Read El arte del asesino Online
Authors: Mari Jungstedt
Johan negaba con la cabeza mientras iba arrojando los comunicados de prensa, uno tras otro, a la papelera.
El fotógrafo que trabajaba aquel domingo llegó con una taza de café y pasaron un rato lamentándose sin cesar de que no hubiera nada interesante que hacer. Johan notaba de vez en cuando las miradas de apremio de la redactora, pero decidió ignorarla, al menos otro ratito.
Intentó llamar a Emma varias veces, pero comunicaba. ¿Cómo coño puede pasarse tanto tiempo hablando por teléfono, cuando se ocupa de Elin?, pensó irritado. Al mismo tiempo, sintió la conocida punzada de la añoranza. Su hija tenía ocho meses y él seguía viéndola sólo de forma esporádica.
Colgó el auricular y echó una ojeada a la mesa de la redacción, donde la redactora estaba llamando a todas las pequeñas comisarías de su zona de cobertura informativa para preguntar si había ocurrido algo que pudieran utilizar para preparar una noticia.
Sintió mala conciencia y comprendió que debería hacer un esfuerzo. Ella no tenía la culpa de que estuviera molesto y cansado. Ni de que los domingos fueran días flojos desde el punto de vista informativo.
Con ayuda de sus contactos dentro de la policía, quizá pudieran conseguir algún dato que, con un poco de buena voluntad, se convirtiera en una noticia. Una noticia de domingo, por supuesto.
Estaba a punto de levantar el auricular en su mesa abarrotada de cosas cuando sonó el móvil.
Enseguida reconoció la voz impaciente de Pia Lilja, la fotógrafa con quien solía trabajar últimamente cuando se desplazaba a Gotland.
—¿Te has enterado? —le preguntó casi sin aliento.
—No; ¿qué pasa?
—Esta mañana han encontrado a un hombre muerto colgado en una puerta de la muralla.
—¿Te estás quedando conmigo?
—No, puñetas, que es verdad.
—¿Es un suicidio?
—Ni idea, pero pronto lo sabré. No puedo seguir hablando, tengo que enterarme de lo que pasa aquí. Parece que ahora ocurre algo.
—Vale. Llámame en cuanto tengas noticias.
—Sí, claro. Chao.
Johan marcó el número del comisario Anders Knutas, parecía que le faltaba el resuello.
—Hola, soy Johan Berg.
—¡Cuánto tiempo! ¿Has empezado a trabajar de nuevo?
—Oye, ¿tú ves alguna vez
Noticias Regionales?
Ya llevo varias semanas trabajando.
—Me alegro mucho; de que estés bien, quiero decir, no de que estés trabajando.
Johan sonrió burlón.
Había estado unos meses de baja tras la puñalada recibida el verano anterior, cuando se vio implicado en la persecución de unos asesinos. Estuvo realmente grave. El comisario fue varias veces a visitarlo al hospital, pero ahora hacía bastante tiempo que no hablaban.
—Bueno, ¿qué ha pasado?
—Esta mañana hemos encontrado a un hombre ahorcado en Dalmansporten.
—¿Un asesinato?
—No lo sé. Eso tendrá que aclararlo el informe del forense.
—Entonces, ¿no hay nada que indique que se trata de un asesinato?
—Yo no he dicho eso.
—No, pero oye, Knutas: conoces mi situación, sabes que estoy en Estocolmo. Tengo que valorar si merece la pena que me desplace o no. ¿Qué parece? ¿Asesinato o suicidio?
—Por desgracia, no puedo contestar aún a esa pregunta —reconoció el policía con un tono de voz algo más suave.
—¿Sabéis quién es el fiambre?
—Sí —respondió el comisario tras una breve vacilación—, pero no ha sido identificado formalmente. Como comprenderás, en estos momentos no podemos hacer público el nombre. La familia aún no ha sido informada.
Knutas resoplaba en el teléfono. Johan oía cómo se movía mientras hablaba.
—¿Cuántos años tiene?
—Es un hombre de mediana edad, eso es cuanto puedo decir. Oye, ahora tengo que colgar. Daremos un comunicado de prensa más tarde. Se han congregado aquí muchos periodistas curiosos.
—¿Cuándo sabrás algo más?
—Supongo que tendremos un informe provisional a la hora del almuerzo, como muy pronto.
—Te volveré a llamar entonces.
—De acuerdo.
Johan hizo una mueca de extrañeza al colgar el teléfono. Era frustrante no poder decidir si merecía la pena viajar y que, además, le recordaran lo rezagado que se iba a quedar en el seguimiento de la noticia si se comprobaba que se trataba de un asesinato. Estaba claro que sus colegas de Gotland dispondrían de una enorme ventaja.
Llevaba años luchando para que se creara un puesto permanente de corresponsal en Gotland, pero de momento no había conseguido nada. Le parecía increíble que los jefes no fueran capaces de comprender que necesitaban una unidad fija de corresponsales. La isla era relativamente grande. El número de residentes ascendía casi a sesenta mil. Al mismo tiempo, Gotland estaba en pleno auge, florecían la universidad y la vida artística y cultural. La isla no estaba viva sólo en verano, cuando la invadían centenares de miles de turistas.
A los pocos minutos apareció en la pantalla de su ordenador el teletipo de la Agencia de Noticias TT:
TT (Estocolmo)
Un hombre ha sido hallado muerto poco antes de las siete de la mañana en Gotland. Apareció colgado en la puerta de Dalmansporten, en la muralla de Visby.
Se desconoce aún la identidad de la víctima. La policía no descarta que pueda tratarse de un asesinato.
Por si acaso, Johan reservó un billete en el primer vuelo que salía hacia Visby. Había que darse prisa. Si le confirmaban que se trataba de un asesinato, tendría que marcharse a toda pastilla. El cansancio había desparecido, la adrenalina se disparaba cuando ocurría algo importante. Si se comprobaba que era un asesinato, sería una noticia relevante en todos los informativos de la Televisión Sueca, no le cabía la menor duda. Un cadáver colgando en la bonita muralla medieval de Visby. ¡Joder!
No pudo evitar pensar que, de ser así, podría viajar a Gotland, y, en tal caso, volver a ver a Emma y Elin antes de lo que tenía pensado. Lo grotesco de la situación era que, en el fondo, deseaba que el tipo de la muralla hubiera sido víctima de un asesinato.
No pasó mucho tiempo antes de que el redactor de los informativos nacionales entrara a escape en la redacción preguntando qué iban a hacer los de
Noticias Regionales
con aquello.
Antes de que tuviera tiempo de contestarle, volvió a sonar el teléfono.
Era Pia Lilja.
—Johan, estoy casi segura de que se trata de un asesinato. Lo mejor será que vengas cuanto antes.
—¿Por qué piensas eso?
—¡Hombre, porque lo he visto! Estaba colgado de una soga atada a un gancho sujeto a la verja que hay por encima de la puerta, y la puerta de Dalmansporten es alta de verdad. La abertura propiamente dicha tiene por lo menos cinco metros de altura. Es imposible subirse allí arriba uno solo. Además, la policía ha desplegado un amplio cordón de seguridad. ¿Por qué iban a hacerlo si no hubiera indicios de criminalidad?
—Está bien —respondió agitado—. ¿Qué material tienes? ¿Has entrevistado a alguien?
—No; la poli no suelta prenda. No dice ni mu a nadie, por si te sirve de consuelo. Pero he sacado unas fotos muy buenas. Conseguí dar la vuelta por el otro lado antes de que pusieran el cordón, así que pude tomar excelentes ángulos del cuerpo antes de que lo bajaran. ¡Un espectáculo de lo más macabro! Creo que somos los únicos que las tenemos.
—Ya. Bien, parece que no hay que darle más vueltas al asunto. Voy para allá.
Iban pasando los minutos. No era normal que el barco saliera con retraso y, precisamente, tenía que ocurrir justo esa mañana. Empezó a revolverse en la butaca del salón de la cubierta de proa. En el barco iban muy pocos pasajeros. Más adelante iba sentada una pareja de ancianos que ya había sacado la bolsa de comida que llevaban, el termo y unos bocadillos, y se los iban comiendo mientras resolvían crucigramas. En la fila de butacas que había detrás de él dormitaba un hombre de su edad cubierto con una cazadora.
Cuando el barco por fin zarpó, no pudo evitar lanzar un suspiro de alivio.
Por un momento, estuvo convencido de que la policía iba a entrar de pronto en el compartimento de pasajeros y lo iba a detener. Poco a poco se permitió relajarse. Dentro de tres horas y cuarto estaría en la Península. Tenía ganas de llegar allí.
En el comedor, se tomó un plato de pasta con pollo y ensalada y se bebió una cerveza. Después se sintió aún más animado. La operación había sido un éxito. Advirtió sorprendido que ni siquiera había sido difícil, al menos, desde el punto de vista emocional. Concentrado como un soldado en campaña, hizo lo que debía siguiendo escrupulosamente el plan. Se concentró en su tarea. Después lo invadió una paz y una satisfacción que hacía mucho tiempo que no experimentaba.
Cuando delante de él ya sólo se divisaba el mar abierto, se levantó de la butaca, cogió las dos bolsas de plástico y subió a la cubierta superior. Con el frío que hacía no había ningún pasajero fuera, y se trataba de actuar con rapidez antes de que apareciera alguien. Comprobó una vez más que no había nadie, alzó las dos bolsas y las lanzó por la borda.
Cuando desaparecieron abajo entre la espuma de las olas, cedió el último resquicio de opresión que aún sentía en el pecho.
El resultado del primer reconocimiento que Erik Sohlman, el perito de la Brigada de Homicidios, le practicó al cadáver, no dejaba lugar a dudas. Todo apuntaba a que Egon Wallin había sido asesinado. Knutas convocó inmediatamente a sus colaboradores más cercanos a un almuerzo de trabajo. Integraban la Brigada de Homicidios otras cuatro personas, además de Knutas: Lars Norrby, portavoz de prensa y subcomisario; Karin Jacobsson, inspectora, y Thomas Wittberg, asimismo inspector. Sólo faltaba Sohlman, que aún se encontraba en el lugar del crimen para recibir al forense. Además del grupo que dirigía las investigaciones, asistía también el veterano fiscal Birger Smittenber, que había interrumpido su descanso dominical para colaborar desde el principio.
Knutas les pidió que se pusieran en marcha en todos los frentes lo antes posible; las veinticuatro horas siguientes a un asesinato eran casi siempre decisivas.
Alguien lo suficientemente previsor había encargado bocadillos de albóndigas y café. Cuando todos los que estaban sentados a la mesa se hubieron servido, el comisario abrió la reunión.
—Así pues, por desgracia, nos enfrentamos a un asesinato. La víctima es Egon Wallin, el galerista. Lo descubrió una mujer que se dirigía al trabajo esta mañana, a las siete. Como seguramente todos sabréis ya, estaba colgado en la puerta de Dalsmanporten. Las lesiones en el cuello ponen de manifiesto que Wallin murió asesinado. Erik viene de camino y podrá darnos más detañes. El médico forense ha llegado hace un momento desde Estocolmo y ya está en la escena del crimen.
—Esto es una locura, otro cadáver colgado, igual que el verano pasado —exclamó Thomas Wittberg—. ¿Qué está pasando realmente?
—Sí, es extraño —admitió Knutas—. Pero al menos parece que Egon Wallin no ha sido sometido a una muerte ritual. La testigo que encontró el cuerpo está siendo interrogada en estos momentos —añadió—. Primero la trasladaron al hospital, donde le hicieron un reconocimiento y le dieron un tranquilizante. Al parecer, sufrió una conmoción grave.
El comisario se levantó y señaló con un lápiz un punto en el mapa de la pared de enfrente. Era un mapa de la parte este de la muralla: la puerta de Dalmansporten y la zona verde de Östergravar.
—Hemos acordonado toda la zona de Östergravar a lo largo de la calle Kung Magnus, desde la Puerta Este hasta la Norte. Mantendremos el cordón el tiempo necesario, hasta que se hayan comprobado todas las pruebas. Por la parte interior de la muralla, hemos cerrado un tramo de la calle Norra Murgatan y de Uddens Gränd, próximos a ella, pero parece que nos veremos obligados a abrir pronto esos tramos. No es que haya mucho tráfico allí arriba en Klinten, pero de todos modos habrá que abrirlos al tráfico. Así pues, esa es la zona en la que se van a concentrar los técnicos primero. Lógicamente, el asesino tiene que haber llegado por allí.
—¿Y eso por qué? —quiso saber Karin.
—Porque, según Sohlman, Egon probablemente no fue asesinado en Dalmansporten, sino que su cuerpo fue trasladado hasta allí desde otro lugar.
—¿Cómo se puede saber eso tan pronto? —preguntó Wittberg, que abrió de par en par sus grandes ojos azules.
—A mí no me preguntes. Él sólo dijo que el lugar donde lo asesinaron y el lugar donde lo encontraron probablemente no fueran el mismo. Ya nos los explicará cuando llegue. Y si el agresor, o los agresores, mataron a Wallin en otro sitio, es de suponer que tendrían un coche. Trasladar un cadáver no es tan fácil. No creo que condujeran por la zona de Östergravar.
—¿Hay testigos? —preguntó Birger Smittenberg—, ¿No hay nadie en las casas de los alrededores que haya visto u oído algo? La puerta está en medio de una calle rodeada de edificios.
—Nuestros agentes están llamando puerta por puerta y sólo nos queda esperar que eso aporte alguna información. Lo cierto es que justo al lado de Dalmansporten sólo hay una casa cuyas ventanas dan a la muralla. Para tratarse de una zona céntrica, ha elegido muy bien el lugar, si no quería que lo molestasen. Si alguien hace una cosa asi por la noche, seguro que, con un poco de suerte, puede largarse sin que nadie lo vea.
—Pero, de todas formas —objetó Wittberg—, parece muy arriesgado. Me refiero a que se necesita bastante tiempo para sacar el cadáver de un coche y colgarlo de esa manera.
—Y fuerza —intervino Norrby—. Levantar a alguien tan alto, no lo hace cualquiera. A no ser, claro está, que fueran más de uno.
—Quienquiera que haya sido, lo más probable es que anteriormente merodeara por allí más de una vez. Para reconocer el lugar y prepararlo todo, quiero decir. Tenemos que preguntarle a la gente si ha visto por allí a alguien en los días anteriores al crimen.
Knutas estornudó sonoramente y, mientras se sonaba la nariz, el fiscal aprovechó la pausa para formular una pregunta:
—¿Hay ya alguna pista concreta?
Como por ensalmo, se abrió la puerta y apareció Erik Sohlman. Saludó brevemente a todos. Se lanzó hambriento a hacerse con un bocadillo y se sirvió una taza de café. Knutas decidió dejarlo que comiera tranquilo antes de acosarlo a preguntas.
—¿Qué sabemos de la víctima? —El comisario consultó sus papeles—. Bien, pues que se llama Egon Wallin y nació en 1951, en Visby. Ha vivido aquí toda su vida. Casado con Monika Wallin, tiene dos hijos mayores, ya emancipados. Vive en uno de los chalés adosados que hay abajo, en la calle Snäckgärdsvägen. La esposa ha sido informada de su muerte y está en el hospital. La interrogaremos más tarde. También nos hemos puesto en contacto con los dos hijos, ambos viven en la Península. Egon Wallin era una persona muy conocida aquí en la ciudad. Él y su mujer se han dedicado veinticinco años a la venta de cuadros. Él se puso al frente de la galería cuando lo dejó su padre, y desde qgue tengo uso de razón ese negocio ha sido propiedad de la familia. Wallin no aparece en el registro de delincuentes. Yo he coincidido bastantes veces con él a lo largo de estos años, aunque no puedo decir que nos conociéramos. Era un hombre muy agradable y parecía que la gente le tenía mucho aprecio. ¿Alguno de vosotros llegó a tener una relación más estrecha con él?