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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

El Árbol del Verano (24 page)

BOOK: El Árbol del Verano
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—Sigue, pues, tu camino —dijo—. Por algún tiempo no volveremos a encontrarnos.

—¡Qué pena! —comentó Galadan.

El mago levantó la mano.

—Te burlas de mí —masculló con enfado—. Te burlas de todos nosotros, andain. Pero te diré una cosa: con la Caldera de Khath Meigol en mis manos, obtendré un poder que ni tú mismo te atreverás a despreciar. Y con ese poder llevaré a cabo tal venganza aquí, en Brennin, que su recuerdo nunca morirá.

Galadan levantó su cabeza llena de cicatrices y miró al mago.

—Quizá —dijo por fin en voz muy baja—. A menos que el recuerdo muera porque todo haya muerto. Lo cual, como sabes muy bien, es lo que deseo con todo mi corazón.

Tras decir sus últimas palabras, hizo un gesto sobre su pecho y, un momento después, un lobo del color del carbón con una mancha plateada sobre su frente se alejaba velozmente del claro del bosque.

Si se hubiera internado en el bosque más al sur, el resultado habría sido muy diferente.

En el límite sur del claro donde se encontraba la cabana del leñador, yacía en el suelo una figura, escondida entre los árboles y sangrando por docenas de heridas. Detrás de él, en el camino que atravesaba el bosque, yacían muertos los dos últimos lios alfar. Y

también diez lobos.

Y en el corazón de Na-Brendel de la Marca de Kestrel se agitaban un pesar y una furia que, más que otra cosa, era lo que lo mantenía con vida. En el crepúsculo sus ojos eran negros como la noche.

Observó cómo Metran y su fuente montaban sus caballos y se dirigían hacia el noroeste. Luego vio que los svarts y los lobos se iban juntos hacia el norte. Sólo cuando el claro del bosque estuvo en completo silencio, se levantó con dificultad y emprendió el camino de regreso hacia Paras Derval. Cojeaba dolorosamente por la herida que tenía en el muslo, y estaba débil, casi desfalleciente, por la pérdida de sangre; pero no estaba dispuesto a abandonarse porque era uno de los lios alfar, el único sobreviviente de su grupo, y con sus propios ojos había visto aquel día una reunión de la Oscuridad. Era un camino muy largo y estaba muy malherido; por eso estaba todavía a una legua de Paras Derval cuando cayó el crepúsculo.

Durante el día retumbaron los truenos en el oeste. Un buen número de comerciantes de la ciudad salieron a las puertas de sus tiendas para mirar el cielo, más por simple costumbre que por esperanza de que lloviera. Un sol abrasador relucía en un cielo sin nubes.

En la hierba, al final de la avenida del Yunque, Leila se había reunido otra vez con los niños para jugar al ta'kiena. Uno o dos se habían negado a jugar por aburrimiento, pero sabía ser insistente y los demás niños habían accedido a sus deseos, lo cual era lo mejor que se podía hacer con ella.

Y le vendaron de nuevo los ojos, esta vez doblemente para que no pudiera ver. Luego ella empezó sus llamadas, y a los tres primeros los llamó de forma casi mecánica, porque apenas tenían importancia: sólo formaban parte de un juego. Pero cuando llegó el momento de llamar al último, al que debía recorrer el Camino, sintió que de nuevo la invadía la misma debilidad de siempre, y cerró sus ojos debajo de las vendas. Tenía la boca seca y sentía en su interior una paralizante angustia. De pronto oyó un sonido que crecía como las olas del mar y entonces empezó a cantar, y cuando pronunciaba las últimas palabras de su canto todo cesó.

Se quitó las vendas de los ojos y, aunque cegada por la luz, vio sin experimentar sorpresa alguna que de nuevo había sido Finn el elegido. Oyó a lo lejos las voces de los adultos que los estaban mirando y más lejos aún oyó retumbar un trueno, pero ella sólo podía mirar a Finn. Parecía más y más solo. Ella hubiera querido sentir tristeza, pero este sentimiento no tenía cabida, como tampoco la tenía la sorpresa, en algo que parecía inexorablemente predestinado. Ella no sabía qué era el Camino Más Largo, ni tampoco adonde llevaba, pero sabía que el elegido era Finn y que era ella quien lo había llamado para que cumpliera su destino.

Aquella misma tarde sucedió algo que sí la sorprendió. La gente del pueblo nunca iba al santuario de la Madre, y mucho menos llamados en persona por la suma sacerdotisa.

Peinó sus cabellos y se puso el único vestido que tenía y que su madre le había hecho.

Cuando Sharra soñaba ahora con el halcón, ya no volaba solo por el cielo de Larai Rigal. Y el recuerdo la hacía arder como un fuego bajo las estrellas.

Sin embargo, era digna hija de su padre, la heredera del trono de Marfil, y por tanto lo que importaba era investigar aquel asunto sin hacer caso de los ardores de su corazón y del vuelo de los halcones.

Devorsh, el capitán de la guardia, llamó a su puerta obedeciendo sus órdenes; los mudos lo hicieron entrar. Las damas murmuraron tras sus desplegados abanicos mientras el apuesto capitán les rendía obediencia y homenaje con su voz inconfundible. Hizo que las damas se retiraran, burlándose de su disgusto, y lo invitó a sentarse en una silla baja junto a la ventana.

—Capitán —empezó a decir sin más preámbulos—, han llamado mi atención unos documentos que tratan un asunto de interés que creo debemos atender.

—¿Alteza? —Era guapo, lo admitía, pero no una hoguera. El no entendió por qué ella estaba sonriendo, pero tampoco le importaba entenderlo.

—Parece que unos documentos del archivo hacen mención de una roca con unos asideros tallados hace muchos años en el desfiladero sobre el Saeren, justo al norte de nuestro país.

—¿Sobre el río, Alteza? ¿En el desfiladero? —su voz grave expresaba una cortés incredulidad.

—Creo haberlo dicho así. —Enrojeció mostrando su indignación e hizo una pausa para que él lo notara—.

Si es verdad que existen esos asideros, suponen un peligro que nosotros debemos conocer. Quiero que elijas a dos hombres de tu confianza y vayas a comprobar si eso es cierto. Por razones obvias —aunque en aquel momento no se le ocurría ninguna—, debes llevarlo a cabo en el más absoluto secreto.

—Entendido, Alteza. ¿Cuándo debo…?

—Ahora mismo. —Se levantó y él hizo lo mismo con presteza.

—Tus deseos son órdenes —dijo con una inclinación, disponiéndose a marcharse.

Y, por causa del recuerdo de los halcones y de haber alcanzado la Luna, ella volvió a llamarlo.

—Devorsh, una cosa más. Ayer noche oí pasos en el jardín. ¿Notaste algo extraño junto a los muros?

Su cara expresó auténtica preocupación.

—Alteza, fui relevado a la puesta del sol. Bashrai ocupó el puesto de mando. Hablaré con él de este asunto lo más pronto posible.

—¿Fuiste relevado?

—Sí, Alteza. Bashrai y yo nos turnamos en el puesto de guardia por las noches. Es muy competente, según creo, pero si…

—¿Cuántos hombres patrullan los muros por la noche? —Se apoyó en el respaldo de su asiento para sostenerse en pie: un enorme peso oprimía sus ojos.

—Doce, Alteza. En tiempos de paz.

—¿Y los perros?

Él tosió.

—No usamos perros a esas horas. Lo juzgamos innecesario. Esta primavera y este verano los hemos utilizado sólo en las cacerías. Vuestro padre está al corriente, naturalmente. —Su rostro se había animado con una curiosidad que no podía disimular—.

Si mi señora cree que…

—¡No! —No podía soportar que permaneciera por más tiempo en la habitación, que continuara mirándola con aquellos ojos que parecían desnudarla—. Hablaré con Bashrai.

Ahora vete y cumple mis órdenes. Y deprisa, Devorsh, deprisa.

—Enseguida, señora —dijo él con su característica voz, y se marchó. Después, ella se mordió la lengua hasta hacerse sangre para no prorrumpir en gritos.

Shalhassan de Cathal estaba reclinado en un diván, contemplando cómo dos esclavos luchaban, cuando le llevaron la noticia. Su corte, hedonista y refinada, disfrutaba en la contemplación de aquellos cuerpos untados de aceite retorciéndose desnudos en el suelo de la sala de audiencias, pero el rey observaba el combate inexpresivamente al tiempo que escuchaba las noticias.

Raziel apareció en aquel momento bajo el arco detrás del trono con una copa en sus manos. Era media tarde y, al tomar la copa, Shalhassan vio que el enjoyado jubón era de color azul. Eso quería decir que la piedra de los habitantes del norte brillaba como debía.

Hizo un gesto con la cabeza a Raziel y éste, cumplido el peculiar ritual, se retiró, como todos los días hacía. Ninguno de los cortesanos debía averiguar jamás que Shalhassan tenía perturbadores sueños con piedras rojas.

Y, pensando ahora en su hija, Shalhassan bebió. Admiraba su carácter voluntarioso, que él mismo había alentado, pues no podía permitirse ninguna debilidad a quien iba a sentarse en el trono de Marfil. Sin embargo, sus rabietas eran muestra de irresponsabilidad, y aquella última… Destrozar sus habitaciones y azotar a sus damas era una cosa; al fin y al cabo, las habitaciones podían ser restauradas y los sirvientes no eran más que sirvientes. Pero Devorsh era otra cosa; era uno de los mejores soldados del país, y Shalhassan no se había sentido en modo alguno contento al enterarse de que había sido apaleado por los mudos de su hija. Cualquiera que fuese el insulto del que ella pudiera acusarlo, había sido un castigo temerario y precipitado.

Vació de un sorbo la copa azul y tomó una decisión.

Había crecido sin ninguna clase de disciplina; había llegado el momento de casarla.

Por muy fuerte que fuera una mujer, siempre necesitaba a un hombre a su lado y en su cama. Y además el reino necesitaba herederos. Y pronto.

La lucha se había vuelto aburrida. Hizo un gesto y los eidolaths dejaron de luchar. Los dos esclavos habían combatido con valentía y decidió liberarlos a ambos. De los cortesanos surgió un cortés murmullo, un crujir de sedas en señal de aprobación.

Al darse la vuelta, notó que uno de los luchadores se había retardado un tanto al hacer la reverencia. Debía de estar cansado o herido, pero el trono no debía mostrar debilidad alguna. Nunca, de ninguna manera. Y de nuevo hizo otro gesto.

Había ocasiones apropiadas para los mudos y sus garrotes. Y Sharra debía aprender a distinguirlas.

La certeza de que la muerte está próxima puede llegar de muchas maneras: puede descender como una bendición o alzarse como una terrorífica aparición; puede ser inexorable como el golpe de una espada o dulce como la llamada del amor.

Para Paul Schafer, que había elegido estar donde estaba por razones más poderosas que la nostalgia y más complicadas que la simpatía hacia un anciano rey, la creciente certeza de que su cuerpo no sobreviviría en el Árbol del Verano surgió como una especie de sentimiento de alivio. No había ninguna indignidad en el acto de someterse a un dios.

Era lo suficientemente sincero para reconocer que la intemperie, el asfixiante calor, la sed y la inmovilidad podían matarlo, y lo había sabido desde el momento preciso en que aquellos hombres lo habían atado al árbol.

Pero el Árbol del Verano del Bosque de Mörnir era mucho más que todo aquello.

Desnudo contra el árbol a la luz abrasadora del día, Paul sintió la vieja corteza en cada parte de su cuerpo, y con ese contacto percibió un poder que se apropiaba de la fuerza que él mismo tenía. El Árbol no lo vencería; pero en cambio sintió cómo se extendía, cómo lo empujaba hacia él, apoderándose de todo. Lo llamaba. También se dio cuenta de que esto era sólo el principio, pues todavía no había llegado la segunda noche. Y el Árbol apenas estaba despierto.

Sin embargo, el dios se estaba acercando. Y Paul pudo sentir aquella lenta aproximación en su propia carne, en el fluir de su sangre. Entonces oyó un trueno.

Todavía era débil y sordo, pero le quedaban dos noches completas para poder llegar. A su alrededor, el Bosque Sagrado vibraba en silencio como no había vibrado durante años y años, esperando, esperando siempre que el dios llegara y reclamara lo que le pertenecía: en la oscuridad y para siempre, como era su deber.

El afable propietario de «El Jabalí Negro» estaba de un humor que prometía hacer pedazos su excelente reputación. Y en aquellas circunstancias no era extraño que su semblante tuviera una lúgubre expresión mientras contemplaba su propiedad a la luz del día.

Era fiesta y el pueblo bebía durante las fiestas. La ciudad estaba llena de visitantes, visitantes con la boca seca por el calor y algún dinerillo ahorrado para tal ocasión. Dinero que habría sido suyo, que debería haber sido suyo, si no se hubiera visto obligado a cerrar durante el día «El Jabalí Negro» para reparar los daños de la noche anterior.

Los hizo trabajar duro durante todo el día, incluso a aquellos que tenían los huesos rotos y la mollera partida por la pelea, y en verdad no desperdició buenas maneras con sus empleados, que se quejaban por la resaca y por la falta de sueño. ¡Perdía dinero cada minuto que tuviera cerrado! Y para acabar de rematar su pésimo humor, corría el rumor por la ciudad de que el maldito Gorlaes, el canciller, intentaba imponer una ley de racionamiento de todos los líquidos en cuanto pasaran los quince días de fiesta. Maldita sequía. La emprendió con un montón de escombros que yacían en un rincón, como si del mismo canciller se trataran. ¡Para colmo, racionamiento! Le gustaría ver a Gorlaes tratando de racionarle el vino y la cerveza a Tegid, ¡claro que le gustaría verlo! Porque aquel gordinflón había derramado sobre su trasero aquella misma noche toda la ración de una semana.

Al recordarlo, el propietario de «El Jabalí Negro» no pudo menos que echarse a reír por primera vez en el día, y fue casi un alivio. Era malo trabajar estando enfadado. Y, mirando la habitación, con los brazos en jarras, decidió que podía abrir dentro de una hora, o quizás a la puesta del sol; así no perdería todo el día.

Y, mientras la oscuridad invadía por completo las tortuosas calles de la ciudad y antorchas y velas brillaban a través de los visillos de las ventanas, una sombra enorme se dirigía pesadamente a las puertas recién abiertas de su taberna favorita.

En las callejas reinaba una total oscuridad y además Tegid se movía con torpeza por los efectos de la batalla campal de la noche anterior; por eso casi cayó al suelo al tropezar en su camino con una liviana sombra.

—¡Por los cuernos de Cernan! —exclamó el gigantón—. Cuida por dónde vas; pocos tropiezan con Tegid sin riesgo.

—Perdóneme —murmuró el desdichado con quien había tropezado, con una voz apenas audible—. Creo que me encuentro en dificultades, y…

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