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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

El árbol de vida (13 page)

BOOK: El árbol de vida
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—Sigamos sus huellas en la arena. Tal vez nos aguarde más lejos.

Iker no se equivocaba.

El cuadrúpedo se divirtió desapareciendo y reapareciendo, ofreciéndoles el espectáculo de sus brincos prodigiosos y sus locas carreras, sin dejar demasiado tiempo en la angustia a los dos humanos de quienes se encargaba.

El paisaje cambiaba, el desierto retrocedía, la vegetación se hacía más abundante.

—Si mi intuición es acertada —profetizó Sekari—, nos acercamos a las mesetas que dominan el valle del Nilo. ¡Qué encanto tienen esas hondonadas y esos altozanos! Aquí, las plantas brotan tras la menor lluvia. Muy pronto veremos
Balanites
y acacias. ¿Te das cuenta? ¡Hemos sobrevivido al desierto!

—Gracias a Hator, al halcón y a la gacela —recordó Iker.

—Regresaré a mis huertos. ¿Y si tú olvidaras el pasado?

—No sólo no olvido el pasado, sino que no debo desdeñar, además, una nueva tarea: recuperar la reina de las turquesas. Ella me permitió ver de nuevo a la mujer que amo. Sin duda, esa piedra volverá a ayudarme.

—No cabe duda de que los merodeadores de la arena la robaron, Iker. Si, por desgracia, te cruzas en su camino, te matarán. ¡Hermosas mujeres las hay a miles!

El aprendiz de escriba se quedó inmovilizado, y luego obligó a Sekari a agacharse.

—Una veintena de hombres con arcos y perros… Vienen hacia nosotros.

—Cazadores, sin duda.

Inconsciente aún del peligro, la gacela mascaba la tierna hierba.

Iker se levantó e hizo grandes gestos.

—¡Vete, vete pronto!

Apenas el animal comenzó a correr cuando resonaron los ladridos.

Una flecha silbó en los oídos de Iker, y a continuación, una voz seca le ordenó:

—¡No te muevas o te mato!

Apuntándole, el arquero no bromeaba.

Al momento se le unieron sus colegas y una jauría bastante nerviosa. Sekari ni siquiera había intentado huir.

—¡Somos gente honesta! —afirmó.

—Di más bien merodeadores de la arena que nos privan de nuestra presa —afirmó un oficial mal afeitado y con el busto lleno de cicatrices, recuerdo de una fiera agresiva—. En la provincia del Oryx
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, eso es un delito severamente castigado. Y puesto que nos habéis agredido, estamos obligados a disparar. Eso es legítima defensa. Pero os daré una oportunidad: corred tan de prisa como podáis. Tal vez fallemos.

—No correremos —decidió Iker—. Acabamos de escapar de unos asesinos que han devastado el dominio de la turquesa y no imaginábamos que íbamos a caer bajo los golpes de unos bárbaros más crueles aún.

Varios cazadores parecieron molestos.

—No somos bárbaros —protestó uno de ellos—, sino soldados de la milicia del desierto al servicio del jefe de provincia Khnum-Hotep. Nuestra misión consiste en proteger las rutas de caravanas y proporcionarle caza.

—¿Y tú quién eres? —le preguntó el oficial a Iker.

—Iker, aprendiz de escriba. Y mi compañero es el hortelano Sekari…

—¡Bobadas! —lo interrumpió el oficial—. Sois espías y ladrones. Si os negáis a alejaros os degollaré aquí y ahora.

—Tus subordinados te acusarán de asesinato.

El oficial desenfundó su puñal, pero un soldado detuvo su brazo.

—No tenéis derecho a actuar así. El jefe de la provincia debe decidir. Nosotros nos limitaremos a llevarle estos dos sospechosos.

Cuando los cuatro porteadores dejaron la silla de alto respaldo inclinable en la que se había instalado Khnum-Hotep soltaron un suspiro de alivio. Corpulento, musculoso y gran comedor, el jefe de la rica provincia del Oryx pesaba considerablemente. Puesto que disponía de tres sillas de mano, con los costados decorados con flores de loto y se desplazaba mucho, transportarlo no era ningún regalo.

En cuanto puso el pie en tierra, sus tres perros de caza, un macho muy vivaz y dos hembras bastante gordas, corrieron hacia él.

—Hacía más de una mañana que no nos habíamos visto, amores míos.

El macho se levantó y posó sus patas delanteras en los hombros de su señor. Celosas, las hembras ladraron. Unas largas caricias las tranquilizaron.

—¿Les habéis dado correctamente de comer? —pregunto Khnum-Hotep al portador de su parasol.

—¡Oh, sí, señor!

—Espero que no me mientas.

—Claro que no. Además, no han dejado nada.

—Esta noche comerán liebre en salsa, como yo. No mimar a tus perros es como insultar a los dioses.

Ante la idea de aquel festín, los tres perros, que conocía perfectamente la expresión «liebre en salsa», se lamieron el hocico. Luego, siguieron a su señor cuando entró en el lujoso palacio de su capital
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, lugar de nacimiento de Keops, el constructor de la mayor de las pirámides de la altiplanicie de Gizeh.

Tras haber inspeccionado uno de los ricos dominios agrícolas donde los campesinos trabajaban duro pero obtenían excelentes rentas, a Khnum-Hotep le gustaba sentarse en un sillón de alto respaldo. Compuesto por dos grandes planchas de madera unidas en lo alto y fijadas en el asiento, soportaba sin rechinar la masa del más acomodado de los jefes de provincia. Gracias a sus cualidades de administrador, sus súbditos conocían una prosperidad notable. Y no se trataba de que un faraón, por muy Sesostris que se llamara, se inmiscuyera en sus asuntos. En caso de que el monarca, instalado en Menfis, intentara dar un golpe de fuerza, encontraría una feroz oposición.

Un servidor acercó una ancha jofaina; otro, una jarra de cobre con un largo pico. Éste vertió agua en las manos de Khnum-Hotep, que se las lavaba cuidadosamente varias veces al día con jabón vegetal.

A continuación, se le ofreció su ungüento favorito, a base de grasa purificada, cocida en vino aromatizado, que desprendía un olor suave que alejaba a los insectos.

Sin que fuese necesario dar la orden, su copero le ofreció una soberbia copa cubierta de hojas de oro cuya decoración representaba pétalos de loto, y que contenía el brebaje preferido del propietario del lugar, una sabia mezcla de tres vinos añejos que devolvía el vigor.

—Siento importunaros, señor, pero el comandante de una de las patrullas del desierto desearía veros en seguida.

—Que se acerque.

El oficial hizo una profunda reverencia.

—He detenido a dos individuos peligrosos. Cazaban en vuestras tierras y nos han agredido. Sin mi intervención, mis hombres habrían acabado con ellos. ¿Cómo deseáis que los elimine, señor?

—¿Son merodeadores de la arena?

—Es difícil decirlo, yo…

—Este es un juicio muy ambiguo para un profesional de tu experiencia. Tráemelos.

—No es necesario, van a…

—Yo decido lo que es necesario.

Con las manos atadas a la espalda, Iker y Sekari fueron presentados al jefe de la provincia del Oryx.

—Doy pan al hambriento, agua al sediento, ropa al desnudo, una barca a quien no la tiene —afirmó el imponente personaje—, pero castigo con dureza a los criminales.

—Señor —declaró Iker gravemente—, no somos bandidos sino víctimas.

—No es ésa la opinión del oficial que os ha detenido.

—He puesto en fuga a una gacela porque era la mensajera de una diosa que nos ha salvado la vida.

—¡Ese cretino está loco o miente! —exclamó el oficial.

—Desata a los prisioneros y retírate —ordenó Khnum-Hotep.

—Señor, vuestra seguridad…

—Yo me encargo de eso.

A Sekari no le llegaba la camisa al cuerpo. Iker permanecía sereno.

—Ahora, mocetones, ¡decidme la verdad! Estáis en mi territorio y quiero saberlo todo.

—Estábamos empleados en las minas de turquesa de la diosa Hator —reveló Iker.

—¿Como especialistas o como prisioneros?

—Como prisioneros transferidos de las minas de cobre.

—Entonces, sois realmente criminales.

—Fui condenado a un año de trabajos forzados por haberme opuesto a un recaudador deshonesto.

—¿Y tú? —preguntó Khnum-Hotep a Sekari.

—Yo también, señor —farfulló el jardinero.

—¡Hacéis mal tomándome por un ingenuo!

—Mi amigo y yo nos encargamos de explorar la montaña para descubrir la reina de las turquesas —prosiguió Iker sin turbarse—. Como llevamos a cabo esa peligrosa tarea, fuimos liberados.

—¿Y tienes la prueba de lo que estás diciendo, claro?

—Hela aquí, señor.

Iker sacó de su taparrabos la tablilla de madera firmada por Horuré que lo convertía, como a Sekari, en un hombre libre que había pagado sus faltas.

Khnum-Hotep la leyó con atención, la mordió e intentó rascarla.

—Parece auténtica.

El jefe de provincia había oído hablar de aquel Horuré, un fiel a Sesostris, afamado especialista de las regiones desérticas. Era evidente que aquel orgulloso y decidido joven no mentía.

—¿Qué ha sido de la reina de las turquesas?

—El dominio de la diosa fue atacado por una pandilla armada que recibió ayuda de un prisionero, Jeta-de-través. Él asesinó a Horuré, los policías y los mineros fueron masacrados y sus cadáveres quemados. Somos, sin duda, los únicos supervivientes.

—Iker quería luchar —intervino Sekari—, pero habría sido un suicidio. Por eso huimos.

—¿Y habéis atravesado el desierto sin agua ni comida?

Iker no ocultó ni uno de los sucesivos milagros que les habían permitido sobrevivir.

La sinceridad del muchacho era tan evidente que Khnum-Hotep no puso en duda su relato, tanto menos cuanto las divinidades intervenían frecuentemente en el desierto.

Por primera vez, los merodeadores de la arena se habían atrevido a atacar las minas de turquesa, colocadas, sin embargo, bajo la protección del faraón.

Pero no le correspondía al jefe de la provincia del Oryx avisar a Sesostris. Otros acabarían por advertirle de que su autoridad había sido desafiada.

De ese modo, el monarca, debilitado, estaría ocupado en tareas más acuciantes que una confrontación con los grandes dignatarios hostiles a la extensión de su poder.

—¿Qué sabéis hacer el uno y el otro?

—Yo soy hortelano —respondió Sekari.

—Y yo, aprendiz de escriba.

—Mi provincia es rica porque aquí se trabaja mucho —advirtió Khnum-Hotep—. Un hortelano más no me será inútil. Pero no necesito un escriba suplementario.

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—En cambio —prosiguió Khnum-Hotep—, necesito más soldados para que mi milicia pueda rechazar a cualquier agresor. Puesto que eres joven y sano es un lugar ideal.

—Quiero ser escriba, señor, no soldado.

—Escúchame bien, pequeño. Los dioses me han confiado una misión: convertir esta provincia en la más próspera del país. Aquí, a las viudas no les falta nada, las muchachas son respetadas, nadie se queda con hambre ni mendiga. Los débiles no se ven desfavorecidos con respecto a los grandes, no existe conflicto alguno entre los ricos y los modestos. ¿Por qué? Porque soy el pilar de esta región, sean cuales sean las dificultades. En las malas crecidas, yo mismo indemnizo a los cultivadores y anulo los impuestos atrasados. Cuantas más tasas se ponen, más se suprime la iniciativa. Ni los fraudulentos ni los funcionarios corruptos tienen en mi territorio derechos de ciudadanía. Pero ¡nada hay más frágil que esta felicidad! Hoy se perfila un peligro llamado Sesostris. Antes o después intentará apoderarse de mi provincia. Estás conmigo o contra mí. Si quieres gozar de mi acogida, soldados. No lamentarás lo que aprendas.

Al propio Khnum-Hotep le extrañaba haber expuesto tantos argumentos para convencer a aquel joven desconocido. Por lo general, se limitaba a dar órdenes y no soportaba que le contradijeran.

—Confío en vos, señor.

Una vez más el tesorero Medes se había hecho pasar por un generoso donante. El sumo sacerdote del templo de Ptah le había dado las gracias de forma calurosa, sin sospechar que la ofrenda procedía de una apropiación indebida de géneros alimenticios. Pero Medes seguía chocando con la puerta herméticamente cerrada del templo cubierto. Y debía admitir que no lograría comprar a quienes tenían la llave.

¿Qué procedimiento utilizar para conocer por fin el secreto de los santuarios? El alto dignatario dejó para más tarde aquella preocupación, pues la capital estaba llena de murmuraciones no carentes de interés. Al parecer, Sesostris había decidido emprender una verdadera reconquista de las provincias, comenzando por la de la Cobra, sobre la que reinaba el viejo Uakha.

A priori, el monarca no tenía posibilidad alguna de conseguirlo; sin embargo, aquella andadura no debía tomarse a la ligera, pues la fuerte personalidad de Sesostris no retrocedería ante el obstáculo.

Ahora bien, la fortuna de Medes dependía, en gran parte, de sus excelentes relaciones con los jefes de provincia, a los que informaba, por persona interpuesta, de lo que ocurría en la corte. A excepción de su testaferro, Gergu, nadie sabía quién era en realidad Medes y qué era lo que no dejaba de fomentar a la sombra.

Desde hacía algún tiempo tenía muchas dificultades para verificar ciertos rumores contradictorios. Era evidente que Sesostris había tomado en sus manos a buena parte de los cortesanos y alimentaba personalmente aquella confusión, para avanzar mejor en el camino que se había trazado.

Si el monarca lograba provocar una auténtica tormenta, ¿no sería arrastrado Medes? Para evitar ese desastre sólo quedaba una solución: suprimir a su autor.

Pero el asesinato de un rey no se improvisaba, sobre todo cuando estaba protegido por un policía tan eficaz como Sobek, que desconfiaba de todo el mundo, incluso —y sobre todo— de los íntimos del soberano. De modo que Medes no podía cometer la menor imprudencia.

Contar con la casualidad era utópico. Le tocaba, pues, poner a punto una estrategia que le permitiera golpear sólo sobre seguro.

El instructor segó las piernas de Iker, que cayó pesadamente de espaldas.

—¡Falta de atención, muchacho! Levántate e intenta golpearme en el vientre.

El intento se saldó con un doloroso fracaso, y el joven volvió a encontrarse en el suelo, con algunos cardenales más.

—Voy a tener trabajo… Pero con buena voluntad acabarás sabiendo combatir.

Iker apretó los dientes y se lanzó de nuevo al asalto, sabiendo que tardaría semanas, meses incluso, en igualar a los jóvenes reclutas que se burlaban de él.

Primero, no quejarse del destino que lo había llevado hasta allí y sacar el máximo partido de aquella situación en cuanto a enseñanzas; luego, observar sin descanso a los más aguerridos e imitarlos.

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