El asedio (40 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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—¡Agachaos!... ¡Ahí vamos!

La posición francesa apenas es visible desde esta parte del caño; pero en la luz gris que ya lo desvela todo, entre los remolinos de arena que corren por los lomos de la ribera izquierda, Mojarra advierte siluetas de mal agüero que se asoman a mirar. Apoyándose en la caña, el salinero procura mantener la lancha alejada de la orilla, llevándola hacia el otro lado del caño, con un ojo puesto en el lecho fangoso que la vaciante pone cada vez más al descubierto.

Los franceses ya están tirando. Las balas altas hacen ziaaang al pasar por encima de la lancha, y las cortas levantan nuevos piques en la corriente del caño. Pluc. Pluc. Chasquidos líquidos que parecen inofensivos, como cuando se tiran piedras al agua. Agarrado a la barra del timón, Mojarra agacha cuando puede la cabeza, procurando no perder de vista el fango negro de la orilla. En el puesto gabacho, que él sepa, hay una veintena de soldados. Eso significa que, en el minuto largo que va a estar la lancha a tiro de fusil —si no embarranca y se queda allí hasta que los acribillen—, los franceses pueden hacerles medio centenar de disparos. Que ya es. Demasiado tiroteo, concluye el salinero, lúgubre. Así debe de sentirse, piensa, un pato azulón aleteando desesperado en plena partida de caza. Acojonado hasta para decir cuac.

—¡Cuidado! —grita Curro Panizo.

Ahora sí, confirma Mojarra. La lancha está justo enfrente del puesto, allí ajustan el tiro, y los balazos crepitan como granizo mientras el viento se lleva rápido en la orilla el humo blanco de los disparos. Menudean los ziaaang y los pluc, y a ellos se suma una sucesión de chasquidos aún más siniestros: impactos en la tablazón de la lancha. Un balazo levanta astillas en la regala, a tres palmos de Mojarra. Otros atraviesan la vela o pegan en el palo, encima de los cuerpos acurrucados de Panizo, Cárdenas y Currito. Pendiente de gobernar la embarcación e impedir que las rachas de viento la desvíen de la ruta segura, el salinero no puede hacer otra cosa que apretar los dientes, encogerse cuanto puede —los músculos de todo el cuerpo le duelen, contraídos a la espera de un balazo— y confiar en que ninguna de esas pesetas de plomo lleve su nombre escrito.

Clac, clac, clac, clac. Los tiros gabachos llegan ahora casi en descarga cerrada. Bien espesos. Mojarra se asoma un momento para comprobar la distancia a la margen derecha y la altura del agua, corrige un poco el rumbo, y cuando vuelve a mirar dentro de la cañonera ve al cuñado Cárdenas sosteniéndose la cabeza entre las manos mientras un chorro de sangre corre entre los dedos y gotea por sus brazos, hasta los codos. Ha soltado la escota de la vela, ésta se atraviesa con una racha de viento, y la lancha da una guiñada que está a punto de llevarla hasta la orilla misma.

—¡La escota!... ¡Por Dios y su madre!... ¡Coged la escota!

Repiquetean balazos por todas partes. Saltando por encima del herido, Currito intenta atrapar el cabo suelto, que azota el aire entre los zapatazos de la lona. Mojarra apoya todo el peso del cuerpo en la caña, primero hacia un lado y luego al otro, en intento desesperado por mantenerse lejos de los bancos de fango. Al fin, desde la proa, Curro Panizo logra sujetar la escota, la trae a popa, y la vela —que tiene ya ocho o diez agujeros de tiros— toma viento de nuevo.

Los últimos disparos llegan por la aleta y quedan atrás, con la embarcación alejándose del puesto francés y a punto de internarse en la suave y doble curva que lleva al caño de San Pedro. Un postrer balazo pega en la contrarroda, sobre la caña del timón, y arroja astillas que golpean el cuello y la nuca de Mojarra, sin consecuencias. Aunque el susto es tremendo. Con Napoleón y todos sus muertos, masculla el salinero sin soltar el timón. Mosiús cabrones. De pronto le viene a la memoria el chasquido de sables y hachas en el cobertizo, el olor de la carne abierta a tajos, la sangre que todavía lleva en costras secas en las manos y entre las uñas. Decide pensar en otra cosa. En los veinte mil reales para los cuatro. Porque al final, si nada se tuerce ya, serán cuatro: los Panizo atienden al cuñado Cárdenas, tumbado boca arriba en la cureña del cañón, blanca la piel y la cara cubierta de sangre. Un refilón, informa Panizo padre. No parece muy grave. La lancha se desliza ahora por el centro del caño, cogiendo de nuevo velocidad, y se divisan a lo lejos las isletas de fango que la marea baja empieza a descubrir en la desembocadura. En cosa de cien varas más, la embarcación será visible desde la batería inglesa que hay al otro lado, así que Mojarra le dice a Currito que prepare la bandera. No nos vayan ahora, añade, a achicharrar los salmonetes de San Pedro.

Las isletas todavía dejan paso ancho, observa de lejos. Todavía no harán falta los remos. De manera que mueve la caña para apuntar la proa al espacio de agua libre rizada por el viento y la corriente entre las dos superficies planas de barro negro que emergen pulgada a pulgada a medida que baja la marea. Con un último vistazo, el salinero observa entre las turbonadas de polvo y arena el paisaje llano, las bocas de los caños y canalizos que van quedando atrás, por una y otra banda. Varias avocetas —este año tardan en irse al norte, como si también ellas recelaran de los gabachos— agitan las franjas negras de sus alas paseándose por la orilla enfangada, al socaire de un caballón cubierto de arbustos, con sus zancudas y finas patas.

—Arriba esa bandera, hormiguilla... Que la vean los salmonetes.

A estas alturas, calcula, la vela tiene que distinguirse desde la batería, donde también habrán oído los tiros. Pero más vale prevenir. En un santiamén, Currito Panizo, que ya tenía amarrado el trapo bicolor a una driza, lo sube por encima de la entena, al extremo del palo. Un instante después, con movimiento firme del timón, Mojarra hace pasar la lancha entre las isletas y mete luego a una banda embocando el ancho caño grande hacia el norte.

—¡Arriad!... ¡A los remos!

Apoyado en la cureña, taponándose la herida con una mano, el cuñado Cárdenas se queja a ratos. Ay, madre, gime. Ay, ay, ay. Curro y Currito Panizo sueltan la escota, hacen bajar la entena y aferran la vela de cualquier manera, con parte de la lona gualdrapeando en el viento y el agua. Después cogen un remo cada uno, se sientan mirando a popa y empiezan a bogar desesperadamente, apoyados los pies en los bancos. Entre sus cabezas, a lo lejos, Mojarra distingue ya, en el gris sucio del paisaje, los parapetos de pitas, los muros bajos y las troneras artilladas del baluarte inglés. En ese momento, una racha de levante descorre la bruma polvorienta; y un primer rayo de sol horizontal, rojizo, ilumina el trapo rojo y blanco que flamea con violencia en el palo de la cañonera capturada.

El sexo masculino o fluido espermático debía existir dentro del mismo útero femenino en contacto con los embriones para fecundarlos clandestinamente; porque de otro modo es imposible explicar la fecundidad de las semillas, que supone siempre el concurso de los dos sexos...

Permanece inmóvil Lolita Palma, releyendo esas líneas. Luego cierra la
Descripción de las plantas
de Cavanilles y se queda mirando las cubiertas de piel oscura del libro, puesto sobre la mesa de trabajo del gabinete botánico. Muy quieta y pensativa. Al cabo se levanta, devuelve el volumen a su estante y baja del todo la persiana de la ventana abierta por la que entraba la luz de la calle. Sólo viste la ligera bata doméstica de seda china, larga hasta las sandalias sin tacón, y lleva recogido el pelo con horquillas. No hay manera de concentrarse con este calor, y la claridad necesaria para trabajar o leer deja paso, también, al aire cálido y húmedo del exterior. Es la hora de la siesta; que, a diferencia de casi toda Cádiz, ella no duerme nunca. Prefiere dedicar el rato a las plantas, o a la lectura, aprovechando la paz de la casa silenciosa. Su madre reposa entre almohadones y vapores de láudano. Hasta los criados descansan. Éste es, junto con la noche, el momento que Lolita reserva para sí misma, en una jornada que desde que gobierna Palma e Hijos viene regulada por los usos locales del comercio: despacho de ocho a dos y media, comida, aseo de dientes con polvo de coral y agua de mirra, cepillado de pelo y peinado a cargo de la doncella Mari Paz, vuelta al despacho de seis a ocho, paseo antes de la cena por la calle Ancha, plaza de San Antonio y Alameda, con algunas compras y refresco incluido en la confitería de Cosí o en la de Burnel. A veces, pocas, una reunión en casa conocida, o en el patio o el salón de la suya. La guerra y la ocupación francesa terminaron con los veraneos en la casa familiar de Chiclana, cuyo paisaje añora Lolita con mucha melancolía: los pinares, la playa cercana, los huertos y los árboles bajo los que pasear al atardecer, las meriendas en la ermita de Santa Ana y las excursiones en calesa a Medina Sidonia. Los tranquilos paseos por el campo, identificando y recogiendo plantas con el anciano magistral Cabrera, que fue su profesor de Botánica. Y al llegar la noche, la luna inundándolo todo por las ventanas abiertas, tan clara y plateada que casi se podía leer o escribir a su luz, mientras sonaban el trino incesante de grillos en el jardín y el croar de ranas en las acequias próximas. Pero aquel mundo entrañable, con sus largos veranos de infancia y juventud, desapareció hace tiempo. Quienes han estado en Chiclana cuentan que la casa y sus alrededores se ven hoy devastados de manera terrible, convertido en cuarteles y baluartes cuanto no está en ruinas, y que los franceses lo han saqueado todo a conciencia. Sabe Dios qué quedará de ese viejo mundo feliz, tan distante ya, cuando este tiempo incierto acabe.

Se insinúa en la penumbra el dorado de los libros y herbarios que contienen plantas secas. Al otro lado de la habitación, en la pared opuesta a la ventana que da a la calle, los helechos empañan con gotitas minúsculas los cristales del mirador cerrado que, a modo de invernadero, da al patio interior. Y sigue en silencio la ciudad, afuera. Ni siquiera el estampido más o menos lejano de una bomba francesa —los tiros desde el Trocadero se acercan cada vez más al barrio— rompe la calma cálida de la tarde. Hace cuatro días que los sitiadores no disparan; y sin bombas, la guerra parece de nuevo demasiado remota. Ajena, casi, al pulso cotidiano y pausado de la Cádiz de siempre. El último atisbo bélico se dio ayer por la mañana, cuando la gente subió a las terrazas y miradores con telescopios y catalejos para presenciar el combate de un bergantín francés y un falucho corsario de esa bandera, salidos de la ensenada de Rota, con un pequeño convoy de tartanas que venía de Algeciras escoltado por dos cañoneras españolas y una goleta inglesa. El azul del mar se llenó de humo y estampidos; y durante casi dos horas, con la brisa de poniente que movía despacio las velas en la distancia, la multitud pudo gozar del espectáculo, aplaudiendo o mostrando su desolación cuando las cosas pintaban mal para los aliados. También ella, acompañada por la mirada sagaz del viejo Santos —«La tartana de barlovento está perdida, doña Lolita; se la van a llevar como a una oveja del rebaño»—, siguió desde su torre vigía las evoluciones de los barcos, el estrépito distante y la humareda del cañoneo; hasta que los franceses, favorecidos por el poniente que sotaventaba a la goleta inglesa e impedía acercarse a una corbeta española que levó ancla del fondeadero, pudieron retirarse con dos presas tomadas bajo los cañones mismos del castillo de San Sebastián.

Tres semanas atrás, desde la misma torre, con el catalejo inglés apoyado en el portillo y sola en esa ocasión, había visto Lolita Palma abandonar la bahía a la
Culebra,
que empezaba nueva campaña. Ahora, en la penumbra del gabinete, recuerda muy bien el viento estenordeste que rizaba la pleamar hacia afuera mientras la balandra corsaria, pegada a las piedras de las Puercas y al bajo del Fraile para mantenerse lejos de las baterías francesas, navegaba primero a un largo y luego con viento de través, rodeando las murallas de la ciudad hasta el arrecife de San Sebastián. Y una vez allí, largando más lona —parecía llevar la escandalosa arriba y el tercer foque sobre el largo bauprés—, la vio poner proa al sur, alejándose en la distancia inmensa y azul: una mota blanca de velas diminutas empequeñeciéndose hasta desaparecer en la lente del catalejo. Algo después, la caída de la tarde con sus tonos violetas en el cielo remoto de levante había encontrado a Lolita todavía en la torre, contemplando el horizonte vacío. Inmóvil como lo está ahora en su gabinete. Absorta en la última imagen de la balandra alejándose, y sorprendida ella misma de seguir allí. Sólo recuerda haber estado así otra vez en su vida, mirando de ese modo el mar vacío: la tarde del 20 de octubre del año cinco, cuando los últimos navíos de la escuadra de Villeneuve y Gravina abandonaron el puerto tras una penosa, lentísima salida de infinitos bordos y falta de viento, mientras una multitud de padres, hijos, hermanos, esposas y parientes, agrupada en las terrazas, las torres y las murallas, permanecía silenciosa con los ojos fijos en el mar, incluso después de que se perdiera de vista la última vela de las que navegaban rumbo a la cita funesta del cabo Trafalgar.

Sigue recordando Lolita Palma, apoyada en la pared del gabinete. La torre vigía, el mar. El mismo latón forrado de cuero del catalejo entre sus dedos. El arañazo de una vaga ausencia, por completo inexplicable, y la desolación insólita de extraños presentimientos. Luego, al instante, molesta consigo misma, se pregunta qué tiene que ver todo eso con la
Culebra.
Y de golpe, como el destello de un disparo, la sonrisa cauta y reflexiva de Pepe Lobo la sacude hasta el sobresalto. Sus ojos de gato cauteloso estudiándola serenos, como pensamientos. Acostumbrados a mirar el mar, y también a las mujeres. Hay quien dice que no es usted un caballero, capitán Lobo. Eso fue lo que dijo ella, aquel día; y nunca olvidará la respuesta sencilla, tranquila, sin apartar la mirada. No lo soy. Ni pretendo serlo.

Lolita abre la boca como un pez que diese una boqueada, y aspira el aire tibio. Una, dos, tres veces. Introduciendo una mano por el escote húmedo de la bata hasta posarla sobre su pecho desnudo, reconoce el mismo latir en las venas de sus muñecas que aquel día, durante el encuentro en la plaza de San Francisco. La conversación sobre el árbol drago del abanico y las palabras propias, que en su memoria parecen pronunciadas por boca ajena. Por una desconocida. Tiene que contarme todo eso, capitán. Cualquier otro día. Quizás. Cuando regrese del mar. Lolita no olvida las manos morenas y fuertes, el mentón donde, pese al afeitado reciente, despuntaba ya de mañana la barba negra y cerrada. El pelo de apariencia dura, las patillas bajas, espesas y bien cortadas. Masculinas. La sonrisa como un trazo blanco en la piel atezada. Lo imagina de nuevo, ahora, en este preciso instante, de pie en la cubierta escorada de la balandra corsaria, revuelto el pelo por el viento, entornados los ojos bajo el resplandor del sol. Buscando presas en el horizonte.

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