El asedio (44 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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Tal es la razón, también, de que ciertos asuntos delicados se debatan en sesiones secretas, sin público. Lolita está al corriente de que el problema de los ingleses y América es de los que se tratan a puerta cerrada. Eso suscita hablillas e inquietudes a las que hoy se pretende, muy políticamente, poner coto con una sesión abierta. Sin embargo, todo resulta más polémico de lo previsto. Acaba de tomar la palabra el conde de Toreno para mostrar un cartel expuesto en algunos muros de la ciudad, cuyo título es
Ruina de las Américas ocasionada por el comercio libre con los extranjeros.
En él se critican las facilidades dadas a los negociantes y barcos ingleses y se ataca a los diputados americanos presentes en las Cortes, que piden apertura de todos los puertos y libre comercio. Pero las ciudades españolas que serían las principales perjudicadas deben hacerse oír, dice. Sus intereses son otros.

—Tienen derecho —termina el joven, mostrando en alto el cartel—. Porque nuestro comercio pagará, como lo paga ya, el precio insoportable de las claudicaciones en América.

Sus palabras arrancan aplausos en la galería y entre algunos invitados. También Lolita siente deseos de aplaudir, aunque se contiene, felicitándose por su prudencia cuando el presidente, agitando la campanilla, llama al orden y amenaza con desalojar las galerías.

—Mira la cara de sir Henry —susurra Miguel Sánchez Guinea.

Lolita observa al embajador inglés. Wellesley está inmóvil en su asiento, hundidas las patillas en el cuello de la casaca de terciopelo verde, inclinada la cabeza hacia el intérprete que le traduce en voz baja las expresiones que no comprende bien. Tiene avinagrado el rostro, como suele; aunque esta vez con razón, supone ella. No es plato de gusto verse cuestionar por los aliados, a cuya rama conservadora, opuesta a las reformas políticas y a la idea de la regeneración patriótica, dedica bajo cuerda todo su esfuerzo y el oro de su gobierno. El boicot de Londres a cualquier iniciativa de las Cortes que refuerce la soberanía nacional en España, su influencia exterior o el control de la insurrección americana, roza con frecuencia el descaro.

—No los ha podido comprar a todos.

Intervienen ahora algunos diputados americanos, y entre ellos Jorge Fernández Cuchillero. Lolita, que nunca había visto a su amigo intervenir en público, sigue con interés la exposición. Defiende éste con elocuencia la urgencia de variar el sistema comercial de las Américas ante una triple necesidad: contentar a los aliados británicos, satisfacer a quienes reclaman reformas urgentes en ultramar, y reforzar con argumentos a los que, leales a España, se oponen allí a la insurgencia independentista. Por eso es necesario, añade, revocar algunas leyes de Indias incompatibles con las libertades que los tiempos reclaman.

—Si estas Cortes —añade el rioplatense— proclaman el principio de igualdad entre españoles europeos y americanos, algo resulta evidente: a los europeos se les permite el libre comercio con Inglaterra, y por la misma razón debe permitírsenos a los americanos... No se trata, señorías, sino de respaldar con leyes lo que allí es práctica diaria y clandestina.

Toma la palabra para apoyar a su compañero otro diputado americano, el representante del virreinato de Nueva Granada José Mexía Lequerica —bien parecido, ilustrado y perspicaz, etiqueta de masón—, quien traza un sombrío panorama de cómo la intransigencia de la metrópoli frente a los intereses criollos alienta el estado de guerra que se vive en su tierra, como en el Río de la Plata, Venezuela y México, donde la captura del cura rebelde Hidalgo —de un día para otro se espera en Cádiz la noticia de su ejecución— no garantiza, a su juicio, el fin de los disturbios. Ni mucho menos.

—El remedio para impedir o aplazar que se deshaga el lazo —concluye— está en aflojar la cuerda, y no en tirar de ella hasta que se rompa.

—Y nosotros, a pudrirnos —murmura irritado Miguel Sánchez Guinea.

Se abanica Lolita Palma, interesadísima, sin perder una palabra del debate. Encuentra natural que Fernández Cuchillero, Mexía Lequerica y los otros americanos barran para casa. Y también que los diputados reaccionarios o tibios en materia de soberanía nacional apoyen sin condiciones a los ingleses, a quienes consideran garantía de la autoridad real y la religión frente a desvaríos revolucionarios. Pero sabe también que, desde el punto de vista gaditano, Miguel Sánchez Guinea tiene razón: la igualdad comercial traerá la ruina a los puertos españoles de la Península. Reflexiona sobre eso mientras escucha a otro diputado, el aragonés Mafias, que interviene para preguntar si tales propuestas incluyen acceso libre de los ingleses al comercio americano y filipino, recordando de paso la competencia que las sedas chinas pueden hacer a las valencianas, pese a ser éstas de mejor calidad. Pide la palabra Fernández Cuchillero, e insiste con mucho desparpajo en que ingleses y norteamericanos ya están allí, negociando clandestinamente, desde hace mucho.

—Sólo se trata —resume— de convertir el contrabando existente en actividad legal. De normalizar lo inevitable.

Apoyan al rioplatense, en sucesivas intervenciones, más diputados americanos y el conservador catalán Capmany, a quien se considera portavoz oficioso en las Cortes del embajador inglés. Interviene otro diputado para sugerir que podría autorizarse a Inglaterra a comerciar en América sólo durante un período de tiempo limitado, y responde Mañas, mirando con intención hacia la tribuna de los diplomáticos, que las palabras
tiempo limitado
son desconocidas por los ingleses. Ahí está Gibraltar, sin ir más lejos. O el recuerdo de Menorca.

—Nuestro comercio —afirma, rotundo—, nuestra industria, nuestra marina, nunca se repondrán si se permite a los extranjeros conducir géneros en buques propios a nuestros dominios de América y Asia... Cada cesión en ese aspecto es un clavo en el ataúd de los puertos españoles... Recuerden lo que digo, señorías: ciudades como Cádiz quedarán borradas del mapa.

Entre aplausos —esta vez Lolita Palma no puede evitar sumarse a ellos— añade Mañas que hay cartas de Montevideo probando que Inglaterra presta apoyo a los insurgentes de Buenos Aires —al oír eso, el embajador Wellesley se remueve incómodo en su asiento—, que en Veracruz exigen los ingleses un embarque de cinco millones de pesos fuertes en plata mejicana, y que, con guerra contra Napoleón o sin ella, el gobierno británico nunca dejará de alentar el desmembramiento de las provincias ultramarinas, cuyos mercados está resuelto a controlar. Al fin, entre murmullos de «sí, sí» y «no, no», concluye el aragonés su intervención calificando el asunto de chantaje intolerable, palabra que despierta un clamor en los bancos de los diputados y entre el público, y que roza el escándalo cuando el embajador inglés, con ademán arrogante, se levanta muy seco y se va. A todo pone término a campanillazos el señor presidente, que suspende la sesión para un descanso, advirtiendo que se reanudará a puerta cerrada. Salen público y diputados con vivo rumor de conversaciones, y los guardias cierran las puertas.

En la calle, entre los corros que comentan acaloradamente las incidencias del debate, Lolita y los Sánchez Guinea se acercan a Fernández Cuchillero, que está en compañía del quiteño Mexía Lequerica y otros diputados americanos. Discuten todos a favor y en contra de lo expuesto.

—Su nuevo sistema sería nuestra ruina, señor —le espeta al rioplatense un hosco Miguel Sánchez Guinea—. Si nuestros compatriotas americanos acuden directamente a los puertos extranjeros, los comerciantes españoles no podremos competir con sus precios. ¿No se da cuenta?... Eso nos obligaría a un rodeo ruinoso, con más riesgos y gastos... Lo que usted y sus compañeros proponen es el golpe de gracia para nuestro comercio, el final de la poca marina que nos queda, la ruina definitiva de una España en guerra, sin industria y sin agricultura.

Niega enérgico Fernández Cuchillero. A Lolita Palma le cuesta hoy reconocer al joven amable, casi tímido, de las tertulias en casa. El asunto le confiere un digno aplomo. Una gravedad desusada. Firme.

—No soy yo quien lo propone —responde—. Hablan ustedes con alguien que, pese a su lugar de nacimiento, es leal a la corona de España. No apruebo la rebeldía de la Junta de Buenos Aires, como saben... Pero son los tiempos y la Historia quienes lo determinan así. La América española tiene necesidades, pero se ve impotente para satisfacerlas. Los criollos exigen su legítimo y libre beneficio, y los pobres salir de la miseria. Pero nos tienen maniatados por un sistema peninsular que ya nada resuelve.

La calle de Santa Inés está llena de gente que discute las incidencias de la sesión y va de un corro a otro, entrando y saliendo de una fonda que está en las inmediaciones, donde algunos diputados aprovechan para tomar un refrigerio. El grupo que rodea a los americanos sigue al pie de la escalinata del oratorio. Es el más numeroso, y lo integran en su mayor parte comerciantes locales. Sus rostros traslucen inquietud, y en algún caso abierta hostilidad. La propia Lolita siente pocas simpatías hacia cuanto ha oído esta mañana sobre el comercio y los ingleses, por la mucha parte que le toca. También el futuro de la casa Palma e Hijos se juega aquí.

—Ustedes sólo quieren dejar de pagar impuestos —apunta alguien—. Quedarse con el negocio.

Con mucha serenidad, una mano en el bolsillo de la levita, Fernández Cuchillero se vuelve hacia el que ha hablado.

—En cualquier caso, eso sería legítimo —responde—. Así ocurrió en las trece colonias inglesas de Norteamérica. Cada cual pretende mejorar su situación según sus intereses, y la intransigencia es mala consejera... Pero no se engañen. El futuro llega solo. Es significativo que algunas juntas leales americanas, que antes se proclamaban españolas y protestaban por su escasa representación en estas Cortes, se definan ahora a sí mismas como colonias. De ahí a que también reclamen la independencia hay un paso muy corto. Pero ustedes no parecen darse cuenta de ello... Lo de mi tierra es un buen ejemplo. Aquí sólo oigo hablar de
reconquistar
Buenos Aires, no de atender las razones de la sublevación.

—Pues hay quienes permanecen leales, señor. Como la isla de Cuba, el virreinato del Perú y tantos otros.

Ahora es José Mexía Lequerica quien interviene. Lolita Palma lo conoce porque ambos comparten la afición por la botánica. Coincidieron alguna vez en casa del magistral Cabrera, en el jardín del Colegio de Cirugía o en las librerías de San Agustín. Con fama de filósofo a la francesa, partidario de la igualdad entre americanos y peninsulares, el diputado —esto lo sabe toda la ciudad— vive en la calle Ahumada con Gertrudis Salanova, una guapa gaditana que no es su mujer. Lolita los ha visto pasear, del brazo y sin complejos, por la plaza de San Antonio y la Alameda. A causa de la relevancia política del protagonista, el asunto es una de las comidillas picantes de las tertulias locales.

—No se engañen —objeta Mexía, con su suave acento quiteño—. A muchos en América los retiene todavía el miedo a la revolución de indios y esclavos negros. Ven a la monarquía legítima española como garantía de orden... Pero si se sienten fuertes para resolverlo solos, también allí cambiarán las cosas.

—Lo que hace falta es mano dura —tercia alguien—. Obligar a los rebeldes a acatar la autoridad legítima... ¡Aprovechar la invasión francesa y el secuestro del rey para procurarse la independencia, es una deslealtad y una infamia!

—No, y disculpe —dice el americano—. Es una oportunidad. El mismo caos que vive España facilita las cosas... ¡Ni siquiera aquí hay acuerdo en la forma de conducir la guerra, con nuestros generales, la Regencia y las juntas pisándose unos a otros los fajines!

Silencio general. Embarazoso. Lolita los ve mirarse unos a otros. El propio Mexía parece consciente de haber ido demasiado lejos: mueve una mano en el aire, como para borrar sus últimas palabras.

—Y eso lo dicen ustedes, que son diputados de las Cortes —apunta con amargura Miguel Sánchez Guinea.

El americano se vuelve hacia éste, a quien su padre da golpecitos en un brazo para que no vaya más allá.

—Por eso precisamente, señor —replica, un punto altivo—. Porque la Historia nos juzgará algún día.

Alza la voz uno del corrillo. Lolita lo conoce. Se llama Ignacio Vizcaíno: un asentista de cueros arruinado por la sublevación en el Plata.

—¡Todo es una conspiración con los ingleses para echarnos de América!

Sonríe desdeñoso Mexía, volviendo la espalda como si aquello no mereciese respuesta. Es Jorge Fernández Cuchillero quien se dirige al exaltado.

—Ni siquiera eso —corrige, tranquilo—. En realidad pocos allí pretendían ir tan lejos. Es sólo una ausencia de sistema... El desastre de una administración anticuada, incapaz y acabada de dislocar por la guerra, que amenaza con romper los lazos de fraternidad que deben unirnos a los españoles de ambos mundos.

Perfora el otro al criollo con la mirada.

—¿Se atreve a llamarse español, todavía?

—¡Naturalmente!... Por eso sigo en Cádiz con mis compañeros, representando a mi doble patria. Por eso trabajo en una Constitución buena para ambas orillas, que haga hombres libres aquí y allá. Que ponga coto a los privilegios de una aristocracia ociosa, una administración inútil y un clero excesivo y a menudo ignorante.

Por eso discuto de buen grado con ustedes... Intentando hacerles comprender que si el lazo se rompe, será para siempre.

Abren las puertas en San Felipe Neri para continuar la sesión, esta vez sin público en las tribunas. Alza un dedo Miguel Sánchez Guinea, resuelto a añadir algo antes de que se vayan los diputados americanos; pero un estampido seco, próximo, hace vibrar el suelo y los edificios, interrumpiendo las conversaciones. Como todos, Lolita Palma se vuelve en dirección a la torre Tavira. Algo más allá, sobre los edificios, se alza una polvareda ocre.

—Ésa ha caído cerca —dice el asentista de cueros.

Se disuelven los corros y la gente evita el centro de la calle, apresurada, buscando la protección de las casas cercanas. Alguien comenta que la bomba ha estallado en la calle del Vestuario y tirado abajo una casa. Avivando el paso, Lolita se aleja en dirección contraria, llevada del brazo por don Emilio Sánchez Guinea y escoltada por Miguel. Al mirar atrás ve cómo los diputados, dignos y sin perder las maneras, se dirigen con deliberada lentitud a la escalinata del oratorio.

—Creo que debería bajar un momento, señor comisario.

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