Read El arte del asesino Online

Authors: Mari Jungstedt

El arte del asesino (12 page)

BOOK: El arte del asesino
9.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Se estremeció bajo el edredón que aún conservaba el olor de Johan. No podía ocurrir eso. Se levantó, metió los pies en las zapatillas y fue a buscar la camiseta que estaba aún en el sofá. Entró en el dormitorio y se inclinó sobre la cuna donde dormía Elin. El sol entraba en la cocina; parecía un tanto irreal tras semanas de cielos plomizos. Se dio cuenta de que casi se había olvidado de cómo era la luz solar.

Preparó el café y las tostadas. Se sentó en su sitio habitual al lado de la ventana y contempló el paisaje. La cantidad de nieve era suficiente para que los niños se pudieran deslizar con los trineos, y se alegró de ello. Había una colina cerca por la que a los niños les encantaba descender. Elin podría pronto acompañar a Sara y a Filip.

Ambos estaban ahora con su padre. De hecho, había empezado a acostumbrarse a esa interrupción rutinaria bisemanal, y ahora disfrutaba quedándose sola con Elin dos semanas de cada cuatro. Se quedó mirando la silla de enfrente. En ella se había sentado Olle durante todos los años de convivencia, y allí se había tomado su té verde, cuyo aroma ella no soportaba. Por suerte, a Johan tampoco le gustaba.

Emma se preguntaba qué manías aparecerían cuando empezaran a vivir juntos. Esas cosas que Johan quizá no había mostrado hasta ahora, pero que aflorarían en cuanto mudara sus bártulos.

«Él se sentará ahí a partir de ahora», pensó, e intentó imaginarse a Johan en la silla de enfrente. ¿Cuánto duraría el amor esta vez?

Suspiró y metió otra rebanada de pan en la tostadora. Era muy consciente de que estaba abatida tras el fracaso de su primer matrimonio y de que tal vez veía la cuestión en términos demasiado negativos. Nada apuntaba a que las cosas fueran a ir tan mal en esta ocasión.

Cuando terminó de desayunar, recogió la mesa y fue otra vez a ver a la pequeña. Seguía dormida.

De vuelta del dormitorio se vio al sesgo en el espejo redondo de la entrada. Se detuvo, lo descolgó, se lo llevó al dormitorio, se tumbó en la cama y lo situó delante de ella.

Permaneció un buen rato allí, contemplando la palidez invernal de su rostro. Tenía los ojos tristes y cansados, los labios descoloridos, pero su cabello, en cambio, parecía hermoso esparcido sobre la almohada ¿Quién era ella en realidad y qué quería? Tenía tres hijos, pero aún se sentía perdida como una niña. En el fondo no sabía cómo pensaba realmente la persona que veía reflejada en el espejo. Había mucha gente que la quería, y, sin embargo, se sentía desarraigada. La verdad es que nunca fue una persona particularmente segura de sí misma.

De pronto, fue consciente de que casi nunca había tomado sus propias decisiones. Era evidente. Siempre dejó que las circunstancias mandaran. Cuando conoció a Olle, él la cortejó y tomó la iniciativa la mayor parte de las veces. Era guapo, simpático y considerado, y estaba muy enamorado de ella. ¿Se había dejado llevar por las circunstancias como una estúpida carente de voluntad propia?

Alejó un poco el espejo. Se enfrentó con su propia mirada. ¿A qué estaba jugando? Ya era hora de que decidiese en qué dirección quería encaminar su vida.

En el fondo no era difícil tomar esa decisión. En absoluto.

Capítulo 26

Ya avanzada la tarde, el comisario obtuvo respuesta a varias cuestiones importantes. Wittberg entró en su despacho y se dejó caer en la silla que había al otro lado del escritorio. Llegó con el pelo revuelto, y le ardían las mejillas de la agitación.

—¡Joder! Escucha. He averiguado tantas cosas que no sé por dónde coño empezar.

—Adelante…

—He localizado a Sixten Dahl, a Mattis Kalvalis y Vigor Hankas, el agente. Es cierto, viajaron juntos a Estocolmo. Durante la exposición Sixten Dahl le hizo al artista una oferta imposible de rechazar. Como aún no había firmado el contrato con Egon Wallin, aceptó acompañar a Dahl y visitar su galería el domingo, conocer a sus colaboradores e informarse de todos los detalles de la oferta. Hasta aquí, nada raro. Pero en lo referente a la venta de la galería aquí en Visby, resulta que Egon Wallin se la vendió a un tal Per Eriksson, de Estocolmo.

—Eso va lo sabíamos.

—Ya; pero lo que no sabíamos es que ese Per Eriksson es un hombre de paja. El verdadero comprador es Sixten Dahl. —Se echó hacia atrás con una sonrisa de triunfo y añadió—: Eso es la leche, ¿no te parece?

Knutas hubo de echar mano de la pipa.

—Tenemos que seguir investigando ese asunto. ¿Volverán por aquí esos dos lituanos?

—Ya están en el hotel. Pero mañana por la tarde salen para Lituania. Me he tomado la libertad de decirles que tienen que presentarse aquí mañana a las doce.

—Bien. ¿Y Sixten Dahl?

—A él lo interrogará la policía de Estocolmo mañana por la mañana.

—Buen trabajo, Thomas.

Sonó el teléfono. Era el forense, que ya le podía comunicar a Knutas el resultado preliminar de la autopsia. Cubrió el auricular con la mano y preguntó a Wittberg:

—¿Alguna cosa más?

—De eso puedes estar seguro.

—Bien, lo trataremos luego, en la reunión. Tengo al forense al teléfono.

Wittberg desapareció.

—Empezaremos por la causa de la muerte —comenzó el forense—. Wallin fue estrangulado unas horas antes de que lo colgaran de la soga. A juzgar por las lesiones, probablemente fue agredido por la espalda y estrangulado con una cuerda cortante, de las de piano. Presenta contusiones en los brazos, restos de piel debajo de las uñas y arañazos en el cuello que indican que trató de defenderse. Al mismo tiempo, la cuerda ha penetrado profundamente en la carne de manera que…

—Gracias, ya basta; no necesito un informe tan detallado por ahora.

Se había vuelto más sensible con los años. Ya no soportaba descripciones minuciosas de las lesiones de las víctimas.

—Ah, vale. —El forense carraspeó y prosiguió con un tono de voz que parecía algo contrariado—. Por lo que se refiere al resto de las lesiones, tiene algunas heridas en la cara, un chichón en una ceja y un rasguño en la mejilla. Probablemente todo eso se lo produjo en el momento de la agresión y cuando lo arrastraron por el suelo.

—¿Puedes concretar un poco más cuánto tiempo llevaba muerto?

—Sólo que probablemente lo asesinaron entre las doce de la noche y las cinco o las seis de la madrugada. Es todo lo que puedo decirte de momento. Ahora mismo te envío por fax el resultado.

Knutas le dio las gracias y colgó. Luego, llamó a la centralita de la Policía Nacional y pidió que le pasaran con el comisario Martin Kihlgård. La relación entre ellos no estaba exenta de fricciones, pero necesitaba ayuda de la Policía Nacional. Dado que Kihlgård era enormemente popular entre sus colegas, sería una estupidez pedírselo a otro. Sonaron varias señales antes de que Kihlgård descolgara el teléfono. Se notaba que estaba comiendo algo.

—Sí, ¿dígame? —respondió con voz pastosa.

—Hola, soy Anders Knutas, ¿qué tal?


¡Knutte!
—exclamó encantado su colega—. Me estaba preguntando cuándo llamarías. Perdona, sólo voy a terminar de masticar lo que tengo en la boca.

Oyó a través del auricular el frenético ruido que hacía al masticar, seguido de dos buenos tragos de alguna bebida. Terminó con un ligero eructo. Knutas hizo una mueca de desagrado. El apetito desmedido de Kihlgård era algo que le ponía muy nervioso, eso y el hecho de que su colega de Estocolmo insistiera en llamarlo
Knutte,
pese a que le había pedido en repetidas ocasiones que no lo hiciera.

—Bueno, donde hay vida hay esperanza, aunque te agradezco que me llames porque ya empezaba a aburrirme; aquí pasan muy pocas cosas.

—Hombre, eso es bueno —afirmó Knutas con sequedad—. Vamos a necesitar ayuda.

Le explicó el caso de la forma más resumida que pudo y Kihlgård escuchó con atención; de vez en cuando asentía.

Knutas se lo podía imaginar perfectamente, sentado en su amplio despacho de la Policía Nacional en Estocolmo, balanceando su enorme corpachón en la silla y con sus largas piernas apoyadas en otra. Kihlgård medía descalzo un metro noventa y pesaba con toda seguridad bastante más de cien kilos.

—Es asombroso, cuántas cosas pasan ahí, parece el salvaje Oeste.

—Sí, me pregunto hacia dónde vamos —suspiró Knutas.

—Voy a reunir ahora mismo a algunos compañeros y lo más probable es que salgamos mañana temprano en el vuelo que mejor nos encaje.

—Bien. Nos vemos.

Capítulo 27

Había pasado por delante de aquel lugar varios días. Al principio sintió muchos deseos de entrar, pero decidió esperar. Cada vez que se desplazaba hasta allí se disfrazaba un poco. Por seguridad. Siempre cabía la posibilidad de que se encontrase con algún conocido. Había decidido hacer cada cosa en su momento y tomarse el tiempo necesario. Se iría acercando poco a poco, para pasar inexorablemente al ataque cuando llegara la ocasión. Primero quería conocer bien a su víctima. Luego sería demasiado tarde.

Ahora estaba observando al hombre a través de los cristales. Trató de hacer acopio de valor antes de entrar. No porque tuviera miedo del otro, sino de sí mismo. De que no pudiera contenerse y se echara sobre él. Inspiró profundamente unas cuantas veces. El autocontrol era siempre su fuerza, y ahora se sentía inseguro.

Notó que respiraba hondo, se dio cuenta de que no funcionaría, y dio una vuelta por el barrio para calmar los nervios. Cuando regresó, el hombre salía con una bolsa negra grande en la mano; se dirigió a pie hasta el metro.

Lo siguió. En la tercera estación, el tipo se apeó y subió por la escalera mecánica que conducía a la calle. Cruzó la calzada y entró en uno de los gimnasios más grandes y exclusivos de la ciudad. Lo siguió y pagó en caja la entrada, carísima: ciento cincuenta coronas.

El gimnasio estaba casi vacío a esas horas del día. Se oía el ruido de algún aparato, el ritmo de la música. Una chica con mallas ajustadas y la camiseta pegada al cuerpo pedaleaba en una bicicleta estática y leía al mismo tiempo. Al poco rato salió del vestuario la persona a quien él iba siguiendo y empezó a correr en una cinta mecánica; aquello le pareció patético.

Como no llevaba ropa de gimnasia, no podía participar, lo cual era ana pena. Habría sido divertido correr cerca de él, provocarlo de alguna manera.

Aunque había decidido avanzar despacio para alargar el sufrimiento todo lo posible, sintió el imperioso deseo de hacer algo en aquel preciso momento, sólo para intimidarlo. Entró en el lavabo y comprobó que el disfraz estaba como debía.

Cuando salió, el hombre se había pasado a la barra con las pesas. Estaba tumbado en un banco levantándolas. Observó a distancia cómo iba añadiendo más pesas. Al final estaba allí tumbado jadeando a causa del esfuerzo, con cuarenta kilos a cada extremo de la barra.

Miró con cautela a uno y otro lado antes de acercarse. El otro, tumbado boca arriba, no advirtió su presencia. No había nadie cerca, la chica de la bicicleta pedaleaba en otra sala y estaba de espaldas, y el único chico que había en la sala de musculación ya se había ido. Debía aprovechar la ocasión.

Se detuvo en el último segundo. Algo hizo que se detuviese y retrocediera unos pasos. Nada de acalorarse demasiado ahora. Ello podría dar al traste con todo. Debía contenerse, nada de improvisar algún disparate que pudiera estropearlo todo. ¿Qué pasaría si lo detenía la policía antes de que estuviera preparado? Eso sería un desastre.

Subió la breve escalera que conducía a la cafetería del gimnasio. Se dejó caer en una silla y trató de concentrarse en respirar despacio.

Al cabo de un rato se levantó para ir a buscar un vaso de agua, pero de pronto se sintió indispuesto. Tuvo que apresurarse hasta los servicios más cercanos, situados justamente en la sala de musculación.

Le recorrieron el cuerpo unas fuertes convulsiones y vomitó en la taza del váter. Para mayor irritación, notó que se le saltaban las lágrimas. Permaneció un rato sentado en el suelo tratando de recobrarse. ¿No iba a ser capaz de llevar a cabo lo que se había propuesto?

De pronto llamaron a la puerta. Se quedó paralizado y el corazón le empezó a latir desbocado.

Se levantó rápidamente, se enjuagó la cara y tiró varias veces de la cadena. Cuando abrió la puerta estuvo al borde de sufrir un ataque. Allí estaba él. Le preguntó con gesto preocupado qué le pasaba.

Durante unos segundos interminables miró fijamente aquellos ojos de color gris verdoso que expresaban preocupación y simpatía. Farfulló que no era nada y pasó delante de él.

Capítulo 28

Más tarde, cuando Knutas informó en la reunión al resto de los miembros de la Brigada de Homicidios de la llegada de Martin Kihlgård, la noticia fue recibida con aplausos.

El animado y robusto comisario de la Policía Nacional no sólo era un buen policía, sino también un tipo chistoso que había aliviado la situación en muchas reuniones matinales desalentadoras, cuando el curso de la investigación parecía encallado. Karin Jacobsson era una de las que más cariño le tenía, y en ese momento su cara resplandecía. Knutas hacía mucho que no veía a Karin tan contenta. A veces casi se preguntaba si no estarían enamorados. Al mismo tiempo, la idea de imaginárselos como pareja le parecía ridicula. Karin seguro que pesaba la mitad que Kihlgård, y sólo le llegaba a la altura del pecho. Además, había entre ellos una diferencia de quince años; no es que el hecho en sí fuera un impedimento, pero Kihlgård parecía mucho mayor, como si perteneciera a otra generación muy distinta. El comisario pensaba que se parecía mucho a Thor Modéen, el actor de las películas cómicas de los alegres años cuarenta. En ocasiones eran igual de estrafalarios. Ahora bien, no había que dejarse engañar por la apariencia cordial de Kihlgård. Era un policía sagaz, duro, minucioso y muy osado.

Cuando se aplacó el entusiasmo por la buena noticia, prosiguió la reunión con un resumen de lo que habían averiguado a lo largo del día. Thomas Wittberg, tras llamar de puerta a puerta en Snäckgärdsvägen, donde vivía la familia Wallin, tenía algunas cosas interesantes que contar.

—En primer lugar, hemos sabido que Monika Wallin tenía un amante —comenzó Wittberg.

—¡No me digas! —exclamó Knutas sorprendido.

No fue esa la impresión que él sacó tras interrogar aquel mismo día a la esposa de Egon Wallin.

Todos los reunidos escuchaban atentamente.

—Está liada con un vecino, Rolf Sanden, que vive en la misma hilera de chalés. Enviudó hace algunos años y los hijos ya no viven en casa. Fue obrero de la construcción, y ahora cobra la prejubilación. Al parecer llevan ya varios años con ese tejemaneje, según los vecinos. A grandes rasgos, todos han dicho lo mismo, excepto una señora de edad que parecía ciega y sorda, así que no es de extrañar que no haya notado nada. Si Egon Wallin ignoraba todo lo relativo a esa relación, era el único del barrio que no lo sabía.

BOOK: El arte del asesino
9.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Waste by Andrew F. Sullivan
Pushing Past the Night by Mario Calabresi
Access Granted by Rochelle, Marie
Her Dark Knight by Sharon Cullen
The Spooky Art by Norman Mailer
THIEF: Part 4 by Malone, Kimberly
What A Gentleman Wants by Linden, Caroline
Troubles in the Brasses by Charlotte MacLeod