Pese a sus afinidades con quienes asedian la ciudad —o más bien con la tradición ilustrada del siglo viejo francés, que la Revolución y el Imperio heredaron—, hay detalles que Gregorio Fumagal encaja con dificultad: la restauración napoleónica del culto religioso es uno de ellos. El taxidermista sólo es un comerciante y artesano modesto, que ha leído libros y estudiado a seres vivos y muertos. Pero estima que, a falta de conocer la Naturaleza y de coraje para aceptar sus leyes, el hombre renunció a la experiencia a cambio de sistemas imaginarios, inventando dioses, sacerdotes y reyes ungidos por éstos. Sometiéndose sin reservas a seres iguales a él, que aprovecharon para convertirlo en esclavo desprovisto de razón y ajeno al hecho clave: todo está en el orden natural, e incluso el desorden es tan corriente como su opuesto. Después de leer sobre esto a la luz de los filósofos y estudiar la muerte de cerca, Fumagal opina que la Naturaleza no puede actuar de forma distinta. Es ella, y no un Dios imposible, la que distribuye orden y desorden, placer y dolor. La que extiende el bien y el mal por un mundo donde ni gritos ni plegarias alteran las leyes inmutables de la vida y la destrucción. Las necesidades terribles. Está en el orden de las cosas que el fuego queme, pues tal es su propiedad. Está en ese mismo orden que el hombre mate y devore a otros animales cuya sustancia necesita. Y también que el hombre haga el mal, pues su condición incluye el daño. No hay ejemplo más edificante que la muerte acompañada de sufrimiento, bajo un cielo incapaz de ahorrar un gramo de éste. Nada resulta más educativo sobre el carácter del mundo; nada más reconfortante ante la idea de una inteligencia superior cuyos propósitos, de existir, serían injustos hasta la desesperación. Por eso el taxidermista opina que hay una certeza moral consolatoria, casi jacobina, incluso en los mayores desastres y atrocidades: terremotos, epidemias, guerras, matanzas. En los grandes crímenes que, poniendo las cosas en su sitio, devuelven al hombre a la realidad fría del Universo.
—Es a la física y la experiencia donde hay que acudir —dice Hipólito Barrull—. Buscar lo sobrenatural es absurdo, en nuestro tiempo.
Rogelio Tizón escucha atento mientras camina despacio, baja la cabeza, mirando el empedrado de la plaza de San Antonio. Sostiene bastón y sombrero entre las manos cruzadas a la espalda. El paseo le despeja la cabeza después de tres partidas de ajedrez en el café del Correo: dos ganadas por el profesor, y la tercera en tablas.
—Interrogar a la razón —resume Barrull.
—La razón se parte de risa cuando la interrogo.
—Analice el mundo visible, entonces. Cualquier cosa antes que creer en abracadabras.
Mira el comisario alrededor. El sol se ha puesto ya, y la temperatura es más agradable a medida que oscurece el cielo sobre las torres vigía y las terrazas de los edificios. Hay algunos coches y sillas de manos estacionados frente a la confitería de Burnel y el café de Apolo, y mucha gente pasea por el lugar y la cercana calle Ancha con la última luz del día: familias acomodadas de las casas cercanas, vecinos de los barrios populares próximos, niños que corren y juegan al aro, clérigos, militares, refugiados sin recursos que buscan con disimulo puntas de cigarro en el pavimento. Se solaza la ciudad, tranquila y confiada, entre las medias columnas, los naranjos y los bancos de mármol de su plaza principal, disfrutando del lento anochecer de verano. Como de costumbre, la guerra parece muy lejana. Casi irreal.
—El mundo visible —protesta Tizón— me dice que cuanto le acabo de contar a usted es cierto.
—Así será, entonces. A menos que el mundo visible lo engañe, cosa que también puede ocurrir. Tenga en cuenta que a veces se dan coincidencias fortuitas. Efectos con causas aparentes que en realidad les son ajenas.
—Son ya cuatro casos concretos, profesor. O tres y uno. Los vínculos están a la vista y la relación es evidente. Pero no alcanzo a descifrar la clave.
—Pues tiene que haberla. No hay movimientos espontáneos en el orden de las cosas. Los cuerpos actúan unos sobre los otros. Cada alteración se debe a razones visibles u ocultas... Nada existe sin ellas.
Dejan atrás la plaza, siempre despacio, camino del Mentidero. Empiezan a encenderse luces tras las celosías de las ventanas y dentro de algunas tiendas que siguen abiertas. A Barrull, que vive solo y cena poco, se le antoja un bocado de tortilla de berenjena en el colmado de la calle del Veedor. Entran y se acodan un rato en el mostrador, junto a un candil encendido que humea aceite sucio, entre las cajas de productos ultramarinos y las botas de vino. El profesor con una chiquita de pajarete y el policía con una jarra de agua fresca.
—En términos generales, su asesino no es un hecho aislado —continúa Barrull mientras espera que le sirvan su plato—. Cada ser humano se mueve según la propia energía y la procedente de los cuerpos de los que recibe impulsos. Siempre hay una causa que mueve a otra. Eslabones.
Llega la tortilla, jugosa y humeante. El profesor le ofrece a Tizón, que niega con la cabeza.
—Piense en los hombres antiguos —añade Barrull—. Veían planetas y estrellas moviéndose en el cielo, y no sabían por qué. Hasta que Newton habló de la gravitación que los cuerpos celestes ejercen unos sobre otros.
—Gravitación...
—Sí. Atracciones o causas que durante siglos pueden escapar a nuestro entendimiento. Como la relación entre esas bombas y el asesino. Su gravitación criminal.
Mastica el profesor un trozo de tortilla con aire de reflexionar sobre sus propias palabras. Al cabo mueve vigorosamente la cabeza, afirmativo.
—Si un cuerpo tiene masa, cae —prosigue—. Si cae, golpea a otros cuerpos y les comunica movimiento. Si tiene analogía, actúa con ellos. Todo son leyes físicas. Incluyen a hombres y bombas.
Un sorbo de vino. Al trasluz del candil, Barrull estudia satisfecho el contenido de su copa y bebe otra vez. Al retirarla de los labios, su rostro caballuno sonríe a medias.
—Materia y movimiento, como pedía Descartes. Y constituiré el mundo... O lo destruiré.
—Ahora se produce el hecho —apunta Tizón— adelantándose a la bomba.
—Eso sólo ha ocurrido una vez. Y no sabemos por qué.
—Escuche. El asesino ha matado por cuarta vez. De manera idéntica. Y resulta que, al poco rato, la bomba llega al punto exacto. ¿De verdad cree que la casualidad tiene algo que ver?... Justamente es la razón la que me dice que la conexión existe.
—Tendrá que esperar a una segunda comprobación.
Después de aquello, los dos guardan silencio. Tizón se ha puesto de lado, mirando hacia la puerta de la calle. Cuando se vuelve de nuevo hacia Barrull, ve que éste lo observa pensativo. Tras el reflejo del candil en los cristales de sus lentes, los ojos entornados brillan con extremo interés.
—Dígame una cosa, comisario... Si en este momento pudiera elegir entre capturar al asesino o darle otra oportunidad para confirmar su teoría, ¿qué haría usted?
Tizón no le responde. Sosteniendo su mirada, mete la mano en el bolsillo interior de la levita, saca un cigarro habano de la petaca de piel de Rusia y se lo pone entre los dientes. Luego ofrece otro al profesor, que niega con la cabeza.
—En el fondo es usted un hombre de ciencia —concluye Barrull, divertido.
Deja unas monedas sobre el mostrador y salen a la calle, donde se desvanece la última luz. Otras sombras caminan sin prisas, como ellos. Ninguno de los dos despega los labios hasta llegar al Mentidero.
—El problema —dice Tizón por fin— es que ahora se reduce mucho la posibilidad de una captura directa... Antes podíamos confiar en atraparlo vigilando los puntos de caída de las bombas. Ahora es imposible prever nada.
Seamos lógicos, argumenta Barrull tras pensarlo un poco. El asesino ha matado cuatro veces, y en tres ocasiones la bomba cayó antes. La última, sin embargo, llegó después. Es imposible establecer si hay una falsa asociación desde el principio, error o simple azar, que lo invalidaría todo. Una segunda posibilidad es que se trate de una constante real: una serie interrumpida o alterada por el azar o las circunstancias. La tercera es que se haya producido un cambio de norma, signifique lo que signifique eso. Una nueva fase del asunto cuyo origen escapa de momento al análisis, pero que en alguna parte tendría su explicación lógica. O al menos, que no repugne al sistema natural del mundo en que policía y asesino viven.
—Ojo con la palabra
azar,
profesor —advierte Tizón—. Usted mismo suele decir que es una excusa común.
—Sí, es cierto. La que requiere menos esfuerzo. A menudo, o quizá siempre, recurrimos a ella para camuflar nuestro desconocimiento de las causas naturales. De la ley inmutable cuya estrategia oculta mueve peones en el tablero... Para justificar efectos visibles en los que somos incapaces de advertir orden o sistemas.
Tizón se ha detenido para rascar un lucifer en una pared. Ahora aplica la llama a la punta del cigarro.
—
Todo puede suceder si lo maquina un dios
—murmura, soplando humo para apagar el fósforo.
En la oscuridad no distingue la expresión de Barrull, pero escucha su risa.
—Vaya, comisario. Sigue dándole vueltas a Sófocles, por lo que veo.
Recorren el Mentidero a lo largo, en dirección a la muralla y el mar, entre más bultos oscuros de gente que forma corros sentada en los bancos, sillas y mantas extendidas en el suelo, a la luz de candiles, farolillos y velones puestos en vasijas de cerámica o vidrio. Desde que llegó el buen tiempo, algunas familias de los barrios más expuestos a los bombardeos vienen a pasar las noches al raso por esta zona, en la plaza y en el cercano campo del Balón, sin que falten vino, guitarras ni conversación hasta las tantas.
—Veamos, entonces —considera Barrull—. Como la razón rechaza que alguien sea capaz de predecir de forma consciente y con exactitud el lugar donde caerá una bomba, y arreglárselas para matar allí, sólo queda una posibilidad: el asesino
intuyó
el punto de la explosión... O, dicho en términos científicos, actuó impulsado por fuerzas de atracción y probabilidades cuya formulación se nos escapa.
—¿Quiere decir que él no sería más que elemento de una combinación?
Podría ser, responde el otro. El mundo está lleno de ingredientes sueltos, en apariencia sin relación entre sí. Pero cuando ciertas mezclas se acercan a otras, la fuerza resultante puede producir efectos sorprendentes. O terribles. Combinaciones de las que no se ha descubierto la clave. Seguramente el hombre prehistórico quedaría pasmado al ver surgir fuego donde hoy basta mezclar limadura de hierro con azufre y agua. Los movimientos compuestos no son más que el resultado de una combinación de movimientos simples.
—Su asesino —concluye Barrull— sería en este caso un factor físico, geométrico, matemático... Qué sé yo. Un elemento en relación con otros: víctimas, localización topográfica, trayectoria de las bombas, quizá contenido de éstas. Pólvora, plomo. Unas estallan y otras no, y él sólo actúa cuando estallan, o van a estallar.
—Pero sólo cuando las bombas no matan.
—Y eso nos complica las preguntas. ¿Por qué en unas sí y otras no? ¿Elige, o no lo hace? ¿Qué lo lleva a actuar en los casos en que lo ha hecho?... Sería instructivo interrogarlo, desde luego. Estoy seguro de que ni él mismo podría responder a esas preguntas. Quizá a alguna, pero no a todas. Nadie podría hacerlo, supongo.
—Hace tiempo me dijo que no podemos descartar a un hombre de ciencia.
—¿Lo dije?... Bueno. Con esto de la muerte anticipada no estoy seguro. Podría ser cualquiera. Incluso un monstruo estúpido y analfabeto reaccionaría ante determinados estímulos complejos; aunque algo debe de haber en su cabeza que actúe de modo científico.
Una leve claridad crepuscular recorta el espacio entre el parque de artillería y el cuartel de la Candelaria, al final de la plaza. Ya se perciben los destellos lejanos del faro de San Sebastián, que acaba de encenderse. El policía y el profesor llegan hasta la pequeña glorieta del paseo del Perejil, cerca de la noria, y tuercen a la derecha. Hay gente inmóvil junto a la muralla, mirando desaparecer la sutilísima franja rojiza que aún perfila la línea costera al otro lado de la bahía.
—Sería interesante estudiar lo que contiene esa cabeza —dice Barrull.
Brilla la brasa del cigarro en el rostro del policía.
—Lo haré tarde o temprano. Se lo aseguro.
—Confío en que no se equivoque de persona. En caso contrario, preveo malos ratos para algún infeliz.
Siguen camino en silencio, más allá del baluarte, adentrándose por los árboles de la Alameda. La iglesia del Carmen está a oscuras, con las puertas cerradas y sus dos espadañas elevándose sobre la imponente fachada envuelta en sombras.
—Recuerde, de todas formas —añade el profesor, sarcástico—, que el tormento acaba de ser abolido por las Cortes.
Eso dicen, está a punto de replicar Tizón. Pero se calla. Esta misma tarde acaba de interrogar, a la manera de toda la vida —la única eficaz—, a un forastero que fue sorprendido ayer espiando a las costureras jóvenes que salían de los talleres de ropa de la calle Juan de Andas. Han sido necesarias varias horas de aplicación rigurosa, copioso sudor del ayudante Cadalso y muchos gritos del sujeto paciente, sofocados por los muros del calabozo, para establecer que son pocas las posibilidades de que el individuo sea responsable de los asesinatos. Sin embargo, Tizón pretende conservarlo algún tiempo en la fresquera por si las cosas se complican y es preciso mostrar a alguien en el balcón de Pilatos. Culpable en el fondo o en la forma es lo de menos, cuando de tener algo a mano se trata. Y una confesión ante escribano, sordo a otra cosa que no sea el tintinear del dinero que cobra, siempre será una confesión. El comisario todavía no ha llegado a ese extremo con el preso —un empleado sevillano de mediana edad, soltero y refugiado en Cádiz—, pero nunca se sabe. Le da igual que los diputados de San Felipe Neri hayan pasado meses debatiendo sobre la conveniencia de imitar la ley de hábeas corpus de Inglaterra o renovar la de Aragón, que impiden prender a nadie sin diligencias previas que prueben la sospecha de un delito. En su opinión, de la que no lo apean debates de tribuna ni otras zarandajas liberales a la moda, una cosa son las buenas intenciones y otra hacer frente a la realidad práctica de las cosas. Con nuevas leyes o sin ellas, la experiencia prueba que a los hombres sólo se les arranca la verdad de una manera, vieja como el mundo; o tanto, al menos, como el oficio de policía. Y que el margen de error, inevitable en esa clase de cosas, va anejo al porcentaje de éxitos. Ni en el colmado del Veedor ni en ninguna otra parte, calabozos incluidos, pueden hacerse tortillas sin romper algunos huevos. De ésos, Tizón ha roto unos cuantos en su vida. Y tiene intención de seguir rompiéndolos.