El Arca de la Redención (19 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Arca de la Redención
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Un lado de la cámara (Felka nunca se había molestado en decidir cuál era arriba y cuál abajo) estaba panelado con cristal de color verde botella. Detrás del vidrio había algo que a primera vista recordaba a un complejo sistema de sondeo de madera, un palimpsesto de tubos y canalones, juntas, válvulas y bombas. Diagonales y cuellos de madera abarcaban todo el laberinto y unían diferentes zonas, aunque su propósito resultaba al principio recóndito. En las tuberías y canales solo había tres lados de madera; el cristal formaba la cuarta pared, de modo que lo que fluyera o correteara por ellas resultase visible.

Felka ya había introducido unos doce ratones en el sistema mediante unas puertas de un solo sentido que había cerca del extremo del vidrio. Pronto habían tomado distintos caminos, en las primeras bifurcaciones, y ahora estaban separados varios metros y se asomaban a sus propias regiones del laberinto. La falta de gravedad no les molestaba en absoluto; podían obtener de la madera la tracción suficiente para corretear alegremente en cualquier dirección. De hecho, los ratones más experimentados acababan aprendiendo el arte de deslizarse por los tubos y minimizar así el área de fricción que exponían a la madera o el cristal. Pero casi nunca adquirían ese truco hasta que llevaban varias horas dentro del laberinto y habían superado varios ciclos de recompensa.

Felka echó mano de una de las jaulas sujetas a su cintura y abrió el pestillo para que el contenido (tres ratones blancos) cayera al laberinto. Allá que salieron corriendo, por el momento contentos de haber escapado de su prisión de metal.

Felka esperó. Tarde o temprano, uno de los ratones se encontraría con alguna de las trampas y solapas que conectaban con un delicado sistema de palancas de madera activadas por muelles. Cuando el roedor atravesaba la solapa, el movimiento provocaba que las palancas cambiaran de posición. A menudo el movimiento se transmitía por todo el laberinto, provocando que un postigo se abriera o se cerrara a uno o dos metros de distancia del disparador original. Otro ratón que avanzara entonces poruña remota estrechez del laberinto, podía encontrarse con que el camino aparecía de pronto bloqueado donde antes estaba despejado. O quizá se viera obligado a hacer una elección donde antes no había más que una opción, y que la angustia de las diversas posibilidades nublara momentáneamente su pequeño cerebro de roedor. Era muy probable que las decisiones del segundo ratón activaran otro sistema de disparadores, provocando una reconfiguración distante en otra parte del laberinto. Flotando en medio, Felka lo observaba todo, veía cómo la madera cambiaba y atravesaba infinitas permutaciones, ejecutando un programa aleatorio cuyos agentes eran los propios ratones. En cierto modo, era fascinante mirarlos.

Pero Felka se aburría con facilidad. El laberinto, para ella, era solo un primer paso. Lo recorría en semipenumbra, armada con la lámpara de rayos ultravioleta. Los ratones tenían genes que expresaban una serie de proteínas, de modo que reflejaban con una fluorescencia la iluminación ultravioleta. Podía verlos con claridad a través del cristal, pequeños borrones de color púrpura brillante. Felka los observaba con una fascinación fervorosa, pero que se atenuaba de manera palpable.

El laberinto era por completo de su invención. Lo había diseñado y ella misma había dado forma a sus mecanismos de madera. Incluso había manipulado genéticamente a los ratones para que brillaran, aunque eso había sido fácil comparado con todos los toques y ajustes que habían sido necesarios para lograr que las trampas y palancas funcionaran del modo correcto. Durante un rato, hasta pensó que había merecido la pena.

Una de las pocas cosas que todavía interesaban a Felka era el surgimiento de la inteligencia. En Diadema, el primer planeta que habían visitado tras abandonar Marte en la primera nave de velocidad casi lumínica, Clavain, Galiana y ella habían estudiado un enorme organismo cristalino que tardaba años en expresar algo parecido a un único «pensamiento». Sus mensajeros sinápticos eran gusanos negros sin voluntad propia, que se arrastraban por una cambiante red neuronal de canales de hielo como capilares que horadaban un glaciar eterno.

Clavain y Galiana le habían impedido realizar un estudio completo del glaciar de Diadema, y nunca se lo había perdonado del todo. Desde entonces se había sentido atraída por problemas similares, cualquier cosa en la que la complejidad emergiera de modo impredecible a partir de elementos simples. Había preparado incontables simulaciones informáticas, pero nunca se sentía del todo convencida de estar capturando realmente la esencia del problema. Aunque de sus sistemas emergiera la complejidad (como solía pasar), nunca podía librarse por completo de la sensación de que, de forma inconsciente, ella lo había dispuesto desde el principio. Los ratones suponían una aproximación diferente. Había descartado lo digital y abrazado lo analógico.

La primera máquina que había tratado de construir funcionaba con agua. Se había inspirado en los detalles de un prototipo que había descubierto en el archivo sobre cibernética del Nido Madre. Siglos atrás, mucho antes de la Transiluminación, alguien había creado un ordenador analógico diseñado para modelar el flujo de dinero dentro de una economía. La máquina estaba hecha con retortas de cristal, válvulas y balancines cuidadosamente equilibrados. Unos fluidos de colores representaban las diferentes presiones del mercado y otros parámetros financieros: tasas de interés, inflación o déficit comerciales. La máquina chapoteaba y borbotaba mientras calculaba feroz difíciles ecuaciones integrales mediante el poder en acción de la mecánica de fluidos.

Le había encantado. Había reconstruido el prototipo, con algunos añadidos, astutas mejoras de su propia cosecha. Pero aunque la máquina le había proporcionado cierta diversión, apenas había detectado atisbos de comportamiento emergente. La máquina era demasiado inhumana y determinista como para arrojar ninguna sorpresa genuina.

De ahí los ratones. Eran agentes aleatorios, caos con patitas. Felka había concebido la nueva máquina para explotarlos y aprovechar sus correteos imprevisibles como paso de un estado a otro. El complejo sistema de palancas e interruptores, trampas y bifurcaciones, aseguraba que el laberinto mutara constantemente y recorriera todo el espacio de fases, un entorno matemático intelectualmente complicadísimo, de múltiples dimensiones formadas todas las posibles configuraciones en las que podía hallarse el laberinto. Había atractores en ese espacio de fases, como planetas y estrellas que hundían la tela del espacio tiempo. Cuando el laberinto caía hacia uno de ellos, por lo general entraba en una especie de órbita, oscilaba alrededor de un estado hasta que algo, ya fuera una acumulación de inestabilidad o un impulso externo, lo enviaba a toda velocidad hacia otro estado. Normalmente, todo lo que se necesitaba era introducir un nuevo ratón en el laberinto.

Pero de vez en cuando, el laberinto se deslizaba hacia un atractor que provocaba que los ratones se vieran recompensados con una cantidad de comida mayor de la usual. Sentía curiosidad por saber si los ratones (que actuaban a ciegas y eran incapaces de cooperar entre sí de forma voluntaria) encontrarían pese a todo un modo de empujar el laberinto a la vecindad de uno de esos atractores. Si sucedía algo así, sería sin duda un signo de surgimiento.

Había sucedido, pero solo una vez. Y esa tanda de ratones no había vuelto a repetir el truco desde entonces. Felka había introducido más roedores en el sistema, pero solo había servido para obstruir el laberinto y bloquearlo en otro atractor en el que no sucedía nada demasiado interesante.

Todavía no se había rendido del todo. Aún quedaban sutilezas en el laberinto que no comprendía por completo, y hasta que lo hiciera no comenzaría a aburrirse. Pero en un rincón de su mente ya crecía ese miedo. Sabía, más allá de toda duda, que el laberinto no lograría fascinarla durante mucho más tiempo.

El laberinto crujió y traqueteó, como un reloj de pared que se preparaba para dar las campanadas. Oyó el sonido como de contraventanas de las puertas que se abrían y se cerraban. Era difícil discernir los detalles del laberinto tras el cristal, pero el flujo de los ratones delimitaba bastante bien su geometría.

—¿Felka?

Un hombre se abrió paso por el codo que daba a la sala. Entró flotando y detuvo su impulso apretando las yemas de los dedos contra la madera pulida. Felka pudo verle el rostro borrosamente. Su cráneo lampiño no tenía la forma adecuada y parecía incluso más raro en la penumbra, como un alargado huevo gris. Se quedó mirándolo. Sabía que, en el fondo, siempre había sido capaz de asociar esa cara con Remontoire. Pero si seis o siete hombres de la misma edad fisiológica entraran en la sala, todos con los mismos rasgos faciales infantiles o neotenios, sería incapaz de distinguir a Remontoire entre ellos. Solo el hecho de que la hubiera visitado hacía poco le permitió estar segura de que se trataba de él.

—Hola, Remontoire.

—¿Podemos encender alguna luz, por favor? ¿O es mejor que hablemos en la otra habitación?

—No será necesario. Estoy en mitad de un experimento. El echó un vistazo a la pared de cristal. —¿Y la luz lo echaría a perder?

—No, pero entonces no podría ver a los ratones, ¿no crees? —Me imagino que no —respondió Remontoire pensativo—. Clavain me acompaña. Estará aquí enseguida. —Oh.

Felka buscó a tientas una de las lámparas y la encendió. Una luz turquesa vaciló insegura y después se afianzó. Felka estudió la expresión de Remontoire y trató con todas sus fuerzas de interpretarla. Incluso ahora que conocía su identidad, el rostro no se había convertido en un ejemplo de claridad. Su texto permanecía emborronado, plagado de cambiantes ambigüedades. Hasta leer las expresiones más comunes requería una intensa fuerza de voluntad, como discernir las constelaciones en una salpicadura de débiles estrellas. De vez en cuando, eso sí, se presentaba una ocasión en la que su extraña maquinaria neuronal lograba captar patrones que la gente normal ignoraba por completo. Pero por lo general, en lo tocante a los rostros nunca podía confiar en su propio juicio.

Tenía eso en mente cuando miró el rostro de Remontoire y decidió, de modo provisional, que parecía preocupado.

—¿Por qué no está aquí ya?

—Quería darnos tiempo para discutir los asuntos del Consejo Cerrado. —¿Sabe algo de lo que ha pasado hoy en la cámara? —Nada.

Felka flotó hasta la parte superior del laberinto y empujó otro ratón por la entrada, con la esperanza de desbloquear un punto muerto en el cuadrante inferior izquierdo.

—Y así tendrá que seguir siendo, salvo que Clavain acceda a ingresar. E incluso entonces puede que se sienta defraudado por lo que seguirá sin saber.

—Comprendo que no quieras que él se entere de lo del Exordio —dijo Remontoire. —¿Y qué se supone que significa eso?

—Fuiste contra los deseos de Galiana, ¿no es verdad? Después de lo que descubrió en Marte, canceló el proyecto. Pero cuando regresaste del espacio exterior, y ella todavía continuaba ahí fuera, participaste con mucho gusto.

—Te has convertido de pronto en todo un experto, Remontoire.

—Todo está ahí, en los archivos del Nido Madre, si sabes dónde buscar. El hecho de que los experimentos tuvieron lugar ni siquiera es un gran secreto. —Remontoire se detuvo y observó el laberinto con ligero interés—. Por supuesto, muy distinto es lo relativo a qué ocurrió realmente con el Exordio y por qué Galiana le puso fin. En los registros no hay mención alguna a un mensaje venido del futuro. ¿Qué había en esos mensajes tan inquietante que no se podía ni admitir su mera existencia?

—Eres tan curioso como yo lo fui entonces.

—Por supuesto. ¿Pero fue solo la curiosidad lo que te impulsó a ir contra sus deseos, Felka? ¿O había algo más? Un instinto de rebelión contra tu propia madre, quizá.

Felka contuvo su ira.

—No era mi madre, Remontoire. Compartíamos algo de material genético, pero eso era todo lo que teníamos en común. Y no, tampoco fue por rebeldía. Estaba buscando algo que distrajera mi mente. Se suponía que en el Exordio tratábamos de alcanzar un nuevo estado de consciencia.

—¿En aquel entonces tampoco sabías nada de los mensajes?

—Había oído rumores, pero no me los creía. Me pareció que la manera más fácil de descubrirlo por mí misma era participar. Pero yo no reemprendí el Exordio; el programa ya había sido reanudado antes de nuestro regreso. Skade quería que me sumara a él, creo que pensaba que la singularidad de mi mente podría resultar de valor para el programa. Pero yo solo jugué un pequeño papel, y lo dejé muy poco después de empezar.

—¿Por qué? ¿Porque no avanzaba del modo que tú esperabas?

—No. De hecho, funcionó muy bien. Y fue también lo más aterrador que he experimentado en toda mi vida.

Remontoire sonrió un instante, pero su sonrisa se desvaneció poco a poco.

—¿Exactamente por qué?

—Antes no creía en la existencia del mal, Remontoire. Ahora no estoy tan segura.

—¿El mal? —repitió Remontoire, como si no la hubiera oído bien. —Sí —respondió ella en voz baja.

Ahora que ya habían abordado el tema, tuvo que recordar el olor y la textura de la cámara del Exordio como si hubiese estado en ella el día anterior, a pesar de que había hecho todo lo posible por apartar sus pensamientos de esa sala blanca y estéril, incapaz de aceptar lo que había descubierto entre sus cuatro paredes.

Los experimentos eran la conclusión lógica de la labor que Galiana había iniciado en sus primeros tiempos en los laboratorios marcianos. Su idea era potenciar el cerebro humano, con el convencimiento de que su trabajo haría un gran bien a la humanidad. Como modelo, Galiana se había basado en el desarrollo de los ordenadores digitales desde su sencilla y prolongada infancia. Su primer paso, por lo tanto, había consistido en incrementar la potencia computacional y la velocidad de la mente humana, igual que los primeros ingenieros informáticos habían cambiado engranajes por interruptores electromecánicos, interruptores por válvulas, válvulas por transistores, transistores por artilugios microscópicos de estado sólido y estos por puertas lógicas a nivel cuántico que se cernían sobre la difusa frontera del principio de incertidumbre de Heisenberg. Infestó los cerebros de sus pacientes, y el suyo propio, con pequeñas máquinas que establecían conexiones entre células cerebrales, del mismo modo que las que ya estaban en funcionamiento, pero capaces de transmitir las señales nerviosas a mucha mayor velocidad. Con los neurotransmisores naturales y los eventos de señales nerviosas inhibidos mediante drogas u otras máquinas, el telar secundario de Galiana se ocupó del procesamiento neuronal. El efecto subjetivo era de una consciencia normal, pero a un ritmo acelerado. Como si el cerebro estuviese sobrealimentado y fuese capaz de procesar pensamientos a una velocidad diez o quince veces mayor que una mente sin tratar. Había problemas, suficientes para provocar que la consciencia acelerada no pudiera mantenerse durante más de unos pocos segundos, pero en casi todos los aspectos los experimentos habían tenido éxito. Una persona en estado acelerado podía ver que una manzana se caía de una mesa y componer un haiku conmemorativo antes de que llegara al suelo. Podía observar cómo se flexionaban y se doblaban los músculos elevador y depresor del ala de un colibrí, o maravillarse ante el esquema de impacto en forma de corona dibujado por la caída de una gota de agua. También constituían, huelga decirlo, excelentes soldados.

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