Read El arte del asesino Online
Authors: Mari Jungstedt
Mientras esperaban a que llegaran los refuerzos, le invitó a tomar un café. Fue entonces cuando Knutas abordó el tema espinoso. Decidió ir directo al grano.
—¿Por qué no dijiste nada de que tenías una relación amorosa con Rolf Sandén cuando estuve aquí la última vez?
Evidentemente, ella esperaba la pregunta.
—No me pareció que fuera relevante —respondió con gesto inexpresivo.
—Todo lo que tenga que ver contigo y con Egon es relevante para nosotros. ¿Lo sabía Egon?
—No, no sabía nada —negó con un hondo suspiro—. No notaba nada de nada. Hacía tiempo que había dejado de fijarse en mí.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Lo teníamos todo convenido. Nos veíamos durante el día sólo cuando él estaba en la galería. Yo trabajo mucho en casa. No suelo estar en la galería más que los lunes.
—Por lo visto, los vecinos lo sabían…
—Eso es inevitable en una zona tan pequeña como esta. Tampoco me preocupa; de todos modos, no nos relacionamos con nadie de por aquí.
—A excepción de Rolf, claro…
—Sí, a excepción de Rolf.
Los cuadros hallados en el trastero de la casa de los Wallin fueron incautados por la policía y enviados en el primer vuelo a Estocolmo, a casa de subastas Bukowskis, para su identificación y tasación. Erik Mattson los recibió el martes por la mañana.
En menos de una hora había identificado las obras y comprobado su autenticidad. Todas lo eran. El cuadro grande de Zorn con las jóvenes de Dalecarlia a la orilla del lago Siljan tenía un valor de entre tres y cuatro millones. El resto podía valorarse en unos cientos de miles de coronas cada uno. Calculó que, en total, el conjunto rondaría los cuatro o cinco millones de coronas. Se trataba de obras conocidas, y, tras buscarlas en la base de datos, comprobó que todas ellas habían sido robadas.
Los dos cuadros de Zorn habían sido sustraídos tres años antes a un coleccionista de Gotemburgo; la pintura de Carl Larsson la habían sustraído el año anterior en una exposición en Falun, y la de Bruno Liljefors desapareció en el curso de un traslado desde una casa de Gotland hacía unos meses.
Cuando terminó, Erik Mattson llamó inmediatamente a Knutas.
—¡Es increíble! —exclamó el comisario—. Todos robados. ¿Está seguro?
—Sí, claro, lo pueden comprobar en vuestros registros.
—¿Y está seguro de que son auténticos?
—Sin duda alguna.
—Muchas gracias.
Knutas colgó el auricular y marcó el número directo de la Policía Nacional para pedirles que comprobaran los robos, cómo ocurrieron los hechos y sí había algún sospechoso.
Miró abstraído a través de la ventana.
Así pues, Egon Wallin estaba involucrado en robos de cuadros a escala nacional o, al menos, había actuado como receptador, lo cual era bastante grave. Estaba conmocionado. ¿Tan malo era catalogando a las personas? Él que pensaba que Egon Wallin era un hombre tan honesto… ¿Había más cosas que no supiera de él?
A lo largo del día se procedería al registro en la casa de los Wallin y en la galería. Esperaba con ansiedad conocer los resultados.
A los medios de comunicación no les sorprendió que la policía hubiese acordonado la casa de los Wallin y la estuviera registrando. Los vecinos habían visto que sacaban cuadros del trastero, y el rumor de que eran robados no tardó en extenderse.
—Lo presentía —exclamó Pia impaciente en el coche, de camino a la calle Snäckgärdsvägen—. Sabía que había algo raro con Egon Wallin.
Cuando llegaron, en la zona de los chalés adosados reinaba una actividad febril. El área estaba acordonada y había varios coches policiales aparcados a la puerta de los Wallin. Algunos vecinos seguían sin el menor disimulo el trabajo de la policía. Johan vislumbró a Monika Wallin a través de la ventana de la cocina. Sintió pena por ella.
Se acercó a uno de los agentes que estaban de vigilancia.
—¿Qué ocurre, agente?
—No puedo responder a esa pregunta. Tendrás que hablar con el portavoz de prensa o con el responsable de la investigación, Anders Knutas.
—¿Se encuentra aquí alguno de ellos?
—No.
—Al menos podrás decirme por qué habéis acordonado el área, ¿no?
—En la casa se han encontrado objetos de interés para la policía, no puedo decirte más.
—¿Se trata de cuadros robados?
El agente permaneció impasible.
—Tampoco puedo responder a esa pregunta.
Johan y Pia intentaron hablar con algunos vecinos, quienes sólo pudieron contarles que no tenían ni idea de que los Wallin guardaran en casa cuadros robados. Sin embargo, los remitieron a la chismosa del barrio, que vivía en la última casa de la hilera de chalés. Si alguien sabía algo más, tenía que ser ella.
La señora, que aparentaba por lo menos ochenta años, abrió la puerta antes de que les hubiera dado tiempo a llamar. Era alta y delgada, con el cabello plateado recogido en un moño. Llevaba un vestido elegante. Iba arreglada como si fuera a salir.
—¿Qué queréis? —les preguntó con desconfianza—. ¿Sois de la policía? Ya he contado todo lo que sé.
Al parecer, el hecho de que Pia llevara una cámara de televisión no le dio ninguna pista a la señora.
Se presentaron.
—¿Sois de la televisión? ¡No me digas! —Se río azorada y se retocó automáticamente el cabello—. Ingrid Hasselblad —se presentó tendiéndoles un brazo escuálido.
Tenía las uñas pintadas de rojo y bien cuidadas. De pronto, abrió la puerta de par en par.
—Pasad, pasad, ¿puedo invitaros a un café?
—Sí, gracias.
Johan y Pia se miraron. Normalmente, el café presuponía que la entrevista se alargaría más de lo previsto, pero en aquella ocasión quizá valiera la pena.
Los condujo hasta la sala de estar. La vista era maravillosa; el mar estaba tan cerca, que parecía como si las olas pudieran salpicar la ventana.
—Disculpadme un momento.
La señora desapareció y cuando volvió con la bandeja del café Johan advirtió que se había retocado el carmín de los labios, además de ponerse demasiado colorete en las mejillas.
El café era flojo y las pastas estaban secas, pero tanto Pia como Johan le elogiaron lo buenos que estaban.
—¿No hace daño eso? —preguntó Ingrid Hasselblad señalando la perla que Pia llevaba en la nariz.
—Ah, no, ni la siento —repuso Pia sonriente.
—Parece ser la moda de ahora. Es algo que nosotros los viejos no acabamos de entender. —Se retiró una miga de la falda—. Fui maniquí de joven. Pero de eso hace mucho tiempo, claro.
—Nos gustaría hacerle unas preguntas acerca de los Wallin —atajó Johan, pensando que ya estaba bien de chachara—. ¿Podemos grabar al mismo tiempo?
—Ah, sí, no hay ningún problema.
La anciana irguió la espalda y sonrió a la cámara como si creyese que se trataba de tomar fotografías de estudio.
—Entonces, vamos a hacer como si la cámara no existiera y estuviésemos usted y yo hablando solos —explicó Johan.
—De acuerdo.
Ingrid Hasselblad seguía sin parpadear en la misma posición de antes, con una sonrisa estereotipada en los labios pintados.
—Está bien, si se vuelve hacia mí —le instruyó Johan—, ensayaremos un poco primero antes de poner en marcha la cámara. Para ir entrando en situación…
Hizo una señal a Pia para que empezara a grabar.
—¿Qué ha visto en casa de los Wallin?
—Esta mañana, cuando volvía de hacer la compra, al pasar por delante de su casa, vi cómo salían cuatro agentes de policía del trastero con unos cuadros.
—¿Qué hicieron con esos cuadros?
—Los metieron en un furgón policial. Estaban cubiertos con telas, pero cuando iban a colocar uno de ellos, se cayó la tela y pude echar una ojeada a la pintura.
—¿Sabe de qué obra se trataba?
—No estoy segura, pero diría que parecía un Zorn.
—¿Puede describir cómo era?
—Representaba a dos mujeres rellenitas, con la piel blanca como en todas las obras de Zorn. Había hierba verde alrededor y estaban a la orilla de un lago o de un río. Agua había, eso desde luego.
—¿Había observado con anterioridad algo raro en casa de la familia Wallin?
—Él ha metido y sacado cuadros otras veces, pero no me sorprendió. Son dueños de una galería, así que no es tan extraño que guarden pinturas en casa.
—¿Ha visto alguna vez a Monika Wallin transportando cuadros?
—Noo… —Y luego añadió vacilante—: Creo que no, vaya.
—¿Puede contarnos alguna otra cosa?
Ingrid se sonrojó por debajo del colorete.
—Sí, podría decirse que sí.
A Johan se le aguzaron los sentidos.
—¿Qué?
—Que esa tal Monika es infiel. Con Rolf Sandén, el vecino de al lado —aclaró, mientras con la cabeza señalaba hacia la pared—. Llevan varios años liados y se veían durante el día, cuando Egon estaba en la galería.
—¿Puede describirnos a Rolf Sandén? ¿Qué clase de persona es?
—Es viudo desde hace bastantes años. Su mujer era muy guapa y muy buena, pero, por desgracia, se mató en un accidente de tráfico. Sus hijos se fueron de casa hace mucho tiempo.
—¿No trabaja de día?
—Cobra la jubilación anticipada. Trabajó en la construcción y se hizo polvo la espalda. Aunque todavía es joven, sólo tiene cincuenta años. El verano pasado los celebró con una gran fiesta. —Se inclinó hacia delante y dijo bajando la voz—: Apuesta mucho en las carreras de caballos, y he oído que es un jugador empedernido.
Johan escuchaba atentamente. Aquello se ponía cada vez más interesante.
—¿Y eso quién lo dice?
—La gente habla. Es público y notorio que Rolf Sandén es un jugador impenitente. Todos lo saben.
Ingrid Hasselblad se revolvió molesta y se dirigió a Pia:
—¿Vamos a empezar pronto o no? Porque, escúchame, joven, seguro que necesito retocarme los labios.
Nada más volver a la comisaría, después de salir a comprarse un bocadillo para el almuerzo, Knutas oyó que Kihlgård y el grupo de la Policía Nacional ya habían llegado. La ruidosa risa de Martin Kihlgård era inconfundible. El parloteo y las sonoras carcajadas procedían de la sala de reuniones y sonaba como si estuvieran de fiesta. ¡Siempre pasaba lo mismo! Tan pronto como aparecía Kihlgård, el ambiente en la Brigada de Homicidios se animaba considerablemente.
Nadie se fijó en Knutas cuando abrió la puerta. Kihlgård estaba de espaldas y, al parecer, acababa de contar una de sus innumerables historias, puesto que todos los que estaban alrededor de la mesa se partían de risa.
—Y entonces llegó él y se lo zampó todo —continuó Kihlgård en un tono exaltado extendiendo los brazos—. ¡No dejó ni una puñetera miga!
Aquel final provocó otra salva de carcajadas que hicieron temblar las paredes. El comisario miró con frialdad en derredor y le dio a Kihlgård unos golpecitos discretos en el hombro. El gesto del otro al volverse expresaba alegría.
—Hola,
Knutte
, viejo amigo, ¿qué tal estás?
Knutas casi desapareció por completo en el amplio abrazo de Kihlgård y le respondió con torpeza dándole unas palmaditas en la espalda.
—Bien. Y tú parece que estás estupendamente.
—Como suele decirse, lo que pierdo en el camino lo gano al vender en la ciudad. No me puedo quejar.
Kihlgård soltó otra risotada y todos los presentes se rieron con él.
No sólo los chistes de Kihlgård incitaban a la risa, toda su presencia era cómica. Su pelo revuelto apuntaba en todas las direcciones, como si no supiera lo que era un peine. Tenía la cara ligeramente enrojecida y los ojos algo saltones. Además, normalmente llevaba suéteres de pico de colores chillones que le quedaban demasiado ajustados a su oronda barriga. Por otra parte, el que además gesticulara mucho con las manos al hablar y que se pasara prácticamente todo el día comiendo, acentuaba esa impresión de payaso. Era difícil determinar su edad; se le podía incluir perfectamente en una horquilla comprendida entre cuarenta y sesenta años. Pero Knutas sabía que el de Estocolmo tenía tres años más que él, o sea, cincuenta y cinco.
Después de saludar también a los compañeros de la Policía Nacional que habían acompañado a Kihlgård, pudo comenzar la reunión. Cuando terminó su exposición de los hechos, Knutas miró expectante a sus colegas de Estocolmo.
—Y bien, ¿qué opináis?
—Hay muchos cabos sueltos de los que tirar, eso no se puede negar —empezó Kihlgård—. Lo de los robos es sin duda interesante. Y no se trataba de unos cuadros cualesquiera. Tampoco era precisamente un pequeño comerciante.
—Cabe preguntarse cuánto tiempo llevaba dedicándose a eso y actuando como receptador. Si es que sólo hacía eso, claro —intervino Karin.
—Puede que llevara mucho tiempo en ello, aunque, en ese caso, creo que nosotros también deberíamos habernos enterado de algo —masculló Knutas preocupado.
—¿No os parece raro que se atreviera a guardarlos en un trastero? —preguntó Wittberg—. Habría podido incendiarse, o cualquier otra cosa. Además, podían robarle a él también.
—Quizá eso sólo fuera algo provisional, por tratarse precisamente de estos cuadros. Una excepción —apuntó Norrby.
—Pero ¿por qué seguían allí, cuando había organizado todo lo demás tan meticulosamente, la mudanza y todo? —quiso saber Karin.
—Seguro que pensaba venderlos en Estocolmo —aventuró Knutas—. Lo más probable es que tuviera un contacto allí.
—¿Tenía ordenador? —preguntó Kihlgård.
—Claro —dijo el comisario—. Tanto en casa como en la galería. Hoy hemos empezado a hacer el registro, así que se examinarán los contenidos a lo largo del día.
—La venta de la galería tiene que haber supuesto un choque tanto para su mujer como para los empleados. ¿Cómo han reaccionado? Y que encima se la haya vendido a ese tal Sixten Dahl…
—Monika Wallin parecía bastante fría ante la venta cuando hablé con ella —contestó Knutas—. Pero, claro está, puede ser sólo una pose. Habrá que seguir investigando ese tema. Además, tendremos que pedir otra vez ayuda a Estocolmo, tanto para conocer todo acerca de los posibles socios como para registrar el piso al que Wallin pensaba mudarse.
—Sí, seguro que tenía muy buenos contactos en Estocolmo —convino Kihlgård entre dientes—. ¿Su mujer no sabe nada de eso?
—Por lo que ha dicho hasta ahora, no —cortó Knutas, molesto consigo mismo por no haber pensado en ello cuando visitó a la viuda—. Tendremos que interrogarla otra vez.