El asedio (78 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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—Entonces, mala suerte —dice Lobo—. Pasaremos de largo y adiós muy buenas.

Se incorporan los dos, y Pepe Lobo guarda la carta. Después observa a Ricardo Maraña. Éste no ha hecho ningún comentario desde que su capitán le confió la intención de rescatar al
Marco Bruto.
Todas sus preguntas han sido profesionales, referentes a la maniobra de hacerse a la mar y la manera en que tripulación y barco deben disponerse para ejecutar lo previsto. Ahora, abotonada hasta el cuello la estrecha y elegante chaqueta de largos faldones, el teniente se conduce con su aire de hastío habitual; como si lo que han de resolver en las próximas horas no fuese más que un trámite común. Una maniobra rutinaria y enojosa.

—¿Qué dice la gente?

Maraña encoge los hombros.

—Hay de todo. Pero los cuarenta mil reales extra y la perspectiva del botín de represa ayudan mucho.

—¿Alguien quiere volver a tierra?

—No, que yo sepa. Brasero los tiene bajo control.

—Lleva tu pistola, piloto. Por si acaso.

Abriendo un armario del mamparo, el capitán coge un arma cargada y se la mete en el cinto, bajo la casaca. No está más preocupado de lo habitual, pero sabe que el momento delicado puede darse ahora, con la seguridad de tierra cerca; cuando todo está por emprender y aún hay tiempo para formularse preguntas y comentarlas con los compañeros. Aunque navegue bajo el escudo del castillo y el león coronados, un barco corsario carece de la disciplina rigurosa de la Real Armada, y la distancia entre descontento y motín resulta más fácil de franquear. Después, una vez hechos a la mar, navegando y en el calor de la acción, cada hombre actuará como suele
,
atento a la maniobra y al combate. Peleando por el barco y por su vida. Por su interés. Todos han pasado muchos meses a bordo, soportando penurias y peligros. Se les debe dinero, y lo perderían de incumplir el contrato de rol. Demasiado tarde para volverse atrás.

Ricardo Maraña aguarda al pie de la escala, ahogando la tos con un pañuelo. Pepe Lobo admira una vez más la fría imperturbabilidad de su segundo. A la luz de la lámpara de petróleo, sus labios exangües, sobre los que acaba de pasar el lienzo que, como de costumbre, retira con salpicaduras oscuras, parecen todavía más pálidos. La fina línea de éstos se curva en un brevísimo apunte de sonrisa cuando Lobo llega a su lado y adopta el tono formal que usan en cubierta:

—¿Está listo, piloto?

—Lo estoy, capitán.

Pepe Lobo, a punto de subir por el tambucho, se detiene un momento.

—¿Hay algo que decir?

Se acentúa la sonrisa del otro. Es distante y fría, como suele. Idéntica a la que, en tugurios de mala muerte, aflora cuando baraja cartas sobre un tapete cubierto de monedas; dinero del que se desprende con la misma facilidad con que lo gana, sin pestañear, impávido ante el azar como ante la vida con la que sus pulmones deshechos libran una carrera suicida. Para llegar a tan perfecta indiferencia, decide Lobo, se requiere una larga decantación de estirpe. Muchas generaciones de perdedores, o de buena crianza. Posiblemente, de ambas.

—¿Por qué iba a decir nada, capitán?

—Tiene razón. Subamos.

Cuando salen a la cubierta, resbaladiza de humedad bajo el cielo estrellado, la tripulación forma grupos de bultos negros a proa, entre el palo y el grueso arraigo del bauprés. El viento, cuya dirección no ha cambiado, sigue soplando fuerte en la jarcia, que vibra tensa como las cuerdas de un arpa. Algunas luces de la ciudad brillan cercanas, encendidas por la banda de babor, más allá de las siluetas negras de los cañones de 6 libras trincados en sus portas.

—¡Nostramo!

La figura maciza del contramaestre Brasero les viene al encuentro.

—Á la orden, capitán.

—¿Gente?

—Cuarenta y uno sin contarlos a ustedes dos.

Camina Pepe Lobo hasta la bomba de achique, situada tras el molinete del ancla. Los hombres se apartan para dejarle paso mientras se apagan las conversaciones. No puede ver sus rostros, y ellos tampoco ven el suyo. El viento no basta para disipar el olor que se desprende de cuerpos y ropas: sudor, vómito, vino de taberna abandonada hace apenas una hora, humedades de mujer sucia y reciente. El olor que, desde la más remota Antigüedad, acompaña a todos los marinos del mundo cuando regresan a bordo.

—Vamos a traernos un barco —confirma Lobo, alzando la voz.

Después habla durante apenas un minuto. No es hombre de discursos, ni su gente aficionada a ellos. Se trata, además, de corsarios; no de infelices reclutados a la fuerza en un buque de guerra, a los que hay que leer cada semana la ordenanza de la Real Armada para meterles en el cuerpo el temor a Dios y a los oficiales, amenazándolos con penas corporales, incluida la de muerte, y por añadidura con todos los castigos del infierno. A gente como ésta sobra con hablarle de botines, a ser posible detallando cantidades. Y eso hace. Brevemente, con frases cortas y claras, recuerda lo que han ganado hasta ahora, el dinero pendiente del tribunal de presas y los 40.000 reales que, además de la prima habitual de represa, se repartirán entre todos, aumentando en una quinta parte lo que cualquier marinero raso ha ganado desde que se enroló. Al otro lado hay corsarios franceses, concluye, y tal vez la
Culebra
pase un mal rato cerca de tierra; pero la noche, el viento y la marea echarán una mano. Y en la retirada —aquí aventura la posibilidad como segura, adivinando la mirada silenciosa y escéptica de Ricardo Maraña— las cañoneras aliadas cubrirán el regreso.

—De paso —remata— daremos una andanada a ese falucho cabrón que tienen allí los gabachos.

Risas. Lobo se calla y camina hacia popa sintiendo las palmadas que le dan sus hombres en los brazos y la espalda. Deja el resto del asunto a los viejos reflejos; a los lazos que la prolongada campaña de corso ha tejido entre él y la tripulación. Se trata menos de afectos y disciplina que de obediencia y eficacia práctica. De la certeza de saberse mandados por un capitán prudente, afortunado, que sólo arriesga lo justo, mantiene a salvo presas, barco y gente de a bordo, y gestiona bien, en tierra, cada fruto de la campaña. Confirmando a todos que trabajos y peligros tienen su precio. Esa es la lealtad que Pepe Lobo espera esta noche de sus hombres: la precisa para navegar a oscuras hasta el fondo de la ensenada, maniobrar con diligencia, batirse de modo adecuado y regresar con el
Marco Bruto
a remolque.

Al llegar a la escala, situada junto al cañón número tres de estribor y a la altura de la lancha estibada en cubierta, Lobo se inclina sobre la regala, hacia la figura que aguarda abajo, en un botecillo abarloado al casco de la balandra: un empleado de la casa Palma, viejo marinero que suele hacer de enlace con tierra cuando fondean en el puerto.

—¡Santos!

Se remueve el otro, abajo. Dormía.

—¡A sus órdenes, señor capitán!

—Zarpamos. Lleve el aviso a su señora.

—¡Como una bala!

Chapotean los remos en el agua mientras el bulto oscuro del botecillo se abre del costado, remando con el viento de través rumbo al espigón del muelle. Pepe Lobo sigue camino hasta popa, donde pasa junto a la barra del timón, trincada al centro, y se apoya en el coronamiento donde reposa la botavara, junto al cofre de instrumentos y señales. La madera está mojada; aunque, pese al viento que se impregna de humedad en la bahía, la temperatura es razonable. Con la chaqueta desabrochada sobre la camisa, Lobo saca la pistola que lleva al cinto y la mete en el cofre. Después se queda mirando la ciudad dormida tras la franja de sus murallas, el doble pináculo en sombras de la Puerta de Mar, más allá del espigón del muelle. Las siluetas de los barcos fondeados y las escasas luces que se reflejan en el agua negra, entre los borreguillos de espuma que riza el mistral.

Quizá ella esté despierta a esta hora, piensa. Tal vez se encuentre sentada con un libro en las manos, alzando en ocasiones la vista para comprobar qué hora es. Para imaginar lo que en este momento hacen él y sus hombres. Tal vez cuenta las horas, inquieta. O puede —lo más probable, por lo que Lobo cree saber de ella— que duerma ajena a todo, indiferente; soñando con aquello, sea lo que sea, que ocupe el sueño de las mujeres dormidas. Por un momento el corsario imagina la tibieza de su cuerpo, la expresión al abrir los ojos por la mañana, la pereza de los primeros movimientos, la luz del sol que entra por la ventana al iluminar su rostro. Ese sol que, posiblemente, algunos de los hombres que ahora están a bordo de la
Culebra
no verán levantarse nunca.

Lo sé todo sobre usted. Esas fueron las palabras que ella le dirigió en la muralla, entre dos luces, mientras le pedía que metiese su barco y a su gente bajo los cañones de la ensenada de Rota. Sé cuanto necesito saber, dijo, y eso me da derecho a pedir lo que le pido. A mirarlo como lo miro. Apoyado en la teca húmeda, el corsario recuerda ahora cómo esa mirada, bajo los pliegues traslúcidos de la mantilla agitada por el viento, iba velándose en la penumbra violeta mientras asomaban palabras calculadas y frías, precisas como la escala graduada de un sextante. Al tiempo que él, torpe como lo fueron siempre los hombres enfrentados al enigma racional de la carne, la muerte y la vida, veía apagarse su rostro en la noche sin atreverse a besarlo una vez más. Sin llevarse, en el minucioso camino hacia la nada que está a punto de recorrer —que ya empezó, en realidad, inclinado sobre la carta náutica que tiene abajo—, otra cosa que la voz y la certeza física de la mujer, su consistencia cálida e inalcanzable entre las sombras que se adueñaban de sus destinos. En otro lugar del mundo, yo. Eso fue cuanto llegó a decir él antes de interrumpirse; y no añadió apenas nada, pues con esa confesión singular, nunca hecha antes, todo quedaba establecido entre ambos, resignado al curso de lo inevitable. Dispuesto el viaje sin miradas atrás, ni queja alguna. Sólo era ya otro hombre, uno más, alejándose por caminos sin retorno y mares sin vientos de vuelta. Sin miedos ni remordimientos, pues nada quedaría y nada era posible llevarse. Pero ella tuvo que hablar, al fin, en el último instante. Y eso lo alteraba todo. Aquel «también yo», tan desconsolado como la luz violeta extinguiéndose en la bahía, sonaba a estremecimiento ancestral, de siglos. A lamento de mujer sobre las murallas de una ciudad antigua: certeza de regreso imposible que hace más mortal la propia muerte. Y la mano apoyada en su brazo, leve como un suspiro, no hizo más que sentenciarlo sin remedio.

—La gente está lista, capitán.

Olor a humo de tabaco, pronto desvanecido en el viento. La silueta delgada y oscura de Ricardo Maraña se destaca en el coronamiento, con la brasa de un cigarro a la altura del rostro. La cubierta empieza a animarse entre sonido de pies descalzos, voces de hombres, crujidos y chirriar de motones y cuadernales.

—Pues disponga maniobra. Nos vamos.

—A la orden.

Se aviva la brasa del cigarro mientras el primer oficial da media vuelta.

—Ricardo... Eh... Piloto.

Un silencio breve. Desconcertado, tal vez. El teniente se ha detenido.

—Dígame.

Su voz delata asombro. Del mismo modo que jamás se tutean ante la tripulación, nunca, ni siquiera en tierra, Pepe Lobo lo había llamado antes por su nombre de pila.

—Va a ser un viaje corto y duro... Mucho.

Otro silencio. Al fin suena la risa del teniente en la oscuridad, hasta interrumpirse en un golpe de tos. El cigarro describe un arco rojizo sobre la borda y se extingue al caer al mar.

—Métanos en Rota, capitán. Después, que el diablo reconozca a los suyos.

En su barraca, en mangas de camisa zurcida y poco limpia, junto a la escasa luz de un cabo de vela medio consumida, Simón Desfosseux moja la pluma en el tintero y registra cálculos e incidencias en un grueso cuaderno que lleva metódicamente, a modo de diario técnico de campaña. Cada día hace lo mismo al concluir la jornada, minucioso como suele, anotando ecuánime cada éxito y fracaso. En los últimos días, el artillero está satisfecho: ciertas mejoras en la gravedad específica de las bombas, aplicadas tras mucho tira y afloja con el general D'Aboville, aumentan su alcance. Recurriendo a granadas completamente esféricas y pulidas, desprovistas de espoleta y con la carga de pólvora sustituida por 30 libras de arena inerte, los obuses Villantroys-Ruty consiguen desde hace dos semanas llegar a la plaza de San Antonio, corazón de la ciudad. Eso supone un alcance efectivo de 2.820 toesas, gracias al delicadísimo equilibrio entre la arena y el plomo que, cuidadosamente vertido en capas sucesivas en la recámara del proyectil, compensa las 95 libras que pesan las bombas actuales, disparadas con una elevación de cuarenta y cinco grados. Es cierto que, como van sin pólvora ni espoleta, no estallan nunca; pero al menos caen donde deben caer, más o menos, con desviaciones esporádicas —todavía preocupantes para Desfosseux— de hasta medio centenar de toesas, tomando como referencia la enfilación de los campanarios de la iglesia. Tal como andan las cosas, resulta razonable; y justifica que el
Monitor,
para satisfacción del mariscal Soult, haya publicado, sin mentir demasiado —sólo un tercio de mentira—, que el ejército imperial bombardea todo el perímetro de Cádiz. En lo que se refiere a las otras granadas, las que estallan, una ingeniosa combinación de mixtos, estopines y fulminantes de nueva invención —fruto, también, de interminables cálculos y arduo trabajo con Maurizio Bertoldi—, hace posible que, en condiciones adecuadas de viento, temperatura y humedad, una de cada diez alcance ahora su objetivo, o los alrededores, con la espoleta encendida el tiempo suficiente para estallar como es debido. Los informes que llegan de Cádiz, pese a que mencionan más susto y destrozo que víctimas, bastan para cubrir el expediente y tener tranquilo al mariscal; aunque, para su íntima mortificación, Desfosseux siga convencido de que, si lo dejaran usar morteros de gran calibre en lugar de obuses, y bombas de mayor diámetro con espoletas grandes en vez de granadas, los logros en alcance serían parejos a la eficacia destructora, y sus proyectiles arrasarían la ciudad. Pero, lo mismo que el ausente mariscal Víctor, Soult y su estado mayor, ateniéndose con mucha prudencia a la voluntad del emperador, siguen sin querer oír una palabra de morteros; mucho menos ahora que Fanfán y sus hermanos llegan a donde deben llegar, o casi. El propio duque de Dalmacia —título imperial de Jean Soult— felicitó hace unos días a Desfosseux durante una inspección en el Trocadero. Contra lo que suele ocurrir, el duque estaba de buen humor. Un correo, de los que logran cruzar Despeñaperros sin que los guerrilleros los cuelguen de una encina y les saquen las tripas, había traído periódicos de Madrid y París con la mención al nuevo alcance de los bombardeos; y también la noticia de que el convoy con el último botín de cuadros, tapices y joyas saqueado por Soult en Andalucía había llegado sano y salvo al otro lado de los Pirineos.

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