—Abuna, por lo que parece, los hombres del grupo de kefafin son el padre, los hermanos, el tío y los primos de la chica.
En aquel momento, los cánticos se detuvieron porque la chica se detuvo delante de uno de los chicos jóvenes. Lo obligó a dar un paso adelante, y cuando los cánticos y las palmas de manos volvieron a arrancar y a marcar el ritmo, ella le acercó el pañuelo y el bastón, mientras bailaba dando saltitos a su alrededor. Al acabar, se arrodilló unos instantes y le ofreció uno de los brazaletes. Entonces, el chico, el novio, lo aceptó y, a su vez, le ofreció otro brazalete como símbolo de su compromiso. Aquélla era la representación, la escenificación, de una propuesta real de matrimonio. Un estallido de gritos de alegría con música, ahora sí, convirtió el acto en una ceremonia festiva; era difícil no participar ni contagiarse de la juerga y la alegría que dominaba dentro de aquella tienda.
Después de aquel espectáculo para los sentidos, Saleh explicó a Ubach que la tradición beduina no permitía las citas y, por tanto, los jóvenes novios sólo podían cruzar unas palabras antes de casarse. Los padres se reunían y, si aceptaban, se firmaba un contrato delante de un tercero, y la pareja podía casarse. El padre de la novia recibía una dote. Podía ser dinero, una cabra —que valía alrededor de setecientos shékels— o, en función de las posibilidades de la familia, podían dar un camello, que costaba entre siete y ocho mil shékels. La invitación a la boda se hacía atando un pañuelo blanco llameante sobre la tienda negra de la familia de la chica. Todo el que quisiera podía asistir. El acontecimiento duraba siete días. Y ellos habían llegado el séptimo. La novia sólo aparecía el último día, cuando todos los invitados llevaban un regalo. Hombres y mujeres lo celebraban por separado. Durante aquella fiesta se comía en abundancia y se hacían carreras de caballos o camellos.
Decidieron quedarse un par de días. A Ubach también le interesaba tomar notas y fotografías de un acontecimiento que se le antojaba muy similar a los celebrados en los tiempos inmemoriales y bíblicos.
A las afueras del campamento, en una explanada donde se celebraban las competiciones, el padre Ubach vio una media docena de beduinos que entrenaban a un grupo de yeguas. Se acercó.
—¿Me dejarían subir a una? —preguntó.
Los beduinos lo miraron y reconocieron el atrevimiento del hombrecillo pequeño y enjuto, pero de mirada vivaz.
—Usted mismo —le respondieron.
Sin perder un momento, se acercó a un ejemplar magnífico. Le acarició el cuello, el pecho y la grupa. Negra, con ojos brillantes y un cuerpo de una gracilidad sorprendente, espantaba las moscas que la rondaban ofreciendo sus crines al viento. Ubach montó y el animal no se extrañó, sino todo lo contrario. Esperaba la orden para ponerse en movimiento. Ubach no tardó mucho en dársela y, unas veces al paso y otras al trote, se paseó por el uadi como si fuese un jeque. No obstante, el animal notó de repente un golpecito en el vientre, que Ubach le había propinado sin querer con el talón de los zapatos. La yegua emprendió entonces una carrera al galope que el jinete inexperto e imprudente que la montaba no pudo detener. Corría desbocada, cuando de repente se rompió el estribo donde el monje apoyaba el pie izquierdo; sin tener tiempo de liberar el pie derecho, el monje casi se cae al suelo, intentando mantener el equilibrio con la pierna derecha levantada. El animal se dio cuenta de que el jinete estaba a punto de caerse y se detuvo en seco, inmediatamente. Dos beduinos acudieron en su auxilio y le agarraron por los brazos, mientras un tercero cogía las riendas de la yegua y decía a Ubach:
—¿Ha visto cómo se ha parado? Eso demuestra que esta yegua es de pura sangre.
Mientras Ubach recuperaba el aliento, Joseph Vandervorst había asistido medio escondido a una especie de ritual que paralelamente celebraban los hombres en otra tienda. Allí Vandervorst ratificó que su amor por la divinidad era muy terrenal. Estaba a punto de descubrir lo que sería para él su perla del Sinaí. Era Mileia, una bailarina profesional que realizaba otro tipo de baile. Iba descalza. Vestía una túnica ceñida al cuerpo, del que sólo dejaba ver algunas partes. Tenía la frente perlada con unas piedrecitas brillantes que le llegaban hasta el puente de la nariz. Sus ojos resaltaban gracias a una raya estrecha negra de kohl, un polvo vegetal que embellecía su mirada enigmática. Llevaba los brazos cubiertos hasta la muñeca de brazaletes que tintineaban en perfecta sintonía con la esclava que se le veía en el tobillo. Se colocó con la cabeza agachada en medio de la tienda, inmóvil. Esperaba la señal. Primero esperaba oír el tintineo de las chapas de una especie de pandereta, el daf. Clinc, clinc. Y después, el sonido seco que hacía la palma de la mano cuando daba golpes, indistintamente, ya en la piel de cabra tensada sobre el derbak, el instrumento de percusión más importante, ya en la madera que marcaba el ritmo. Dum-tac-tac y dum-dum-dum-tacadum-tacatac-tacadum. Oyó aquellos primeros compases, y como si se acabara de despertar de un sueño profundo, Mileia empezó a moverse poco a poco. Empezó a contorsionarse delicadamente.
Su intención era que su cuerpo dibujase un ocho muy sugerente con las caderas. Empezaba con la derecha, que iba moviendo hacia abajo y alrededor de su eje, y después hizo lo mismo con la izquierda. El mecanismo de estos movimientos era el siguiente: primero dejaba caer una cadera hacia un lado, y la que quedaba arriba bajaba después. Mientras tanto, la que estaba abajo iba subiendo.
Mileia ponía el énfasis en los movimientos de subida de las caderas y ella misma disfrutaba contemplándose. El sonido sinuoso y embriagador del derbak y el daf acompañaba el juego sensual de las caderas hasta completar el dibujo de un ocho en el aire cada vez más caliente de la tienda. Tras marcar aquella coreografía, se movió. Mileia convirtió un movimiento sencillo y natural de caderas al caminar, en un espectáculo muy atractivo para los ojos de la docena de hombres que la observaba. Ante semejante espectáculo, no les llegaba la camisa al cuerpo, a pesar de que la humedad dentro de aquella tienda era tan alta que el sudor les pegaba la túnica a la espalda y al torso mojados. Como si fuera una serpiente, Mileia se fue colando entre los hombres que la miraban, entre ellos Vandervorst. El belga miró a su alrededor y vio cómo aquellos hombres desnudaban a la bailarina con la mirada. También comprobó que ella, consciente del efecto que causaba y de las pasiones que levantaba, se dejaba hacer y se abría paso con la música a golpe de cadera, con movimientos impúdicos y serpenteantes con la mano izquierda apoyada en la cintura y haciendo contorsiones con el otro brazo, casi insinuaciones. Doblaba el cuerpo hacia un lado, se inclinaba hacia el otro, mientras abría la boca como si soltase un suspiro de placer. Ahora Mileia pasaba por delante de él. Vandervorst se sintió incómodo y tuvo la tentación de salir de la tienda e irse. Pero no lo hizo. Ella debió de notar alguna vibración o sensación, porque se detuvo delante de él, respirando ruidosamente, mirándolo fijamente y sin dejar de balancear el cuerpo. Su estado de excitación había ido en aumento, y estaba sudando, su corazón latía —dum-dum-dum-tacadum-dum— con más fuerza que el derbak. Y ahora que la tenía tan cerca, todavía más. Notó su aliento caliente, el roce de su túnica, el calor de su piel oscura y el olor dulce que toda ella desprendía. En otro momento de su vida, el joven sacerdote habría cerrado los ojos, pero optó por mantenerlos bien abiertos, para no perderse ningún detalle de aquel espectáculo. Ella lo miró con sus ojos negros y brillantes, y Vandervorst no pudo sostenerle la mirada.
Cerró los ojos, pero al cabo de unos segundos alargó las manos para intentar rozar aquella túnica. Sin embargo, cuando los abrió, ella ya se había escapado, lejos de su alcance. Se miró las manos y cerró los puños apretando los labios en señal de impotencia. Por segunda vez, pensó que sería mejor irse de aquel sitio. Sin embargo, de nuevo decidió quedarse y seguir mirando. Se quedó para ver cómo, después de marear a todos los hombres presentes en la tienda, Mileia se detenía delante de uno —que más tarde sabría que era quien la había contratado— para ofrecerle uno de sus brazaletes. La bailarina le hizo una reverencia, una genuflexión para darle aquella joya y, con cuatro dum-dum-dum-dum y un par de tintineos, puso punto y final a aquella danza. Aquel baile para el padre Vandervorst fue un paso más en su particular travesía por el desierto de la fe; aquella bailarina lo había llevado a puntos de excitación insospechados, a lugares donde ni él mismo sabía que podía llegar.
Nadie lo esperaba. Ocurrió justo al día siguiente de la boda, por la mañana, mientras recogían sus enseres y se disponían a retomar la marcha. Ubach y los camelleros se despidieron de los novios, de la tribu que los había acogido y que les había ofrecido un trato exquisito y una hospitalidad generosa que nunca antes habían visto, convencidos de que la hospitalidad del beduino era única. Semejante recibimiento de los extranjeros era difícilmente comparable al que dispensara cualquier otra cultura, y sin duda era imposible que se diera en Occidente, donde todo el mundo desconfía de los forasteros. Por su parte, Vandervorst, con la excusa de arrancar una flor para su estudio de botánica, se había deslizado a la tienda donde estaba Mileia. Quería despedirse como Dios manda. Entró y, con mucha delicadeza, apartó uno de los cortinajes que separaban el recibidor de la estancia principal.
—¿Qué hace aquí? —le preguntó ella, sin sorprenderse de verlo.
Acababa de levantarse y estaba peinándose el cabello. Era un dulce combate, un espectáculo digno de verse, un tira y afloja entre sus cabellos rizados y el peine que gobernaban sus manos bordadas con tatuajes de henna, con adornos e incrustaciones doradas. Vandervorst se quedó maravillado al ver la larga, rizada y desbocada cabellera negra que el día antes no había podido ni imaginar que se escondiera apresada por los pañuelos y los velos que le envolvían la cabeza.
—Discúlpeme. No la molestaré mucho —se apresuró a decir Vandervorst.
—No, no se preocupe, su presencia no me molesta en absoluto, sino todo lo contrario —le respondió con un susurro Mileia, y siguió desenredándose la cabellera con una delicadeza digna de la suavidad de aquellos cabellos, que parecían imposibles de domar.
—Nos vamos. —Y señaló hacia el exterior de la tienda—. Y antes de irme, quería decirle…
—¿Qué quería decirme? —lo interrumpió en un tono de voz cálido, dirigiéndole una mirada que todavía turbó más al joven sacerdote.
—Creo… Creo que usted es la mujer más bella que ha pisado esta tierra.
—¿La más bella? ¿Y cómo lo sabe? ¿Ha conocido a muchas otras mujeres? —quiso saber la bailarina.
Dejó de desenredarse los cabellos, se levantó y se puso delante de Vandervorst. Iba vestida sólo con una vaporosa túnica blanca de algodón. Los rayos de sol tibios que entraban en la tienda permitían seguir el perfil perfecto de las insinuantes curvas de su cuerpo.
—No, de hecho, tiene usted razón. No he conocido a muchas mujeres, por no decir ninguna —reconoció Vandervorst—. Pero estoy convencido de que ni siquiera un pretendiente que ofreciera todas las riquezas de su casa para obtener su amor estaría a la altura de conseguirlo.
—¿Por qué? —quiso saber la chica, que sentía curiosidad tras oír una afirmación tan contundente.
—Porque no hay suficiente dinero en el mundo ni riquezas al alcance de ningún hombre que puedan igualar su belleza, y querer comprarla sería un insulto para usted.
Ese comentario llegó al corazón de Mileia.
—Me halaga con sus palabras honestas y sinceras —le respondió llevándose la mano al pecho, al lado del corazón, que le latía inusitadamente deprisa.
—No puedo creer que no esté acostumbrada a recibir las alabanzas de sus admiradores, seguro que la adulan y adoran con todo tipo de piropos.
—No… —Y bajó la cabeza—. Está muy equivocado. Los halagos, los piropos, las alabanzas… Todo lo que recibo es en vano. Soporto una severa condena: bailo para los hombres sabiendo que suspiran pasar la noche conmigo y que sueñan con eso, pero sé que nunca podré estar con ninguno de ellos.
—¿Por qué? —se extrañó Vandervorst, al pensar que una mujer como Mileia pudiera estar condenada a vivir sola de por vida—. ¿Quién dice que eso tenga que ser así? ¿Quién le ha impuesto esa pena?
—Es una historia muy larga y no puedo explicársela ahora que lo esperan para irse…
Un gran estruendo que provenía del exterior, del campamento, cortó en seco la conversación. Era el ruido que provocaba una muchedumbre, una turba de personas gritando, corriendo, que daban la impresión de estar metidos en una pelea, aunque era todo lo contrario. El escándalo lo provocaba la llegada al campamento de un chico con la camisa hecha jirones y ensangrentada.
—¡Ayuda, ayuda, por favor! —gritaba con desesperación mientras los miembros de la tribu se arremolinaban a su alrededor. Ubach y los camelleros hicieron lo mismo. Vandervorst y Mileia salieron de la tienda, movidos por la curiosidad, y se unieron al grupo.
—¡Quieren matarme! ¡Quieren matarme! —repetía gritando insistentemente.
—¡Cálmate, tranquilízate! ¿Estás herido? —le decía el jefe de la tribu beduina—. ¿Quién te desea tanto mal como para matarte?
—La familia de la mujer que amo, y todo el campamento. Ya me han torturado —y se tocaba el pecho y los brazos, que llevaba ensangrentados y cubiertos de golpes—, pero en un descuido de los vigilantes me he podido escapar. Ahora me persiguen y os pido, por favor —y cayó de rodillas, implorando al líder del campamento—, que me ayudéis.
El jeque se acarició la barbilla, miró al chico que le pedía ayuda, y no tardó mucho en darle una respuesta.
—Por supuesto que puedes quedarte. Te acogeremos. —Y el chico se le lanzó a los pies para besárselos.
—Gracias, señor, muchas gracias… —decía el chico, mientras se inclinaba para dar las gracias a su salvador.
El jeque, no obstante, no se lo permitió. Lo cogió por los hombros, hizo que se levantara y, mirándolo a los ojos, le advirtió:
—Eres bienvenido y bien recibido, pero… —Hizo una pausa, levantó la mano derecha y cogiéndose los dedos pulgar y meñique, marcó el tiempo que podía quedarse en el campamento—: Sólo tres días. Así lo marca el código de hospitalidad y hay que respetarlo, ¿de acuerdo?
El chico, que ya no sonreía, asintió con la cabeza.