Read El arte de amargarse la vida Online
Authors: Paul Watzlawick
En todo caso, ser amado es algo enigmático. Investigar para poner en claro el asunto, no es aconsejable. En el mejor de los casos, el otro no sabrá qué decirle; en el peor de los casos, resultará que su motivo es algo que usted mismo hasta el momento no había tenido nunca como su cualidad más agraciada; por ejemplo, un lunar en su hombro izquierdo. Otra vez y sin lugar a dudas, callar es oro.
Ya empieza a verse más claro lo que de aquí puede aprenderse para nuestro tema. No acepte simplemente agradecido lo que la vida le ofrece por medio de su consorte (que sin duda también merece su amor). Cavile. Pregúntese en secreto —no a su consorte— por qué será. Pues éste, evidentemente, habrá hecho sus pensamientos secretos al respecto. Y por cierto no se los va a revelar.
Personalidades esencialmente más importantes que yo se han afanado inútilmente por desentrañar esta paradoja del amor humano y sobre el amor humano se basan algunas de las creaciones más famosas de la literatura universal. Fijémonos en la frase siguiente de una carta de Rousseau a Madame d'Houdetot: «Si Vos llegáis a ser mía, voy a perderos, precisamente porque luego os poseeré, a Vos, a quien adoro.» Puede que sea útil leer la frase otra vez. Lo que parece que Rousseau quiere decir es: el que se me entrega, por esto mismo ya no es apto para seguir siendo el prototipo de mi amor. (Este concepto aparentemente exaltado es de uso corriente en un conocido país meridional, en donde el amante, convencido de su pasión, asalta a su adorada para que le conceda su amor, y, tan pronto como ella se deja conquistar, la desprecia, pues una mujer decente nunca habría hecho «esto». En el mismo país rige también el principio —está claro, nunca reconocido oficialmente— de que todas las mujeres son putas, excepto mi madre —ella fue una santa—. Es evidente, con la madre, «esto», naturalmente, no iría.)
En su obra famosa,
El ser y la nada,
Jean-Paul Sartre define el amor como un intento vano de poseer una libertad como libertad. Sobre esto explica
[19]
:
«Por otra parte, (el amante) no se daría por satisfecho con esta forma eminente de libertad que consiste en el compromiso libre y voluntario. ¿Quién se contentaría con un amor que se diese como pura fidelidad a la fe jurada? ¿Quién aceptaría que le dijesen: «te amo, porque me he comprometido libremente a amarte y no quiero faltar a mi palabra; te amo por fidelidad a mí mismo»? De este modo, el amante pide el juramento y se irrita por el juramento. Quiere ser amado por una libertad y reclama que esta libertad, como libertad, ya no sea más libre.»
Más detalles sobre estas extrañas e insolubles complicaciones del amor (y de muchas otras formas de conducta aparentemente irracional) los encontrará el lector interesado en el libro
Ulysses and the Sirens
[2]
del filósofo noruego Jon Elster. Pero para cubrir las necesidades del principiante, seguramente ya basta con lo dicho. Aun cuando no sea capaz de lograr la maestría de los Grouchos Marx de este mundo, no por esto necesita relegarse permanentemente a un bajo nivel de habilidad. El requerimiento clave es su falta de convencimiento de ser digno del amor de los demás. Con esto, por de pronto, ya se desacredita todo aquel que quiere a alguien. Pues el que quiere a alguien que no merece ser querido, no está en su cabal juicio. Defectos característicos como masoquismo, apego neurótico a una madre castradora, fascinación morbosa por lo de calidad inferior y otros motivos de esta especie serían las explicaciones del amor del hombre o de la mujer en cuestión y, por lo mismo, harían su amor insoportable. (Para escoger el diagnóstico más satisfactorio se precisan unos ciertos conocimientos de psicología o al menos haber participado en sesiones de grupos de encuentro.)
Y así se descubre la mezquindad no sólo del ser amado, sino también del amante y hasta del mismo amor. ¿Qué más se puede pedir? De todos los autores que conozco, Laing en sus Knots es el que mejor ha expuesto este dilema, por esto cito textualmente sus palabras [9]:
No me aprecio a mí mismo.
No puedo apreciar a nadie que me aprecie.
Sólo puedo apreciar al que no me aprecia.
Aprecio a Jack,
porque no me aprecia.
Desprecio a Tom
porque no me desprecia.
Sólo una persona despreciable
puede apreciar a alguien
tan despreciable como yo.
No puedo querer a nadie
a quien yo desprecie.
Como quiero a Jack
no puedo creer que él me quiera.
¿Cómo puede demostrármelo?
Sólo a primera vista parece esto absurdo, pues las complicaciones que comporta este punto de vista son clarísimas. Ello no tendría que desanimar a nadie; o como dice Shakespeare en uno de sus sonetos: «Esto lo saben todos; pero no saben cómo huir del cielo, que atrae este infierno.» Lo más práctico, en definitiva, es enamorarse desesperadamente de una persona casada, de un cura, de una estrella de cine o de una cantante de ópera. De este modo, uno viaja lleno de esperanza sin llegar nunca. Y, además, se ahorra la desilusión de tener que comprobar que el otro a lo mejor está dispuesto a aceptar la relación, con lo que inmediatamente se convertiría en inatractivo.
Quien ama, naturalmente, está dispuesto a ayudar al ser amado. Pero se tiene por particularmente noble y bondadoso ayudar incluso a personas con las que no se tienen lazos especiales de amistad, por ejemplo, a los extranjeros. La ayuda desinteresada constituye un alto ideal y por lo visto contiene su propia recompensa.
No importa que nos alarmemos por ello, pues la disposición a ayudar, como toda acción buena, puede estar «afectada por la palidez del pensamiento». Ya lo vimos al tratar del tema «amor». Para atizar la duda sobre el desinterés y la pureza de intenciones de nuestra ayuda, basta que nos preguntemos si no será que en ello abrigamos segundas intenciones: ¿lo hice como si fuera un ingreso en mi cuenta corriente celestial?, ¿para impresionar?, ¿para causar admiración?, ¿para obligar al otro a estarme agradecido? o, simplemente, ¿para acallar mis remordimientos de conciencia? Como ve usted, el poder del pensamiento negativo casi no tiene fronteras, pues el que busca encuentra. Al que es puro, todo le parece puro; en cambio, el pesimista descubre por todos lados la pata de gallo, el talón de Aquiles o cualquiera de las otras metáforas que haya en el ámbito de la pediatría.
Si alguien todavía tiene dificultades con ello, que se enfrasque en la bibliografía especializada. ¡Ya se le abrirán los ojos! Descubrirá que el honrado bombero de hecho es un pirómano inhibido; el valiente soldado da rienda suelta a las pulsiones suicidas que tiene en lo profundo de su inconsciente o a los instintos homicidas; el policía anda a la brega con los crímenes de los otros, para no volverse él mismo un criminal; el detective famoso a duras penas disimula una actitud paranoide; todo cirujano es un sádico disfrazado; el ginecólogo un voyeur, el psiquiatra quiere jugar a ser Dios. Voila, así de sencillo es desenmascarar la podredumbre del mundo.
También en el caso de que al «ayudante» no le vaya esta manera de descubrir los «verdaderos» motivos, la ayuda se puede convertir en una forma de infierno para dejar estupefacto al profano en estas materias. Para ello basta que nos imaginemos una relación en la que una persona predominantemente da ayuda y la otra la recibe. La misma naturaleza de una tal relación sólo conduce a dos resultados posibles, y los dos son fatales: la ayuda será un fracaso o un éxito (no hay término medio posible). En el primer caso, hasta el «ayudante» más fervoroso acabará por abandonar la relación profundamente desengañado y amargado. Si, en cambio, la empresa ha tenido éxito, el ayudado ya no necesita más ayuda y por lo mismo la relación también se deshace, habiéndose agotado su sentido y motivo.
Como ejemplos literarios se nos ocurren sobre todo las numerosas novelas y libretos, en especial del siglo XIX, en los que un noble caballero se propone como objetivo de su vida salvar y purificar el alma de una prostituta empedernida (que en realidad es inocente y merecedora de toda estima). Nos dan ejemplo de ello las mujeres, casi siempre inteligentes, responsables y sacrificadas, con su propensión fatal a convertir, por el poder de su amor, a los borrachos, jugadores o criminales en dechados de virtudes, mujeres que hasta el final responden a «más de la misma» conducta del hombre con «más del mismo» amor y disposición a ayudar. Por lo que hace a su potencial de desdichas, estas relaciones son casi perfectas, pues aquí las dos personas se adaptan y ajustan mutuamente, como apenas parece ser posible en las relaciones positivas. (En esto se equivocó rabí Jochanan cuando dijo: «Es más difícil entre los hombres lograr un matrimonio congeniado que el milagro de Moisés en el Mar Rojo.») Para que una mujer pueda sacrificarse, necesita un hombre problemático y propenso a caer; en la vida de un hombre que de alguna manera funciona por sí solo, ella no ve ni espacio ni necesidad para su ayuda —y, por tanto, para sí misma—. Por otra parte, él necesita quien le ayude sin desmayo, para poder seguir sufriendo su naufragio. Una mujer que profesa el principio de que una mano lava la otra, seguramente abandonará pronto esta relación. La receta es, por tanto: buscar la persona que con su manera de ser posibilite y ratifique la propia manera de ser, y guardarse, también aquí, de llegar a la meta.
En la teoría de la comunicación, este modelo de relación se denomina colusión. Con ello se quiere indicar un arreglo sutil, un quid pro quo, un acuerdo en el plano de la relación (a lo mejor sin que se tenga idea de ello) por el que uno deja que el otro le confirme y ratifique como la persona que uno cree ser. El no iniciado podría preguntar aquí con razón, para qué se necesita entonces una pareja. La respuesta es sencilla: imagínese usted a una madre sin hijo, a un médico sin enfermos, a un jefe de Estado sin Estado. Esto no serían más que esquemas, por decirlo así, personas provisionales. Sólo cuando tenemos el papel que necesitamos, nos convertimos en «reales»; sin él estamos a merced de nuestros sueños que, como se sabe, son vanos. Pero ¿por qué tiene uno que estar dispuesto a desempeñar para nosotros este papel determinado? Para ello hay dos motivos:
1. El papel que él tiene que desempeñar para que yo sea «real», es el papel que él mismo quiere desempeñar para construir su propia «realidad». A primera vista, esto hace el efecto de un arreglo perfecto, ¿no es verdad? Pero observe usted que para que siga siendo perfecto, no puede modificarse en absoluto. Ya fue Ovidio quien escribió en sus
Metamorfosis
: nada permanece estable sobre la tierra; al flujo sigue siempre el reflujo. Aplicado a la colusión, esto significa que los niños tienen la tendencia fatal a crecer, los enfermos a sanar; y así, al entusiasmo del «acuerdo» en la relación sigue el reflujo del desencanto y con él el intento desesperado de imposibilitar al otro la rotura. A ese propósito, escribe Sartre (19, página 431):
«Mientras intento librarme de la apropiación del otro, el otro intenta librarse de la mía; mientras busco someter al otro, el otro busca someterme. No se trata aquí en modo alguno de relaciones unilaterales como un objeto-en-sí, sino de relaciones recíprocas y perturbadoras.»
Como toda colusión presupone necesariamente que el otro tiene que ser exactamente de por si como yo le quiero, ésta desemboca inevitablemente en una paradoja de «sé espontáneo».
2. Esta fatalidad es todavía más manifiesta, si miramos el otro motivo que puede dar ocasión a que el consorte desempeñe el papel que precisa nuestro sentido de la «realidad», esto es, una compensación proporcionada al esfuerzo de esta acrobacia. Como ejemplo de ello, a uno se le ocurre enseguida la prostitución. El cliente desea, naturalmente, no sólo que la mujer se le entregue, porque ha pagado por ello, sino porque ella también lo quiere «realmente». (Usted notará que el concepto admirable de «realidad» se usa mucho aquí.) Diríase que la cortesana dotada logra con bastante desenfado despertar y mantener esta ilusión. Las practicantes menos talentosas desencantan al cliente precisamente en este punto. Pero este desencanto no es en modo alguno exclusivo de la prostitución en sentido estricto; propende fatídicamente a brotar siempre que en una relación haya elementos colusivos. Un sádico, dice el mote conocido, es el que trata con delicadeza al masoquista. El problema de muchas relaciones homosexuales está en que las personas en cuestión suspiran por relacionarse con uno que sea «realmente» hombre, pero, por desgracia, tienen que comprobar que también el otro «no es más que» un homosexual.
En su pieza de teatro,
El balcón
, Jean Genet
[4]
dibuja un cuadro magistral de este mundo colusivo. Madame Irma es la directora de un superburdel, donde los clientes —naturalmente, pagando— pueden alquilar la encarnación de sus personajes contrapuestos. En un momento de la obra, Madame Irma hace un repaso de sus clientes: dos reyes de Francia con festejos de coronación y otros rituales diversos; un almirante sobre el puente de su torpedero que se va a pique; un obispo en estado de adoración perpetua; un juez juzgando; un general montado a caballo; un san Sebastián; Cristo en persona. (Todo esto, mientras en la ciudad se ha desencadenado la revolución y los distritos del norte ya han caído en manos de los rebeldes.) A pesar del cuidado que pone Madame Irma en conseguir una organización esmerada, siempre surgen contratiempos que desilusionan. Y es que, con el mejor empeño, no puede disimularse el hecho de que todos los personajes alquilados con frecuencia no pueden o no quieren desempeñar su papel tal como el cliente imagina que ha de ser la experimentación de su propia «realidad». Por ejemplo, dice el «juez» a la «ladrona»:
«Mi condición de juez es una emanación de tu condición de ladrona. Bastaría que te negases... pero no te lo aconsejo, negarte a ser lo que eres, lo que tú eres, y, por lo mismo, quien tú eres, y yo dejaría de existir..., desaparecería, me evaporaría. Reventaría. Aniquilado. Negado... ¿Y luego?, ¿y luego? Pero tú no te negarás, ¿verdad? Tú no te negarás a ser una ladrona. ¡Esto sería terrible!, ¡criminal! ¡Tú me quitarías mi ser! (Suplicante.) Dime, mi pequeña, mi amor, ¡tú no te negarás!
Ladrona (coqueta): ¿Quién sabe?
Juez: ¿Qué?, ¿qué has dicho? ¿Te negarías?... Dime otra vez, ¿qué has robado?