano y no la apartó —como no la habría apartado Domínguez—. Me dio la impresión de una fuerza inmóvil y profunda. Podía incluso estar rezando, sin que yo pudiera saberlo.
Me levanté y atravesé las cortinas para ir al dormitorio. No había nada allí que necesitara, salvo apartarme por un momento de aquel silencio mientras estaba sentado en una silla. Los libros de fotografías de Phuong habían vuelto a su estante. Me había dejado un telegrama trabado entre sus cosméticos —algún mensaje de la oficina de Londres—. No estaba de humor para abrirlo. Todo transcurría como antes de que llegara Pyle. Las habitaciones no cambian, los adornos se quedan donde uno los coloca: sólo el corazón conoce el desgaste.
Regresé a la sala de estar, y Vigot se llevó el vaso a los labios.
—No tengo nada que decirle. Nada en absoluto —le dije.
—Entonces me voy —dijo—. Supongo que no le volveré a molestar.
En la puerta se volvió como si fuera reacio a abandonar la esperanza —su esperanza o la mía.
—Era una película rara la que fue usted a ver aquella noche. Nunca se me hubiera ocurrido que le gustaran los dramas de época. ¿Cuál era? ¿
Robin Hood
?
—
Scaramouche
, creo. Tenía que matar el tiempo. Y necesitaba distracción.
—¿Distracción?
—Todos tenemos nuestras preocupaciones particulares, Vigot —le expliqué con cautela.
Después de que Vigot se fuera me quedaba todavía una hora de espera hasta que llegara Phuong para acompañarme. Resultaba extraño lo afectado que me había quedado con la visita de Vigot. Había sido como si un poeta me hubiera entregado su obra para que yo se la criticara y por descuido se la hubiera destruido. Yo era un hombre sin vocación —el periodismo no puede considerarse en serio como una vocación, pero podía reconocer la vocación en los demás—. Ahora que Vigot se había ido a cerrar su caso incompleto, deseé tener el valor de volverlo a llamar y decirle: tiene usted razón. Efectivamente vi a Pyle la noche en que murió.
Cuando iba hacia el Quai Mytho pasaron a mi lado varias ambulancias que salían de Cholon en dirección a la place Garnier. Se podía calcular el avance de los rumores por las expresiones de las caras de la calle, que se volvían al principio hacia cualquiera como yo que procediera de aquella plaza con miradas expectantes y curiosas. Pero cuando llegué a Cholon ya había dejado atrás la noticia: la vida era ajetreada, normal, transcurría sin interrupción: nadie sabía nada.
Encontré la verja del señor Chou y subí hasta su casa. Nada había cambiado desde mi última visita. El gato y el perro se movían del suelo a la caja de cartón y de ésta a la maleta, como un par de caballos de ajedrez que no consiguen comerse. El bebé se arrastraba por el suelo, y los dos viejos jugaban todavía al
mah jongg
. Sólo faltaban los jóvenes. Nada más verme aparecer en la entrada, una de las mujeres empezó a servir té. La anciana estaba sentada en la cama mirándose los pies.
—Monsieur Heng —dije.
Rechacé el té con un movimiento de cabeza: no estaba de humor para empezar otra larga serie de aquella bebida amarga y trivial.
—
Il faut absolument que je voie monsieur Heng
[49]
.
Parecía imposible comunicarles la urgencia de mi petición, pero quizá el propio tono destemplado de mi rechazo del té provocó cierta intranquilidad. O quizá fue porque, como Pyle, tuviera sangre en los zapatos. En cualquier caso, después de una breve espera una de las mujeres me llevó afuera, bajando las escaleras, por dos calles atestadas de banderas, y me dejó ante lo que supongo que en el país de Pyle llamarían una «sala de funerales», llena de jarrones de piedra en los que finalmente han de colocarse los huesos de los chinos muertos hasta la resurrección.
—Monsieur Heng —le dije a un viejo chino que había en la entrada—, monsieur Heng.
Parecía una parada apropiada en ese día que había empezado con la colección erótica del cultivador de caucho y había continuado con los cuerpos sin vida de la plaza. Alguien habló desde una habitación interior y el chino se hizo a un lado y me dejó pasar.
El señor Heng en persona salió cordialmente a recibirme y rae invitó a pasar a una pequeña habitación interior rodeada de esas incómodas sillas negras talladas que se encuentra uno en todas las antesalas chinas, sillas que no se usan, poco acogedoras. Pero tuve la impresión de que en esta ocasión las sillas sí se habían usado, porque había cinco tacitas de té sobre la mesa, y había dos que no estaban vacías.
—Le he interrumpido una reunión —le dije.
—Un asunto de negocios —dijo con evasivas el señor Heng— sin importancia. Siempre me alegro de verle, señor Fowler.
—Vengo de la place Garnier —le dije.
—Eso pensaba.
—¿Ya sabe usted…?
—Me han telefoneado. Se piensa que es mejor que me mantenga alejado de la casa del señor Chou durante algún tiempo. La policía estará muy activa hoy.
—Pero usted no tuvo nada que ver con eso.
—La misión de la policía es encontrar un culpable.
—Fue Pyle otra vez —le dije.
—Sí.
—Fue algo terrible.
—El general Thé no es un personaje que se pueda controlar fácilmente.
—Y las bombas no deben estar en manos de chicos de Boston. ¿Quién es el jefe de Pyle, Heng?
—Tengo la impresión de que el señor Pyle es su propio jefe.
—¿Qué es él? ¿Un O.S.?
[50]
—Las iniciales carecen de importancia. Creo que ahora son distintas.
—¿Qué puedo hacer, Heng? Hay que detenerlo.
—Puede usted publicar la verdad. ¿O quizá no puede?
—Mi periódico no está interesado en el general Thé. Sólo les interesa su gente, Heng.
—¿Quiere usted realmente detener al señor Pyle, señor Fowler?
—Si usted lo hubiera visto, Heng. Estaba allí de pie diciendo que todo había sido un triste error, que tenía que haber habido un desfile. Me dijo que tendría que limpiarse los zapatos antes de ver al ministro.
—Desde luego, podría contarle lo que sabe a la policía.
—Tampoco están interesados en Thé. ¿Y cree usted que se atreverían a tocar a un norteamericano? Tiene privilegios diplomáticos. Es graduado por Harvard. El ministro aprecia mucho a Pyle. Heng, había allí una mujer con un bebé… lo tenía cubierto con su sombrero de paja, No puedo quitármelo de la cabeza. Y había otro en Phat Diem.
—Debe usted intentar tranquilizarse, señor Fowler.
—¿Qué es lo siguiente que planea, Heng?
—¿Estaría usted dispuesto a ayudarnos, señor Fowler?
—Va tropezando por ahí y la gente muere por culpa de sus errores. Ojalá su gente hubiera acabado con él en el río cuando lo de Nam Dinh. Habría significado una gran diferencia para muchas vidas.
—Estoy de acuerdo con usted, señor Fowler. Hay que contenerlo. Tengo una sugerencia.
Alguien tosió delicadamente detrás de la puerta, luego escupió ruidosamente.
—Si pudiera usted invitarlo a cenar esta noche en el Vieux Moulin. Entre las ocho treinta y las nueve treinta —me dijo.
—¿De qué vale…?
—Le hablaríamos por el camino —dijo Heng.
—Puede que tenga ya un compromiso.
—Quizá sea mejor que lo invite a pasar por su casa… a las seis treinta. Entonces estará libre: irá con toda seguridad. Si puede cenar con usted, acérquese con un libro a la ventana como sí necesitara la luz para leer algo.
—¿Por qué el Vieux Moulin?
—Está al lado del puente de Dakow… creo que podremos encontrar un sitio donde hablar sin que nos molesten.
—¿Qué harán ustedes?
—No necesita saber eso, señor Fowler. Pero le prometo que actuaremos con toda la suavidad que la situación nos permita.
Los amigos invisibles de Heng se movían como ratas detrás de la pared.
—¿Querrá hacer esto por nosotros, señor Fowler?
—No sé —le dije—. No sé.
—Antes o después —dijo Heng, recordándome las palabras del capitán Trouin en el fumadero de opio— hay que tomar partido. Si hemos de seguir siendo humanos.
Dejé una nota en la Legación invitando a Pyle y después subí por la calle hasta el Continental para tomar una copa. Los escombros habían desaparecido; los bomberos habían limpiado la plaza con mangueras. No tenía ni idea entonces de lo importantes que serían la hora y el lugar. Llegué a pensar incluso en quedarme sentado allí toda la tarde y romper la cita. Pensé después que quizá podía asustar a Pyle y así dejarlo inactivo al advertirle sobre el peligro que corría —cualquiera que fuera ese peligro, de modo que me terminé la cerveza y me fui a casa, y cuando llegué a casa empecé a concebir la esperanza de que Pyle no se presentara—. Intenté leer, pero no había nada en los estantes que ocupara mi atención. Quizá debería haber fumado, pero no había nadie que me preparara la pipa. Escuchaba sin ganas por si se oían pasos, y al fin llegaron. Alguien llamó a la puerta. La abrí, pero era sólo Domínguez.
—¿Qué quiere, Domínguez? —le pregunté.
Me miró con aire de sorpresa.
—¿Que qué quiero? —miró su reloj—. Ésta es la hora en que vengo siempre. ¿Tiene usted algún telegrama?
—Lo siento… me había olvidado. No.
—¿Algún complemento sobre la bomba? ¿Quiere que le prepare algo?
—Oh, escríbame algo, Domínguez. No sé qué me pasa… estaba allí mismo, y quizá por eso me he quedado algo conmocionado. No puedo pensar en ello en los términos de un telegrama.
Le di un manotazo a un mosquito que estaba zumbándome en el oído y vi cómo Domínguez instintivamente apartaba la mirada del golpe.
—No se preocupe, Domínguez, fallé.
Sonrió con tristeza. No podía justificar esta repugnancia ante la muerte: después de todo era cristiano… uno de aquellos que habían aprendido de Nerón cómo se usaban los cuerpos humanos para encender fuegos.
—¿Hay algo que pueda hacer por usted? —me preguntó.
No bebía, no comía carne, no mataba… le envidiaba esa delicadeza de carácter.
—No, Domínguez. Simplemente déjeme solo esta noche.
Lo observé desde la ventana, cuando se alejaba a través de la rue Catinat. Un conductor de
trishaws
había aparcado junto a la acera enfrente de mi ventana; Domínguez intentó cogerlo, pero el hombre negó con la cabeza. Probablemente estuviera esperando a un cliente que estaba en una de las tiendas, porque éste no era aparcamiento para los
trishaws
. Cuando miré mi reloj me resultó extraño comprobar que sólo llevaba esperando algo más de diez minutos y, cuando Pyle llamó a la puerta, ni siquiera había oído sus pasos.
—Pase.
Pero como solía ocurrir, fue el perro el primero en entrar.
—Me alegró recibir su nota, Thomas. Pensé esta mañana que se había vuelto loco contra mí.
—Quizá fue así. No era un espectáculo bonito.
—Sabe usted tanto ahora, que no importará que le diga un poco más. Vi a Thé esta tarde.
—¿Que vio a Thé? ¿Está en Saigón? Supongo que ha venido a ver el resultado de la bomba.
—En confianza, Thomas, lo traté con severidad.
Hablaba como si fuera el capitán de un equipo escolar que ha descubierto que uno de sus chicos ha roto el entrenamiento. A pesar de todo le pregunté con cierta esperanza:
—¿Ha roto ya con él?
—Le dije que si realizaba otra acción sin nuestro control romperíamos totalmente con él.
—¿Pero no ha terminado ya con él, Pyle?
Empujé con irritación al perro, que me estaba olfateando los tobillos.
—No puedo (siéntate, Duke). Es la única esperanza que tenemos a la larga. Si alcanzara el poder con nuestra ayuda, podríamos fiarnos de él…
—¿Cuánta gente tiene que morir hasta que se dé cuenta…?
Pero podía verse que era una discusión sin esperanzas.
—¿Que me dé cuenta de qué, Thomas?
—De que no existe la gratitud en política.
—Al menos no nos odiarán como odian a los franceses.
—¿Está usted seguro? A veces tenemos cierto amor a nuestros enemigos y a veces sentimos odio hacia nuestros amigos.
—Habla usted como europeo, Thomas. Esta gente no es complicada.
—¿Es eso lo que ha aprendido en unos pocos meses? Pronto los estará llamando infantiles.
—Bueno… en cierta forma sí.
—Encuéntreme un niño que no sea complicado, Pyle. Cuando somos jóvenes somos una jungla de complicaciones. Nos simplificamos a medida que envejecemos.
Pero ¿de qué valía hablarle así? Había cierta irrealidad en los argumentos que empleábamos los dos. Yo me estaba haciendo un editorialista antes de tiempo. Me levanté y me dirigí a la estantería.
—¿Qué está buscando, Thomas?
—Oh, sólo un pasaje que solía gustarme. ¿Puede cenar conmigo, Pyle?
—Me encantaría, Thomas. Me alegra que ya esté tranquilo. Sé que usted no está de acuerdo conmigo, pero podemos no estar de acuerdo y ser amigos, ¿verdad?
—No sé. No lo creo.
—Después de todo, Phuong era mucho más importante que todo esto.
—¿Lo cree así realmente, Pyle?
—Vamos, se trata de lo más importante que existe. Para mí. Y para usted, Thomas.
—Para mí ya no.
—Fue un golpe terrible lo de hoy, Thomas, pero dentro de una semana, ya verá, lo habremos olvidado. Nos vamos a ocupar de los familiares también.
—¿A quién se refiere con «nos vamos a ocupar»?
—A nosotros. Hemos telegrafiado a Washington. Vamos a conseguir permiso para usar parte de nuestros fondos en ello.
Lo interrumpí:
—¿El Vieux Moulin? ¿Entre las nueve y las nueve treinta?
—Donde guste, Thomas.
Me acerqué a la ventana. El sol se había escondido debajo de los tejados. El conductor del
trishaw
todavía estaba esperando a alguien. Lo miré y levantó la cara hacia mí.
—¿Espera usted a alguien, Thomas?
—No. Había precisamente un fragmento que estaba buscando.