—Tres somos pocos.
—Vendría mi chico —dice Panizo.
El mozo tiene catorce años. Se llama Francisco, igual que él: Curro y Currito. Listo y vivo como una ardilla de los pinares. Demasiado joven para alistarse en los escopeteros, acompaña a su padre de vez en cuando en el reconocimiento de los caños. Ahora está sentado a treinta pasos, a la orilla del Saporito y sedal en mano, intentando pescar algo. Panizo le ha dicho que se quede allí y no moleste hasta que lo llamen. Aunque tiene edad para rifarse la vida, no la tiene para asistir a conversaciones de hombres. Tampoco para el porrón ni el tabaco.
—Más, haríamos mucho bulto —opina el cuñado Cárdenas—. Podrían tirarnos los ingleses desde la batería de San Pedro, o los nuestros desde Maseda... O a la vuelta, si nos toman por gabachos.
—Cuatro está bien —concluye Mojarra—. Nosotros y el hormiguilla.
Panizo hace cuentas con los dedos.
—Y además —apunta— sale redondo: quinientos duros para cada uno.
El cuñado Cárdenas mira a Mojarra, inquisitivo, pero éste permanece impasible. El chico arriesgará lo que todos, y así debe ser. Entre Curro Panizo y él, la palabra compadre es más que una palabra.
—A lo mejor puede hacerse —dice.
El porrón se ha vaciado con la última vuelta. El salinero se levanta, lo coge por el gollete y entra en la casa para llenarlo de nuevo. Es vino malo, áspero; pero es el que hay. Aviva la tripa y las intenciones. Junto al fogón apagado que hay bajo la campana de la chimenea, Manuela Cárdenas, la mujer, prepara la comida ayudada por una hija de once años: sobrio gazpacho con un diente de ajo, tiras de pimiento seco machacado con aceite, vinagre y un poco de agua y pan. Hay dos crías más —una de ocho años y otra de cinco— jugando en el suelo con unos trozos de madera y un ovillo de cordel, junto a la suegra de Mojarra, anciana y medio inválida, que dormita en una silla junto a la tinaja del agua. La hija mayor, Mari Paz, sigue de doncella en Cádiz, en casa de las señoras Palma. Con lo que ella trae y lo que el padre consigue de ración en la compañía de escopeteros, se come y se bebe en esta casa.
—Son cinco mil reales —susurra Mojarra cuando está junto a su mujer.
Sabe que lo ha oído todo. Ella lo mira en silencio, con ojos fatigados. Su piel marchita y las arrugas prematuras en torno a los ojos y la boca muestran los estragos del tiempo, las fatigas domésticas, la continua pobreza, siete partos de los que tres se malograron con pocos años. Mientras llena el porrón con vino de una damajuana forrada de mimbre, el salinero adivina en esa mirada lo que no dicen las palabras. Es irse muy lejos, marido, con los gabachos ahí, casi hasta el fin del mundo, y nadie nos pagará si te matan. Nadie traerá comida a casa si te quedas para siempre en los caños. Demasiado te juegas ya, cada día, como para andar tentando la suerte de esa manera.
—Cinco mil reales —insiste él.
Aparta la vista la mujer, inexpresiva. Tan fatalista como su tiempo, su condición, su asendereada raza. El cuñado Cárdenas, que sabe escribir y hacer cuentas, lo ha calculado hace rato: tres mil panes candeales de dos libras, doscientos cincuenta pares de zapatos, trescientas libras de carne, ochocientas de café molido, dos mil quinientos cuartillos de vino... Esas son algunas de las cosas, entre muchas, que podrían comprarse si Felipe Mojarra trae a remolque, a remo o como Dios lo socorra, esa lancha cañonera francesa desde el molino de Santa Cruz a través de media legua de caños, esteros y tierra de nadie. Comida, aceite para el candil, leña para cocinar y calentar la casa en invierno, ropa para las chiquillas medio desnudas, un tejado para la casa, mantas nuevas para el jergón del cuarto de paredes ahumadas donde duermen todos juntos, padres e hijas. Un desahogo para aquella miseria que sólo distraen un pez atrapado en los canalizos o un ave de las salinas abatida a escopetazos, cada vez con más dificultad: hasta la caza furtiva, que antes permitía ir tirando, se ha ido al diablo a causa de la guerra, con todo un ejército atrincherado en la Isla.
Vuelve el salinero al exterior, entornados los ojos ante el resplandor del sol en las láminas de agua quieta de los caños y esteros. Pasa el porrón al compadre y al cuñado, que echan atrás la cabeza mientras se dirigen el chorro de vino a la garganta. Chasquean las lenguas, satisfechas. Las facas abiertas pican tabaco en las palmas callosas de las manos. Lían más cigarros. Sobre el contraluz, en larga fila por el camino que discurre junto al caño Sapo-rito y lleva al arsenal de la Carraca, se mueven lentamente las siluetas de los presidiarios que vuelven de trabajar en las fortificaciones de Gallineras, escoltados por infantes de marina.
—Iremos de aquí a cinco días —dice Mojarra—. Con el oscuro.
Desde el muelle de la Jarcia de Puerto Real, Simón Desfosseux observa la cercana costa enemiga. Su ojo profesional, habituado a calcular distancias reales o en la escala de los mapas, actúa con la precisión minuciosa de un telémetro: tres millas justas a la punta de la Cantera, una y seis décimos a la punta de la Clica, una y media a la Carraca y a la imponente batería que defiende el ángulo noroeste del arsenal, la de Santa Lucía, situada en torno al antiguo cuartel de presidiarios, bien artillada por los españoles con veinte bocas de fuego, incluidos cañones de 24 libras y obuses de 9 pulgadas. Todo ese despliegue, que se prolonga cruzando ángulos de tiro con otras baterías, hace inexpugnable la línea enemiga en aquel sector, pues enfila los caños por los que podrían navegar las fuerzas de ataque francesas y permite, además, apoyar las incursiones de las cañoneras que hostigan periódicamente a las tropas imperiales. Es lo que ocurrió hace tres días, cuando una flotilla de embarcaciones fondeadas ante Puerto Real, muy cerca del muelle, fue atacada por lanchas que se habían arrimado durante la noche desde la costa enemiga. El amanecer descubrió diez cañoneras, cuatro obuseras y tres bombillos españoles desplegados en línea de combate; y mientras duró la marea favorable, antes de replegarse a sus bases, éstos dispararon más de veinte granadas y doscientas balas rasas, haciendo mucho daño en barcas, tripulaciones y edificios próximos a la marina. Sólo la llamada casa Grande o de los Rosa, inmediata al muelle y destinada a almacén de pertrechos y cuerpo de guardia, recibió once impactos. Un pequeño desastre, en suma. Con muertos y heridos. Esa es la razón de que el mariscal Víctor, furioso hasta los rizos de las patillas, haya abroncado en su recio estilo cuartelero al general Menier, jefe actual de la división responsable de Puerto Real, poniéndolo de inútil para arriba, y haya hecho venir a Simón Desfosseux a toda prisa desde el Trocadero, con plenos poderes y orden de estudiar la situación y prevenir que algo así no vuelva a repetirse —son palabras literales del mariscal, transmitidas verbalmente— en la puta vida.
Se acerca el sargento Labiche, a quien Desfosseux ha traído consigo para que eche una mano. El suboficial no resulta un prodigio de eficacia ni de espíritu combativo, pero es el único de quien el capitán puede disponer en este momento. Labiche, al menos, cubre las apariencias. Como si el cambio de aires le hubiese insuflado energía —o tal vez desahoga en subordinados ajenos el tedio y el malhumor acumulados en el Trocadero—, el auvernés lleva desde ayer dando órdenes a gritos como un capataz de obra, blasfemando de la guarnición local y de la madre que la engendró.
—Ya están aquí los cañones, mi capitán.
—Despeje entonces, por favor. Que vayan preparando las cureñas.
Huele a bajamar. Las manchas blancas de gaviotas posadas junto a las embarcaciones varadas en el fango —de alguna sólo quedan cuadernas quemadas— salpican la lengua de limo y verdín descubierta por la marea baja, frente al muelle por donde pasea Desfosseux entre un hormigueo de soldados que van y vienen con carros y carretones. El capitán hizo su estudio de situación ayer por la mañana, recién llegado al pueblo; por la tarde puso a la gente a trabajar, y ha continuado haciéndolo toda la noche y el día de hoy, sin descanso. Ahora pasan de las cuatro de la tarde, y una sección de zapadores, asistidos —muy a regañadientes, con este calor— por infantes y artilleros de marina, acaba de situar los últimos cestones rellenos de fango y arena para proteger el nuevo baluarte: una media luna desde la que seis cañones de 8 libras podrán cubrir todo el frente marino del pueblo. En principio.
Desfosseux se acerca a echar un vistazo a los tubos de hierro que aguardan en la plaza, sobre carros tirados por muías. Son viejas piezas de artillería de seis pies de longitud y más de media tonelada de peso, traídas desde El Puerto de Santa María y destinadas a encajarse sobre las cureñas de sistema Gribeauval que están siendo colocadas y trincadas en sus emplazamientos. Las prisas del duque de Bellune obligan a colocar los cañones a barbeta, sin troneras ni otra protección para los artilleros que el muro de cestones y fango estribado por tablas y puntales clavados en tierra, de tres a cinco pies de altura, que forma el baluarte. Eso bastará para mantener alejadas las cañoneras españolas, estima Desfosseux, por lo menos a la luz del día; aunque le preocupan, y así lo ha manifestado a sus superiores, algunas novedades en las disposiciones artilleras del enemigo. Un oficial inglés, que a resultas de un duelo acaba de pasarse a las líneas francesas, ha puesto al día los informes: cañones de mayor alcance en la batería del Lazareto, refuerzo de los reductos británicos de Sancti Petri y Gallineras Altas, más portugueses en Torregorda y artillado de esta posición con piezas de 24 libras y carronadas de a 36, inglesas. Todo eso queda fuera del territorio de Desfosseux y no lo inquieta demasiado; pero sí una nueva amenaza directa sobre el Trocadero: el proyecto de usar el pontón del navío
Terrible
como batería flotante para tirar por elevación contra Fuerte Luis y la Cabezuela, a fin de acallar los fuegos de Fanfán sobre Cádiz. O intentarlo. En esta combinación de juego de las cuatro esquinas, castillo de naipes y fichas de dominó que es el asedio de la bahía, cada novedad o movimiento, por mínimo que sea, puede arrastrar consecuencias complicadas. Y la artillería imperial, con Simón Desfosseux en el centro de la madeja, hace el triste papel de quien debe afrontar un incendio con un solo balde de agua, acudiendo aquí y allá, sin dar abasto.
Quitándose la casaca del uniforme, sin remilgos de graduación, el capitán echa una mano a los hombres que, dirigidos por el sargento Labiche, descargan los cañones entre chirridos de maromas y poleas, colocándolos sobre las cureñas de madera pintada de verde olivo. Éstas tienen la base en forma de plano inclinado, con una estructura de ruedas sobre plataforma de carriles que limita el retroceso del disparo. El peso de cada uno de los largos tubos de hierro hace la instalación lenta y penosa, agravada por la falta de experiencia de los hombres: torpes, comprueba Desfosseux, como para pasarlos allí mismo a baqueta. Pero no los culpa por ello. En los seis regimientos que cubren el frente desde el Trocadero a Sancti Petri, mermados por la penuria y las bajas naturales de la guerra, hay una alarmante escasez de artilleros. Con ese panorama, hasta el desganado Labiche resulta un lujo: al menos él conoce su oficio. En las baterías que tiran sobre el recinto urbano de Cádiz, Desfosseux se ha visto obligado a completar dotaciones con infantería de línea. Y aquí mismo, en el muelle de Puerto Real, salvo dos caporales de artillería, cinco soldados de esa arma y tres artilleros de marina que han venido con los cañones desde El Puerto de Santa María —los ribetes rojos de sus casacas azules los distinguen entre los petos blancos de los infantes—, el resto de los que servirán las piezas pertenece también a regimientos de línea. Cric, croc, cruje la cureña. El capitán se echa atrás de un salto, evitando por escasas pulgadas que una rueda le aplaste un pie. Maldita sea su sombra, piensa. La suya propia, la de las cañoneras españolas, la del mariscal Víctor y sus incómodas ocurrencias. De artillar Puerto Real podía haberse ocupado cualquier oficial; pero en los últimos meses no hay bomba que cruce el aire, en una u otra dirección, que el duque de Bellune y su estado mayor no la consideren asunto exclusivo de Simón Desfosseux. Le doy cuanto me pide, capitancito, dijo Víctor la última vez. O cuanto puedo. Así que organícese la vida y no me incomode si no es con buenas noticias. Todo eso tiene como consecuencia que hasta el último de los oficiales artilleros y jefes superiores del Primer Cuerpo, incluido el comandante general del arma, D'Aboville —que ha relevado a Lesueur—, distingan a Desfosseux con un odio salvaje, apenas disimulado por las maneras y las ordenanzas: ojito derecho del mariscal, lo llaman. Genio de la balística, portento de Metz, etcétera. Lo corriente. El capitán sabe que cualquiera de sus jefes y colegas daría un mes de paga por que reventase uno de los Villantroys-Ruty en su cara, o una bomba española y afortunada lo dejase listo de papeles. Le cambiara de hombro el fusil, como se dice —con limpio eufemismo— en el ejército imperial.
Sacando su reloj del bolsillo del chaleco, Desfosseux mira la hora: faltan cinco minutos para las cinco de la tarde. Se deshace en ganas de terminar aquello y volver al reducto de la Cabezuela, junto a Fanfán y sus hermanos, que dejó a cargo del teniente Bertoldi. Aunque están en buenas manos, le preocupa que todavía no haya sonado cañonazo alguno por esa parte. Estaba previsto que antes de la puesta de sol, si el viento no era adverso, se hicieran ocho disparos sobre Cádiz: cuatro bombas inertes rellenas con plomo y arena, y cuatro provistas de carga explosiva.
En los últimos tiempos, el capitán está satisfecho. El arco que sobre el mapa de la ciudad establece el radio de alcance de los impactos, se mueve poco a poco hacia la parte occidental del recinto urbano, cubriendo más de un tercio de éste. Según los informes recibidos, tres de las últimas bombas lastradas con plomo han caído cerca de la torre Tavira, cuya altura la convierte en conspicua referencia para orientar el tiro. Eso significa que los impactos distan ya sólo 190 toesas de la plaza principal de la ciudad, la de San Antonio, y 140 del oratorio de San Felipe Neri, donde se reúnen las Cortes insurgentes. Con esos datos, Desfosseux se siente optimista sobre el futuro: tiene la certeza de que pronto, en condiciones climatológicas favorables, sus bombas rebasarán las 2.700 toesas de alcance. De momento, un ajuste del tiro hacia la parte de la bahía contigua a la ciudad donde fondeaban los buques de guerra ingleses y españoles ha permitido hacer blanco en alguno de ellos. Con poca precisión y sin grandes daños, es cierto; pero obligando a los navíos a levar anclas y fondear algo más lejos, frente a los baluartes de la Candelaria y Santa Catalina.