El arte de amargarse la vida (6 page)

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Authors: Paul Watzlawick

BOOK: El arte de amargarse la vida
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Un factor eficaz de interferencia en las relaciones consiste en dar al otro sólo dos posibilidades de elección, y, tan pronto como se ha decidido por una, culparle de no haber escogido la otra. En la ciencia de la comunicación, este mecanismo es conocido con el nombre de «ilusión de las alternativas» y su esquema fundamental simple es: si hace A, debería haber hecho B, y si hace B, debería haber hecho A. Un ejemplo muy claro de ello está en los consejos ya citado de Dan Greenburg a las madres judías:

«Regale a su hijo Marvin dos camisas de deporte. Cuando por primera vez se ponga una de las dos, mírele con tristeza y dígale: ¿No te gusta la otra?»

Hay que decir que la mayoría de los adolescentes son especialistas por naturaleza en esta materia y consiguen sin esfuerzo volver la tortilla. En la zona indefinida entre la infancia y la edad adulta, es pan comido para ellos conseguir que sus padres les reconozcan la libertad que es propia de los más adultos; en cambio, si se trata de obligaciones, siempre pueden valerse del pretexto de ser para ello demasiado jóvenes. Si entonces el padre o la madre rechinando los dientes dicen que mejor hubiera sido no tener más hijos, fácilmente se les puede acusar de ser unos padres desnaturalizados. En cierta manera, esto recuerda la canción deliciosa del cabaretista vienés, Gerhard Bronner, sobre el motorista imberbe y rebelde: «...la verdad es que no tengo la menor idea de adónde voy, pero, en cambio, llegaré más pronto...»

Psiquiatras y psicólogos no saben explicar por qué todos tendemos a caer en la trampa del mecanismo de las alternativas, cuando, en general, no tenemos problema en rechazar una u otra alternativa individualmente, esto es, cuando nos las presentan por separado. Hay que aprender a aprovechar este hecho de la experiencia, si uno quiere dedicarse a complicar las relaciones.

He aquí unos ejercicios sencillos para principiantes:

1. Pida usted a alguien que le haga un favor. Tan pronto como se disponga a hacerlo, pídale rápidamente que haga algo distinto. Como no podrá hacer las dos cosas a la vez, sino una después de la otra, la victoria ya es de usted: si quiere llevar a cabo la primera que ha empezado, usted puede quejarse de que deja sin atender la segunda, y al revés. Si se enfada por ello, puede usted expresarle su disgusto de que últimamente esté de tan mal humor.

2. Diga o haga usted algo que tanto pueda tomarse en serio como en broma. Después inculpe al otro, según como haya reaccionado, de tomarse en broma las cosas serias o de no tener ningún sentido por el humor.

3. Pida usted a su consorte que lea esta página advirtiéndole que en ella se describe exactamente la actitud que adopta respecto a usted. En el caso poco probable de que le dé la razón, habrá confesado una vez para siempre sus manipulaciones en la relación con usted. En el caso mucho más probable de que rechace su afirmación, usted también habrá ganado. Es decir, puede demostrarle usted que (con su rechazo) precisamente lo ha hecho otra vez, diciéndole, por ejemplo: «Si acepto tus manipulaciones sin decir nada, me manipulas todavía más; si, como ahora, te llamo la atención, me manipulas afirmando que no me manipulas.»

Esto no son más que unos ejemplos fáciles. Los aspirantes a la vida desdichada que estén realmente dotados, pueden llevar adelante esta técnica hasta intrincadas distinciones bizantinas, de modo que, al final, el consorte llegue a preguntarse con seriedad, si no será verdad que realmente ha perdido el tino. En todo caso, acabará por darle vueltas la cabeza. Con esta práctica no sólo se demuestra la propia honradez y cordura, sino también uno se procura el mismísimo cuerno de la abundancia lleno de desdichas.

También resulta útil exigir una serie de aseveraciones graduales de manera que tan pronto se ha afirmado una, se pone en duda en el grado máximo superior. En el libro ya citado de Laing, Knots (9), se encuentran ejemplos magistrales de ello. Aquí, la palabra «realmente» desempeña un papel decisivo. El siguiente ejemplo está tomado de él:

«¿Me quieres?»

«Sí.»

«¿Realmente?»

«Sí, realmente.»

«Pero ¿realmente realmente?»

Lo que sigue después, seguramente ya son ruidos de la jungla. Y ya que estamos con Laing, es recomendable mencionar otra táctica:

Dicha y felicidad, como ya dije en la introducción, son difíciles de definir positivamente, si es que ello es posible. Pero ello no ha impedido a ningún dechado de virtud atribuir a la felicidad un significado negativo. Como es sabido, el lema no oficial del puritanismo dice: «Puedes hacer lo que quieras, mientras no te agrade.» Algo diferente, pero no tanto, lo expresaba uno de los participantes en el debate televisivo (que también hemos citado en la introducción): «Creo que no está permitido hablar de felicidad en la situación actual del mundo» [11]. El participante no dice en qué época de la historia la situación actual del mundo no fue o no será también una situación actual. Admito que a uno le pese alegrarse de un vaso de agua fresca, cuando al mismo tiempo, por ejemplo, en Beirut occidental, medio millón de inocentes de la población civil se mueren de sed. Pero incluso si algún día sonase un estallido de felicidad en todo el mundo, el pesimista virtuoso todavía distaría mucho de perder los ánimos. Siempre tiene la posibilidad de echar mano de la receta de Laing recriminando al consorte que se alegra inocentemente. «¿Cómo puede esto divertirte, cuando Cristo murió por ti en la cruz? ¿Acaso él estaba divirtiéndose?» [9]. El resto es un silencio perplejo.

«SÉ ESPONTÁNEO»

La verdad es que las variaciones que acabamos de mencionar sobre el tema «amor y ajo» en el fondo son una escaramuza inofensiva comparadas con la explosividad que contiene —por más que no lo parezca— el simple pedir a los otros que se comporten de un modo espontáneo. De todos los enredos, dilemas y trampas que pueden incrustarse en la estructura de la comunicación humana, la llamada paradoja del «sé espontáneo» es sin duda la más difundida. Aquí se trata de una paradoja real, limpia, conforme a todas las exigencias de la lógica formal.

En las moradas cristalinas del Olimpo de la lógica, coacción y espontaneidad (esto es, todo lo que sale del interior de uno libre de toda influencia externa) son incompatibles. Hacer algo espontáneamente porque lo mandan es tan imposible como olvidar a propósito o dormir profundo intencionadamente. O uno actúa espontáneamente a su albedrío o cumple una orden y por tanto no actúa espontáneamente. Desde la pura lógica uno no puede hacer las dos cosas a la vez.

Pero ¿para qué inquietarse por la lógica? Al igual que puedo escribir «sé espontáneo», también lo puedo decir. Lógica va, lógica viene; el papel y las ondas sonoras lo soportan con paciencia. El receptor de la comunicación seguramente no tanto. Pues, ¿qué puede hacer entonces?

Si usted conoce la novela de John Fowles,
El coleccionista,
ya comprende cuáles son mis propósitos. El coleccionista es un joven que empieza centrando su atención en las mariposas. Las sujeta con agujas y así puede contemplar con calma su hermosura siempre que quiere. No pueden escapar. Su desgracia empieza cuando se enamora de la bella estudiante Miranda y le aplica la misma técnica —de acuerdo con la receta «más de lo mismo»—. Como él no es particularmente atractivo y, además, la opinión que tiene de sí mismo no es demasiado excelente, presume que es muy probable que Miranda no se decida espontáneamente por él. Así pues, la rapta y en vez de sujetarla con agujas, la encierra en una casa de campo solitaria. En el marco de esta pura coacción, espera y aguarda a que ella en el curso de su encierro (siempre más insoportable) acabe por enamorarse de él. Poco a poco descubre el coleccionista la tragedia inexorable y sin salida de su paradoja «sé espontáneo» por la que imposibilitó exactamente lo que en realidad quería conseguir.

¿Traído por los pelos? ¿Demasiado «literario»? Sí así lo prefiere, aquí tiene usted una situación mucho más normal que se puede producir sin necesidad de dar rodeos especiales:

Es el ejemplo deslumbrante y muy gastado de la madre que exige que su hijito haga las tareas escolares, pero no sólo esto, ha de hacerlas con gusto. Como puede ver el lector, se trata de la definición que ya hemos citado del puritanismo, pero al revés. Allí se dice: tu obligación es no sentir agrado, aquí, en cambio, tu obligación tiene que agradarte.

Por tanto: ¿qué se puede hacer? Ya hice antes esta pregunta puramente retórica, pues ni tiene salida. ¿Qué hace la mujer cuando su marido le exige no sólo que se le entregue sexualmente a toda hora, sino que además lo disfrute de lleno? ¿Qué se hace cuando se está en el pellejo del joven antes mencionado que debe hacer con gusto sus deberes de la escuela? Uno sospecha que aquí algo no funciona bien por culpa propia o por culpa del mundo. Pero, como generalmente en una controversia con «el mundo» uno tiene las de perder, prácticamente uno se ve forzado a buscar la culpa en sí mismo. Esto no parece muy convincente, ¿no es así? No pierda usted el ánimo, sus temores se disiparán fácilmente. Imagínese que transcurre su infancia en una familia en la que, por los motivos que sean, la alegría se ha convertido en obligación. Dicho con más exactitud, una familia en la que se rinde homenaje al principio de que un niño naturalmente alegre es la prueba más convincente del éxito de los padres. Cuando usted alguna vez está de mal humor o cansado o tiene miedo del examen de gimnasia o no tiene ganas de hacerse boy-scout, en la perspectiva de sus padres ya no se tratará simplemente de un mal humor pasajero, de cansancio, del miedo típico del niño o de otras razones parecidas, sino de una acusación sin palabras contra la ineptitud educativa de sus padres. Ellos se van a defender enumerándole qué y cuánto han hecho por usted, qué sacrificios les ha costado y cuan pocos motivos tiene de no estar alegre.

No pocos padres saben desarrollar el método magistralmente diciendo, por ejemplo, al niño: «Ve a tu habitación y no salgas hasta que estés de buen humor.» Es una forma elegante, por ser indirecta, de decir que el niño, con un poco de buena voluntad y esforzándose algún tanto, podría conseguir cambiar sus sentimientos de mal a bien, y, mediante la inervación de los músculos correspondientes del rostro, producir aquella sonrisa que le devuelve el permiso para residir como «bueno» entre gente «buena».

Esta táctica sencilla, que, al igual que con el ajo y el amor, embarulla inseparablemente la tristeza con la inferioridad moral —sobre todo, con el desagradecimiento—, tiene una gran importancia para nuestro tema. Es excelente para provocar en el otro profundos sentimientos de culpabilidad, que luego, adicionalmente, se pueden explicar como sentimientos que el otro no tendría, si hubiese sido una persona mejor. Y, en el caso de que el otro tuviera la desfachatez de preguntar cómo podría dominar sus sentimientos en la forma requerida, se recomienda que se indique, como ya hemos dicho, que una persona decente ya sabe esto y no tiene necesidad de preguntar. (Por favor, al decir esto, enarcar las cejas y adoptar un porte triste.)

Quien haya superado con éxito esta formación, ya puede pasar a producir depresiones por su cuenta. En cambio, sería perder el tiempo intentar provocar sentimientos de culpabilidad en gente sin entrenamiento en este menester. Nos referimos a aquellos que, aun conociendo el mal humor tan bien como el experto en la tristeza, siguen pensando que una tristeza ocasional forma parte integrante de la vida diaria; que la tristeza viene y se va, sin que uno sepa cómo; y que, si no esta noche, mañana al despertar el día ya habrá pasado. Esto no; lo que distingue la depresión de esta especie de la tristeza es la capacidad de aplicar luego con independencia lo que uno aprendió de niño, esto es, considerar que no tiene motivo ni razón para estar triste. El resultado garantizado será que la depresión se hará más profunda y durará más tiempo. Y el mismo efecto tendrán además los compañeros que, siguiendo la llamada del sentido común y las inspiraciones de su corazón, persuaden con buenas palabras, estimulan y animan al afectado a animarse. De este modo, la víctima no sólo ha logrado provocar una parte decisiva de su depresión, sino que además puede sentirse doblemente culpable, porque se ve incapaz de participar con los otros en la visión de un mundo risueño y optimista, y así da un chasco amargo a los que tenían la buena intención de animarle. Hamlet ya se percató de la diferencia amarga que hay entre la visión del mundo que tiene un melancólico y la que tienen los que le rodean y, además, supo aprovecharla estupendamente para sus fines:

«...Desde hace corto tiempo, no sé por qué causa, he perdido mi alegría; he abandonado mis distracciones usuales; y, la verdad, me encuentro tan abatido, que esta hermosa tierra me parece estéril calvario; esta magnífica bóveda, esta atmósfera, sí, este espléndido firmamento que nos cubre, ese majestuoso techo tachonado de áureo fuego, es para mí sólo un conjunto de inmundos y pestilentes vapores. ¡Obra cuán maravillosa es el hombre! ¡Cuán noble su razón! ¡Cuán infinitas sus facultades! Sus formas y movimientos ¡cuán expresivos y admirables! ¡Sus actos como los de los ángeles! Su inteligencia ¡cuán parecida a la de un dios! ¡La gloria del mundo! ¡El modelo de los seres! Y sin embargo ¿qué es para mí esta quintaesencia del polvo? No me agrada el hombre...»
[21]

Es indiferente que la paradoja «sé feliz» venga por propia prescripción o de los otros. Hay que notar, además, que no es más que una de las muchas variaciones posibles del tema básico «sé espontáneo». Como ya vimos, la conducta espontánea es apta para estos arabescos paradójicos: exigir que algo se recuerde u olvide con espontaneidad; desear un regalo y sentirse frustrado de recibirlo «sólo» por haber expresado el deseo; intentar provocar una erección o un orgasmo mediante el empeño de la voluntad que hace precisamente que sea imposible lo que se intenta; dormirse, porque uno a la fuerza quiere dormir; amar, cuando el amor se exige como obligación.

SI ALGUIEN ME QUIERE, NO ESTÁ EN SU CABAL JUICIO

Ya que hablamos de amor, empecemos por una advertencia importante. Dostoievski decía que el texto bíblico «ama a tu prójimo como a ti mismo» seguramente ha de entenderse al revés, es decir, que sólo se puede amar al prójimo cuando uno se ama a sí mismo.

Con menos elegancia, pero, en cambio, con más precisión, Marx (Groucho, no Karl) expresó la misma idea decenios más tarde: «Ni por asomo se me ocurriría hacerme socio de un club que estuviese dispuesto a aceptarme como tal.» Si usted se toma la molestia de sondear la hondura de este chiste, ya puede considerarse preparado para lo que sigue.

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