El asedio (17 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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—Lo quiero a bordo en quince minutos, nostramo. Y no vuelva a pisar tierra sin permiso del piloto o mío... ¿Entendido?

Gruñe el otro, afirmativo. Disciplinado. Pepe Lobo se acerca a los tres o cuatro bultos inmóviles entre los fardos del muelle, y despierta a un botero. Mientras éste apresta su embarcación y pone los remos en los escálamos, pasa junto a ellos un grupo de marineros ingleses que vienen de recorrer los antros de las callejas cercanas al puerto. Son gente de un barco de guerra, y regresan empapados de vino. Los tres corsarios los observan embarcar, en su chalupa y alejarse remando torpes, con cantos y risas; seguramente en dirección a la fragata de cuarenta y cuatro cañones que está fondeada frente a los Corrales.

—Aliados de mis cojones —masculla Brasero, con rencor.

Sonríe Lobo para sí. Ninguno de los dos ha olvidado Gibraltar.

—Cierre el hocico, nostramo. Por hoy es suficiente.

Lobo se queda junto a su primer oficial, viendo alejarse hasta desaparecer en la noche, con lento chapaleo de remos, la forma oscura del bote que transporta a Brasero. La
Culebra
se encuentra en alguna parte de esa oscuridad, a levante del muelle, fondeada en cuatro brazas de lama, su único palo aún sin guarnir y la jarcia incompleta. Todavía a falta de doce hombres —dos artilleros, un escribano intérprete, ocho marineros y un carpintero de confianza— para completar los cuarenta y ocho tripulantes necesarios para navegar y combatir con ella.

—La Armada nos facilita la pólvora —comenta Lobo—. Son ciento cincuenta libras, veintidós frascos de fuego y once libras y media de mecha. Ha costado Dios y ayuda conseguirlo, con todo el trajín de la expedición a Tarifa; pero ya lo tenemos. El gobernador firmó esta mañana.

—¿Y las sesenta piedras de chispa para fusil y las cuarenta de pistola?

—También. Cuando se abarloe la barcaza, ocúpate de todo; pero que no suban nada hasta que yo esté a bordo. Antes tengo que ver a los armadores.

Un fogonazo breve destella al otro lado de la bahía, por la parte del Trocadero. Los dos hombres se quedan inmóviles y miran en esa dirección, aguardando, mientras Pepe Lobo cuenta mentalmente los segundos transcurridos. Al llegar a diez escucha el estampido distante del disparo. Diecisiete segundos más tarde, una columna de espuma clarea en la oscuridad a poca distancia del muelle, entre las siluetas negras de los barcos fondeados.

—Esta noche tiran corto —apunta Maraña con sangre fría.

Los dos hombres caminan de regreso a la Puerta de Mar, donde la luz del farol ilumina a un centinela que los observa desde su garita. Maraña se detiene antes de llegar, tras un vistazo al estrecho muelle que corre bajo la muralla en dirección a la plataforma de la Cruz y la Puerta de Sevilla.

—¿Cómo andamos de papeles? —pregunta.

—En regla. Los armadores han depositado la fianza, y el lunes formalizamos la contrata de corso.

El primer oficial de la
Culebra
escucha con aire distraído. A la poca luz del farol distante, Pepe Lobo lo ve dirigir nuevas miradas hacia el extremo del muelle, a Puerto Piojo, allí donde unos peldaños conducen a una playa cuya arena descubre la marea baja y los ángulos de los baluartes dejan a oscuras.

—Te acompaño un trecho —dice.

Lo mira el otro, serio, un momento. Suspicaz. Al cabo inicia una sonrisa que la noche y la luz lejana convierten en trazo sombrío.

—¿Cuántos son los armadores, al final? —se interesa Maraña.

Caminan precedidos por sus largas sombras, entreverados los pasos con el suave chapoteo del agua bajo las piedras del muelle, agitada por la brisa que ahora refresca desde poniente.

—Dos, como te dije —responde Lobo—. Muy solventes. Emilio Sánchez Guinea y la señora Palma... O señorita.

—¿Qué tal es ella?

—Un poco seca. Según don Emilio, le costó decidirse. En su opinión, los corsarios no tenemos buena fama.

Oye una risa bronca, húmeda. Después, el breve estertor de tos sofocada por el pañuelo.

—Comparto esa opinión —susurra Maraña tras un instante.

—Bueno. Está en su papel, supongo. De comerciante respetable. Al fin y al cabo, es la patrona.

—¿Bonita?

—Solterona, Pero no está mal. Todavía no.

Han llegado a los peldaños que llevan a la arena. Abajo, en la orilla, Lobo cree adivinar la forma de un bote de vela y dos hombres que aguardan en la oscuridad. Contrabandistas, sin duda. Salen a menudo, llevando géneros a la costa enemiga, donde la penuria cuadruplica el valor de cualquier mercancía.

—Buenas noches, capitán —se despide Maraña.

—Buenas noches, piloto.

Después de que su teniente baje los peldaños y desaparezca en la negrura donde se funden muralla, playa y mar, Pepe Lobo permanece un rato inmóvil, atento al rumor de lona y cáñamo del bote que despliega la vela y se aleja del muelle. Se comenta en Cádiz que hay una mujer; que Ricardo Maraña tiene una novia o amiga en El Puerto de Santa María, en zona ocupada por el enemigo. Y que algunas noches, con viento favorable y aprovechando viajes de contrabandistas, cruza la bahía para visitarla a escondidas, jugándose la libertad o la vida.

4

Arde el pinar por la parte de Chiclana. La humareda de color gris pardo, punteada de vez en cuando por fogonazos de artillería, se extiende suspendida entre cielo y tierra mientras el crepitar de fusiles llega lejano, amortiguado por la distancia. El camino que sube de la costa en dirección a Chiclana y Puerto Real está lleno de tropas francesas que se retiran, en un torrente de fugitivos, carruajes cargados de heridos e impedimenta, y soldados que intentan ponerse a salvo. El caos es absoluto; las noticias, inexactas o contradictorias. Según cuentan, se combate con dureza en el cerro del Puerco, donde las divisiones Leval y Ruffin están en aprietos o han sido batidas ya, a estas horas, por una fuerza angloespañola que, tras desembarcar en Tarifa, avanza hacia Sancti Petri y Cádiz para romper el cerco de la ciudad. También se afirma que los caseríos de Vejer y Casas Viejas han caído en manos enemigas, y que Medina Sidonia está amenazada. Eso significa que todo el arco sur del frente francés en torno a la isla de León puede irse abajo en cuestión de horas. El temor a quedar atrapadas en la costa, cortadas del interior, hace que las fuerzas imperiales situadas entre el mar y el caño Alcornocal se retiren hacia el norte.

Simón Desfosseux camina con la riada de fugitivos, carros y bestias que se extiende hasta perderse de vista. Ha extraviado el sombrero y va en chaleco y mangas de camisa, la casaca al brazo y el sable en una mano, con la correa enrollada en torno a la empuñadura y la vaina. Como centenares de hombres desorientados, el capitán de artillería acaba de vadear, mojándose hasta la cintura, los caños que forman la isleta del molino de Almansa. Su calzón y la casaca están sucios del agua fangosa que le chapotea a cada paso dentro de las botas. El camino es muy estrecho, con marismas y salinas a la izquierda y una pendiente que asciende, por la derecha, hacia un cerro cubierto por lentiscos y matorrales que anuncian el pinar cercano. Hay disparos próximos, tras el cerro, y todos miran en esa dirección, inquietos, esperando ver aparecer de un momento a otro al enemigo. La idea de caer en manos de los vengativos españoles los inquieta a todos. Y si piensan en las feroces guerrillas, esa aprensión se torna espanto.

Desfosseux ha tenido mala suerte. El ataque enemigo lo sorprendió esta madrugada a cuatro leguas de su destino habitual: en el campamento de Torre Bermeja, donde pernoctaba junto al comandante de la artillería del Primer Cuerpo, general Lesueur, y una escolta de seis dragones. El general, descontento con el fuego ineficaz de la batería de las Flechas contra el fortín español situado en la desembocadura del caño de Sancti Petri, lo había traído consigo para resolver el problema. O para endosárselo. Pese a la agitación registrada en la última semana a lo largo del frente, al desembarco en Tarifa y al intento enemigo de tender hace dos días un puente de barcas en la parte baja del caño, Lesueur decidió no moverse de allí. Todos tranquilos, dijo durante la cena, quizás un poco alumbrado con manzanilla. Los españoles han retirado el puente, envainándosela como ratas. Y un poco de acción refuerza la moral de la tropa. ¿No les parece, señores? Esos labriegos insurrectos pusieron anoche pies en polvorosa ante tres de nuestros regimientos de línea, que aprovechando el fondo oscuro de las dunas avanzaron por la playa y llegaron a pisar la otra orilla, dándoles lo suyo. Excelentes soldados, los del general Villatte. Sí. Bravos muchachos. Nada que temer, por tanto. Y hágame el favor, Desfosseux. Páseme un poco más de vino, si es tan amable. Gracias. Mañana seguiremos con lo nuestro. Que descanse.

El descanso fue corto. Las cosas cambiaron de madrugada, cuando la vanguardia enemiga asomó por la retaguardia francesa, sobre el cerro del Puerco, viniendo hasta Torre Bermeja por el camino de Conil y por la arena dura de la playa que la bajamar dejaba al descubierto, mientras al otro lado de las Flechas los españoles volvían a tender el puente de barcas sobre el caño y empezaban a cruzarlo. Al mediodía, cogidos entre dos fuegos, cuatro mil hombres de la división Villatte se retiraban con mucho desorden hacia Chiclana, el general Lesueur había picado espuelas y partido al galope, llevándose a los dragones de la escolta, y el capitán Desfosseux, a quien algún desaprensivo había robado el caballo —no estaba en las caballerizas vacías cuando corrió a buscarlo—, se encontró gastando suela de botas, entre los fugitivos.

Menudean cerca disparos de fusil, casi en el cerro que linda con el pinar. Algunos hombres gritan que los enemigos están al otro lado, y el torrente en retirada se apresura, zarandea a los que se retrasan o entorpecen la marcha. Un carro con una rueda rota es empujado fuera del camino, y sus ocupantes cabalgan las muías y las avivan a correazos, atropellando a quienes marchan a pie. El pánico se propaga con rapidez mientras Simón Desfosseux aprieta el paso con los demás. Camina desencajado, mirando como todos el amenazador cerrillo de la derecha. Malditas las ganas que tiene de conocer de cerca el filo de esas navajas largas españolas. O las disciplinadas bayonetas inglesas.

Suenan detonaciones entre los matorrales y un par de balas pasan zurreando alto, sobre la columna. Todos se ponen a gritar. Algunos hombres salen de la fila y se tumban en tierra o se agachan, arrodillados, apuntando los fusiles ladera arriba.

—¡Guerrilleros!... ¡Guerrilleros!

Otros dicen que no, que se trata de británicos. Que el camino está a punto de cortarse delante, en el puente-cilio de madera que permite franquear el caño próximo.

Eso parece volver locos a algunos. Se empujan en la angostura del camino, y cuantos pueden echan a correr. Ahora suenan más tiros alrededor, pero nadie ve nada, ni nadie cae herido.

—¡Daos prisa! ¡Quieren cortarnos el paso hacia Chiclana!

Varios soldados intentan atajar por los matorrales, campo a través, pero los canalillos fangosos y el barro de los saleros entorpece la marcha. Un teniente, al que por la placa del chacó identifica Desfosseux como perteneciente al 94.° de línea, pretende organizar un destacamento para asegurar el cerro y proteger el flanco de los fugitivos, pero nadie le hace caso. Hay quien llega a amenazarlo con su arma cuando lo agarra del brazo e intenta llevárselo con él. Al cabo, desistiendo del intento, el oficial se incorpora a la riada de hombres y se deja llevar por ella.

—Hay gente en el pinar —dice alguien.

Desfosseux mira en esa dirección y se le eriza la piel. Una docena de jinetes ha aparecido a un lado del cerro, por la linde del bosque de pinos que humea detrás. Un estremecimiento de pavor recorre la desordenada columna, pues podría tratarse de una avanzadilla de caballería enemiga. Se disparan algunos tiros sueltos, y el propio Desfosseux, angustiado, llega a imaginarse huyendo bajo un diluvio de sablazos. A poco cesa el fuego, al identificar a los jinetes como cazadores a caballo de la división Dessagne, que se retiran hacia la batería de Santa Ana escoltando un tren de artillería ligera.

Si ésta no es una derrota, piensa el capitán, se parece mucho. Quizá sea una palabra demasiado cruda para aplicarla al ejército imperial; pero no sería la primera vez. Todavía escuece el recuerdo de Bailen, con otros episodios menores de la guerra de España. La Francia napoleónica no es imbatible. De cualquier modo, se trata de la primera incursión de Desfosseux por los abismos negros de la gloria militar: hombres fuera de control, pánico colectivo, todo un mundo hasta ayer establecido por la disciplina y la ordenanza, en el límite del sálvese quien pueda. Aun así, pese a la incertidumbre, al caminar torpe y apresurado, al afán de ponerse a salvo en Chiclana o más allá, el capitán experimenta una curiosa sensación de desdoblamiento interior; como si hubiese otro Simón Desfosseux gemelo, capaz de observar cuanto ocurre con mirada serena. Científica. Su espíritu técnico está fascinado por el espectáculo, nuevo para él y muy instructivo, del ser humano abandonado a sí mismo, deshecha la jerarquía social y militar que le proporciona seguridad, y con el funesto runrún de la desgracia o la muerte rondando cerca. Pero tampoco el instinto natural, su forma peculiar de ver el mundo, lo abandona en estas circunstancias. Como diría el teniente Bertoldi si estuviera aquí —por suerte para él, estará contemplando el paisaje confortablemente lejos, desde el Trocadero—, Desfosseux es genio y figura. Hábito automático. Cada disparo que suena en las cercanías, cada estremecimiento del tropel de hombres despavoridos que intentan resguardarse unos en otros, le hace pensar en impactos y probabilidades, sistemas aleatorios, rectas de tiro tenso y curvas de objetos móviles, onzas de plomo impulsadas por energía al límite de su alcance. Nuevas ideas, enfoques hasta ahora desconocidos del asunto. Por eso puede afirmarse que son dos hombres los que caminan con él en dirección a Chiclana. Uno que, alterado por el miedo, anda, corre y respira inquieto como parte del humano rebaño en fuga. Otro, sereno, impasible, observador minucioso de un mundo fascinante, regido por complejas reglas universales.

—¡Los tenemos detrás! —gritan los soldados.

Nueva alarma injustificada. Los hombres se empujan. Corre ahora la voz de que el general Ruffin está muerto o ha sido capturado. Desfosseux empieza a estar harto de rumores y estallidos de pánico. En el nombre de Dios, se dice aflojando el paso mientras resiste el impulso de salir del camino y sentarse. Si algo rebasa la desolación de una retirada como aquélla es la sensación atroz de ridículo e indignidad personal. El profesor de Física de la escuela de artillería de Metz, en mangas de camisa y sin sombrero, arrastrado por centenares de hombres tan temerosos como él.

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