El asedio (18 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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—No se quede atrás, mi capitán —le aconseja un caporal bigotudo que camina a su lado.

—Déjeme en paz.

Hay una casita cerca. Se trata de un molino de harina de los que mueven las muelas de piedra gracias al flujo y reflujo de la marea, con su pequeña vivienda adosada. Al aproximarse, el capitán advierte que acaba de ser saqueado. La puerta está hecha astillas, y el suelo cubierto de enseres rotos y despojos recientes. Cuando llega más cerca, alcanza a ver cuatro cuerpos inmóviles en el suelo, junto a un perro atado que ladra furioso, enloquecido, a los soldados que pasan por el camino.

—Guerrilleros —comenta el caporal, indiferente.

No es ésa la impresión del capitán. Se trata de tres hombres y una mujer, y por su aspecto parecen el molinero y su familia. Los cadáveres están picados de bayonetazos y hay regueros de sangre parda, apenas coagulada, tiñendo la tierra arenosa. Es evidente que algunos franceses en retirada han desahogado aquí su frustración y su ira. Una represalia más, concluye incómodo, apartando la vista. Una de tantas.

El perro sigue ladrando a los soldados que pasan, con violentos tirones de la cadena que lo mantiene atado a la pared. Sin apenas detenerse, el caporal que va junto a Desfosseux se descuelga el fusil del hombro, apunta y mata al perro de un disparo.

Gregorio Fumagal se oscurece el pelo y las patillas con el tinte comprado en la jabonería de Frasquito Sanlúcar. El preparado proporciona un color oscuro, ligeramente rojizo, que disimula las canas del taxidermista a medida que éste lo aplica con una pequeña brocha, muy despacio, procurando teñirlo todo bien. Al terminar, se seca la cara y observa el resultado en un espejo. Satisfecho. Sale después a la terraza, a contemplar el dilatado paisaje de la ciudad y la bahía; y durante un rato permanece inmóvil al sol, escuchando el rumor de cañonazos que todavía suena al extremo del arrecife, entre Sancti Petri y las alturas de Chiclana. Según oyó contar mientras compraba pan en la tahona de Empedradores, los generales Lapeña y Graham rompieron ayer, por unas horas, el frente francés con un sangriento combate entre el cerro del Puerco y la playa de la Barrosa; pero por malentendidos entre ellos, celos y cuestiones de coordinación y competencias, todo ha vuelto a quedar como estaba. Estabilizada de nuevo, la línea del frente se limita ahora a un prolongado duelo de artillería que deja Cádiz al margen.

Cuando se le seca el pelo, Gregorio Fumagal baja y se mira al espejo. La suya es una coquetería peculiar, que nada tiene que ver con su inexistente vida social. En realidad todo nace y muere en él, discretamente: en su rutina diaria, palomar incluido, y en los cuerpos de animales muertos que vacía y reconstruye con paciente destreza. En su caso, ni el pelo teñido ni el resto del cuidado personal responden, como ocurre con hombres coquetos o petimetres, al deseo de aparentar juventud o lozanía. Es más bien cuestión de normas. De disciplina útil. El taxidermista es hombre en extremo atento a sí mismo, con rígida exigencia que incluye desde el afeitado diario hasta la higiene de las uñas, o la ropa que él mismo plancha o hace blanquear por una lavandera de la calle del Campillo. Tampoco considera otra opción. En hombres de su clase, sin familia ni amigos, lejos del tribunal de ojos ajenos que juzga virtudes y flaquezas, la norma personal íntima, insoslayable, se convirtió hace tiempo en un sistema de supervivencia.

A falta de fe en lo inmediato o de bandera propia —la del otro lado de la bahía no es más que una alianza circunstancial—, las rutinas, los hábitos personales, los códigos rigurosos que nada tienen que ver con las leyes venales e inútiles de los hombres, son la trinchera donde Fumagal se refugia para sobrevivir, en un territorio hostil donde el reposo no existe, las perspectivas de futuro son escasas, y el único consuelo consiste en rehacer la Naturaleza con relleno de paja, aguja de ensalmar y ojos hechos con pasta y vidrio.

De él, y no de otro, sigo el rastro, pues ha cometido durante la noche un acto espantoso. Nada sabemos con exactitud, porque todo son conjeturas. Yo me he lanzado en su busca y algunas huellas sí las identifico; pero otras me tienen perplejo y no puedo averiguar de quién son.

El párrafo obsesiona a Rogelio Tizón. Se diría que, hace veintitantos siglos, Sófocles escribió esas palabras pensando exactamente en él. En lo que ahora siente. Con mucho cuidado, el policía hojea de nuevo las páginas del manuscrito cubierto por la letra grande y limpia, casi de amanuense, del profesor Barrull. Al cabo se detiene en otro lugar de los varios que tiene marcados, como el anterior, con crucecitas de lápiz al margen:

Y ahora, sin comer ni beber, ese hombre está sentado inmóvil entre las reses muertas por su espada. Es evidente que algo maligno maquina.

Incómodo, Tizón deja el manuscrito sobre la mesa. Lo de las reses muertas encaja bien con imágenes que recuerda: muchachas con la espalda abierta a latigazos hasta dejar al descubierto los huesos. Ha pasado tiempo desde la última vez, pero no puede pensar en otra cosa. Un cirujano de la Real Armada, viejo conocido, en cuya discreción confía más que en la de quienes suelen colaborar con la policía, confirmó sus sospechas: el látigo utilizado no es uno común de cuerda o cuero; ni siquiera un vergajo fino, más sólido y contundente. Se trata de un látigo especial, hecho seguramente con alambre trenzado. Artesanía del mal. Un instrumento fabricado para hacer daño. Para desollar a muerte, arrancando la carne a cada golpe. Eso significa que los crímenes de quien lo utiliza no pueden atribuirse a un arrebato súbito, a un acto improvisado de cualquier modo en la calle. Sea quien sea, el asesino está lejos de actuar a impulsos del momento. Sale en busca de presas de forma deliberada, tras prepararlo todo minuciosamente. Disfrutándolo. Equipado para infligir mucho dolor mientras mata.

Demasiado difícil, se dice Tizón. Al menos, con el material de que dispone. Lo suyo es buscar una aguja en un pajar, en una ciudad que, con el aluvión de gente ocasionado por la guerra y el asedio francés, casi ha doblado su población y supera los 100.000 habitantes. Para cribarla no sirve la vasta red de confidentes que, con tiempo y paciencia, teje desde hace años: putas, mendigos y toda clase de agentes e informadores. Hasta a un párroco, confesor frecuentado en San Antonio, tiene en nómina, al precio de pasar por alto ciertas maneras —descubiertas por Tizón con mucho sigilo— de entender el apostolado entre mujeres pecadoras. A cambio, en fin, unos, de dinero, impunidad o privilegios; deseosos, otros, de ajustar cuentas con sus semejantes, con la política, con el mundo que ambicionan o detestan. A su edad y en su oficio, Rogelio Tizón sabe ya cuanto hay que saber —o al menos cree saberlo— sobre los ángulos oscuros de la condición humana, el punto exacto en que los hombres se quiebran, derrumban, colaboran o se pierden para siempre, la capacidad infinita de vileza a la que cualquiera puede acceder si encuentra, o se le proporcionan, las oportunidades adecuadas.

El comisario se levanta, malhumorado, y camina por la sala de estar, contemplando con mirada distraída los lomos de los libros alineados en los estantes del canterano. Sabe que en ellos se encuentran algunas respuestas, pero no todas. Ni siquiera en el manuscrito de tinta un poco desvaída que está sobre la mesa, con sus crucecitas a lápiz marcando párrafos más inquietantes que reveladores. Preguntas que conducen a nuevas preguntas, incertidumbre e impotencia. Con esa última palabra en la mente, Tizón pasa los dedos por la tapa, cerrada hace años, del piano que ya nadie toca en la casa. Lo que él pueda saber, las respuestas y las preguntas que carecen de ella, es sin duda utilísimo en el trabajo de un comisario de policía; pero no cubre todos los frentes necesarios en esta Cádiz llena de emigrados, tropas y población civil. En principio, todo recién llegado se somete a proceso de información en la Audiencia Territorial, a fin de que acredite su conducta y obtenga, si procede, el permiso de residencia. Para quien no tiene dinero suficiente —el soborno no está al alcance de cualquier bolsillo, y un perito calígrafo que avale documentos falsos no se encuentra por menos de 150 duros—, las dificultades son enormes. Por eso el tráfico de personas, con sus aspectos burocráticos, se ha convertido en negocio donde participan por igual capitanes de barco, funcionarios, militares y contrabandistas. El propio Tizón, en su calidad de comisario de Barrios, Vagos y Transeúntes, no es ajeno al asunto. La tarifa oficial por indultos a delitos de entrada ilegal asciende a un millar de reales para un matrimonio con hijos, y un par de cientos más si los acompaña una sirvienta. Asuntos, éstos, que él tramita por la cuarta parte de la suma. O por la mitad —a veces llega a embolsarse el total—, cuando se trata de aplazar o dejar sin efecto un decreto de expulsión firmado por la Regencia. A fin de cuentas, los negocios son los negocios. Y la vida es la vida.

Se acerca a la puerta que conduce a las otras habitaciones, el oído atento. El silencio es absoluto, pero sabe que su mujer está allí, en el cuarto de costumbre, prietos los labios y la mirada baja, bordando o mirando la calle tras la celosía del balcón. Inmóvil como suele: impasible igual que una esfinge, y callada como el reproche de un fantasma. Con el rosario, del que en otro tiempo no apartaba los dedos, olvidado en el cajón del costurero. Tampoco hay lamparillas encendidas ante la imagen del Nazareno puesta en una urna de cristal, en el pasillo. Hace tiempo que nadie reza en esta casa.

Va el comisario hasta la ventana, abierta sobre la Alameda y la amplia vista de la bahía. Lejos, a un par de millas de Cádiz y frente a El Puerto de Santa María, dos buques ingleses escoltados por cañoneras españolas baten el fuerte enemigo de Santa Catalina. A simple vista se alcanza a distinguir las andanadas de humo arrastradas por la brisa, las minúsculas pirámides blancas de las velas desplegadas de los navíos y las lanchas, cruzándose unas con otras en los diferentes bordos de las maniobras. También se divisan velas frente a Rota. Con el oído atento, a ratos escucha Tizón el retumbar distante de los cañones y la respuesta de las baterías francesas en tierra. Desde la ventana no puede ver el paisaje hacia el sudeste de la ciudad, por la parte de tierra firme. Excepto lo que sabe todo el mundo —hace días hubo una sangrienta batalla en el cerro del Puerco—, ignora cómo van las cosas por allí. Se dice que continúan los combates en toda la línea, y que hay desembarcos de guerrillas españolas en varios puntos de la costa para destruir posiciones enemigas. Esta mañana, viniendo de entregar unos presos en la Cárcel Real, el comisario pudo asomarse al baluarte de los Mártires y comprobar que más allá del arrecife y la isla de León siguen ardiendo los pinares de Chiclana.

Aquélla no es su batalla, sin embargo. O no siente que lo sea. Rogelio Tizón nunca intentó engañarse a sí mismo. Sabe que, en diferentes circunstancias, su oficio lo habría puesto con absoluta naturalidad al servicio del rey intruso de Madrid, como es el caso de otros colegas suyos en zona ocupada por los franceses. No por razones ideológicas, sino por simple curso de las cosas. Él es un funcionario, y su única ideología se corresponde con la jerarquía establecida. Un policía siempre es un policía; todo poder constituido necesita sus servicios y experiencia. No hay sistema capaz de sostenerse de otra manera. Se trata, por tanto, de aplicar idénticos métodos bajo cualquier idea o bandera. Además, a Tizón le gusta su oficio. Está dotado para él. Posee, y es consciente de ello, la dosis exacta de falta de escrúpulos y desapego mercenario, de lealtad técnica que requiere esa tarea. Nació policía, y como tal recorrió la escala habitual: de humilde esbirro a comisario con poder sobre vidas, haciendas y libertades. Tampoco es que haya sido fácil. Ni gratuito. Pero está satisfecho. Su campo de brega es la ciudad que siente alrededor, antigua y taimada, llena de seres humanos. Ellos son su materia de trabajo. Su campo de experimentación y medro. Su fuente de poder.

Se aparta de la ventana, acercándose de nuevo a la mesa. Desasosegado. Paseándose, concluye, como un animal en una jaula. Y eso no le gusta. No es lo suyo. Hay una cólera tenue y precisa, fina como un puñal, que en los últimos tiempos le horada las intenciones. El manuscrito del profesor Barrull sigue en la mesa, como una burla.
«Algunas huellas sí las identifico; pero otras me tienen perplejo»,
lee de nuevo. Esa línea es una astilla incómoda, clavada en el egoísmo de Tizón. En la paz profesional de su espíritu. Tres muchachas en medio año, asesinadas de forma idéntica. Afortunadamente, como apuntó hace unas semanas el gobernador Villavicencio, la guerra y el asedio francés mantienen los crímenes en un cómodo segundo o tercer plano. Pero eso no templa la desazón que siente el comisario: la insólita vergüenza que le roe los adentros cada vez que piensa en ello. Cuando contempla el piano silencioso de la habitación y calcula que la edad de las muchachas muertas se corresponde, casi, con la que habría tenido hoy la niña que en otro tiempo hizo sonar sus teclas.

Siente latir una cólera sorda. Impotencia, es la palabra. Un rencor antes desconocido, odio íntimo que cuaja día tras día, contradiciendo su forma desapasionada, impersonal, de entender el oficio. Cerca, entre la multitud sin rostro, o con miles de ellos —
sentado inmóvil entre las reses muertas
—, está el hombre que ha torturado, hasta matarlas, a tres infelices. Cada vez que sale a la calle, el comisario mira a uno y otro lado, sigue con la vista a individuos elegidos al azar que se mueven en la multitud, y concluye siempre, derrotado, que puede ser cualquiera. También ha visitado los lugares donde cayeron bombas francesas, inspeccionando cada detalle, interrogando a los vecinos en un intento inútil por conseguir que la vaga sensación, la sospecha descabellada de la que no consigue librarse, fragüe en un indicio o una idea; en algo que permita relacionar intuición, hechos y personas concretas. Rostros donde se insinúe el crimen, aunque su experiencia le hace concluir que no hay rasgo exterior que distinga a un malvado; puesto que la atrocidad, la cometida en las muchachas o cualquier otra, se encuentra a mano del primero que pase. No se trata de que el mundo esté lleno de inocentes, sino de lo contrario: está poblado por individuos capaces, todos ellos, de lo peor. El problema básico de todo buen policía es atribuir a sus semejantes el grado exacto de maldad, o de responsabilidad en el mal causado, o causable, que les corresponde. Esa, y no otra, es la justicia. La que Rogelio Tizón entiende como tal. Cargar a cada ser humano con su cuota específica de culpa y hacérsela pagar, si es posible. Despiadadamente.

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