El asedio (84 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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—Ordenaba el caos —está diciendo Barrull— mediante la reducción del sufrimiento a simples leyes naturales. Familiarizado con esta ciudad, el jabonero desplegó en Cádiz su paisaje de nudos sensibles. Puede, incluso, que influyera el sentido del olfato propio de su oficio: aire, aromas. Y entonces se hizo la pregunta... ¿No serían esos puntos destino preferente de las bombas francesas, condicionadas por la dirección y confluencia de, por ejemplo, los vientos?... De modo que estudió, como después hizo usted, los lugares de impacto. Compuso así, en su cabeza, un mapa de los puntos en que habían caído bombas y les atribuyó probabilidades. De ese modo, el mapa mental se coloreó con zonas que representaban probabilidades mayores o menores... Su mente matemática analizó ese territorio y vio cosas, irregularidades, curvas y trayectorias. Identificó huecos que se iban a llenar. En esa fase, ya no pudo volver atrás. Era probabilidad, no azar... Era matemática exacta.

Tizón lo interrumpe con perversa satisfacción.

—No tan exacta —dice—. Se equivocó una vez. En la calle del Laurel no cayó después ninguna bomba.

—Eso hace más razonable nuestra teoría. Le otorga su cuota de error. Su margen... ¿No le parece?

Tampoco ahora responde el policía. Recuerda su desconcierto. La espera inútil y la tentación de replantearlo todo. Y los propios errores sobre el tablero, en cadena. Incluido el último: un gambito de dama.

—El caso —prosigue Barrull— es que, en aquellos huecos que esperaban su bomba, el jabonero asesinó... No se trataba ya de corregir las imprecisiones de la ciencia o la técnica. Ni siquiera de llenar con dolor ajeno el vacío de su hija perdida... Quería confirmar, una y otra vez, que él, humilde artesano, había accedido a los arcanos del conocimiento.

—De ahí el desafío final.

—Así lo creo. Supo que le andaban detrás, y aceptó el juego. Por eso esperó tanto tiempo sin matar de nuevo. Acechando al que acechaba. Y cuando se creyó dispuesto, decidió comerle una pieza distinta de la que usted esperaba. Lo hizo, pero le salió mal por sólo unos minutos.

La carcajada del policía resuena entre los muros negros del castillo. Tan siniestra como el paisaje.

—Las ganas de orinar de Cadalso... ¡El azar!

—Exacto. El jabonero no previo ese cálculo de probabilidades.

Se quedan los dos en silencio. El aire sigue inmóvil, sin un soplo de brisa. El cielo es un telón negro acribillado de alfilerazos.

—Estoy seguro —añade Barrull, tras unos instantes— de que ni siquiera sentía placer cuando mataba.

—Es probable.

Ruido de pasos. Dos sombras se perfilan al otro lado del hueco, viniendo de la calle. Una, grande, maciza, se adelanta un poco, recortándose en la penumbra. Tizón reconoce a Cadalso.

—Está aquí, señor comisario.

—¿Venís solos?

—Sí. Como usted ordenó.

El policía se vuelve hacia Hipólito Barrull.

—Voy a pedirle que se vaya, profesor... Le estoy muy agradecido. Pero ahora debe irse.

Lo mira Barrull preocupado. Inquisitivo. Dos nuevos reflejos del farol en el cristal de los lentes.

—¿Quién es el otro?

Titubea Tizón un instante. Qué más da, concluye. A estas alturas.

—El padre de la última muchacha muerta.

Retrocede Barrull, cual si pretendiera resguardarse de algo en la oscuridad. Interponer distancia. Un caballo en el tablero, piensa el policía. Retirándose con sobresalto de una casilla peligrosa.

—¿Qué pretende hacer?

Es una de esas preguntas que, en el fondo, agradecen no tener respuesta. Y Tizón no se molesta en darla.

Está tan sereno que, pese a la noche cálida, siente las manos frías.

—Váyase —dice—. Usted nunca estuvo aquí. Nada sabe de esto.

Tarda el otro un poco en moverse. Al fin da un paso hacia Tizón, y eso le ilumina el rostro. Sombras de abajo arriba, doble reflejo en el cristal. Grave.

—Tenga cuidado —susurra—. Los tiempos son distintos, ahora. La Constitución... Ya sabe. Nuevas leyes.

—Sí. Nuevas leyes.

Se estrechan la mano: un contacto firme, prolongado por parte de Barrull, que observa a Tizón como si lo hiciera por última vez. Por un momento parece a punto de añadir algo, y al cabo encoge los hombros.

—Fue un honor, comisario. Ayudar.

—Adiós, profesor.

Vuelve el otro la espalda, casi con brusquedad, pasa por el hueco del muro y desaparece en la calle del Silencio. Saca Tizón la petaca de cuero y coge un cigarro mientras se aproximan Cadalso y la otra sombra. La luz del farol puesto en el suelo ilumina, junto al esbirro, a un hombre de mediana estatura y aspecto humilde que da unos pasos y se queda inmóvil, en silencio.

—Puedes irte —le ordena Tizón a su ayudante.

Obedece Cadalso, retirándose por el hueco del muro. Después, el comisario se vuelve hacia el recién llegado. Un brillo de metal, observa, reluce en su faja.

—Está abajo —dice.

La escalera de caracol se hunde en lo profundo como la espiral negra de una pesadilla. Felipe Mojarra baja por ella a tientas, apoyadas las manos en el muro húmedo y frío, sorteando los escombros acumulados en los peldaños. A veces se detiene a escuchar, pero sólo percibe el aire enrarecido de la oquedad donde se interna. El asombro y el dolor —a todo habitúan el paso de las horas y la costumbre de la vida misma— hace rato que cedieron espacio a una desesperación absoluta, irreparable, tranquila como un estero de agua quieta en la noche. Nota la boca seca y la piel acorchada, insensible a todo excepto al estremecimiento periódico del pulso que late, lento y muy fuerte, en las muñecas y en las sienes. A veces ese batir parece detenerse unos instantes, y entonces experimenta un singular vacío dentro del pecho, como si la respiración y el corazón mismo se paralizasen.

Sigue el salinero bajando peldaños. Una imagen permanece nítida ante sus ojos, o dentro de ellos, por más que parpadee y los cierre mientras desciende al vértigo por esta espiral sombría que parece no acabar nunca: carne muerta y desnuda, impersonal, puesta sobre el mármol blanco de una mesa. Aún le roe la garganta su propio gemido de estupor; la queja desesperada, ronca y rebelde, ante lo inexplicable, lo absurdo de todo aquello. Lo injusto. Y luego, como una gota de hielo frío en las entrañas, la desolación de no reconocer, en ese cadáver pálido y desgarrado que olía a vísceras abiertas, lavado con cubos de agua que todavía encharcan el suelo del depósito municipal, el cuerpecito tibio y dormido que en otro tiempo estrechó entre sus brazos. El olor a fiebre suave, a sueño. A la carne menuda y cálida de la niña pequeña a la que ya nunca podrá recordar tal como era.

Una claridad abajo, en los últimos peldaños. Felipe Mojarra se detiene, una mano apoyada en la pared de la escalera, mientras aguarda a que su corazón recobre los latidos y el pulso vuelva a la normalidad. Al fin respira hondo un par de veces y recorre el último tramo. Da éste a una estancia abovedada y vacía, que un velón de sebo muy consumido, puesto en una hornacina del muro, ilumina a medias. La luz indecisa muestra a un hombre, desnudo a excepción de una manta puesta sobre los hombros y un vendaje sucio que rodea su cintura. Está sentado sobre un jergón roto, con la espalda contra la pared; tiene la cabeza baja, recostada en los brazos que cruza encima de las rodillas, como si dormitara, y grilletes de hierro en las manos y los pies. Al verlo, Mojarra siente que le flaquean las piernas y se agacha despacio, sentándose en el último peldaño de la escalera. Permanece así largo rato, inmóvil, mirando al otro. Al principio, éste no da señales de advertir su presencia. Al fin levanta el rostro y mira al salinero, que se enfrenta a un desconocido: mediana edad, pelo rojizo, piel moteada. Verdugones de golpes en todo el cuerpo. Los ojos tienen cercos oscuros, de dolor y falta de sueño. Del labio inferior, partido por una brecha grande, se extiende hasta la barbilla una costra de sangre seca.

Ninguno dice nada. Se miran un momento, y luego el otro inclina la cabeza sobre los brazos, indiferente. Felipe Mojarra espera a que se llene el vacío de su corazón y después se pone en pie, con mucho esfuerzo. Carne menuda y cálida, recuerda. Olor tibio de niña dormida. Cuando abre la navaja y ésta resuena con el chasquido de siete muescas en el silencio del sótano, el hombre encadenado levanta la cabeza.

Rogelio Tizón fuma apoyado en el muro. La luna, que empieza a asomar tras las almenas desmochadas de la torre del castillo de Guardiamarinas, derrama una claridad lechosa que da relieve a los escombros y piedras sueltas del patio. La brasa del cigarro del policía, reanimándose a intervalos, es lo único que parece vivo en él; sin ese punto luminoso, pese al farol cuya última luz se extingue en el suelo, un observador confundiría al comisario con las sombras entre las que se mantiene inmóvil.

Los alaridos cesaron hace rato. Durante casi una hora, Tizón los estuvo escuchando con curiosidad profesional. Llegaban amortiguados por la distancia y los gruesos muros, procedentes de la escalera del sótano cuyo hueco se abre en la oscuridad, a pocos pasos. Unos eran gritos cortos, secos: gemidos rápidos sofocados en el acto. Otros sonaban más prolongados: estertores de agonía que parecían interminables, quebrados al final como si quien los emitía agotase en ellos su energía y su desesperación. Ya no se oye nada, pero el comisario sigue sin moverse. Esperando.

Unos pasos lentos e indecisos. Una presencia próxima. La sombra ha salido del hueco de la escalera y se mueve insegura, acercándose a Tizón. Al fin se detiene a su lado.

—Ya está —dice Felipe Mojarra.

Su voz suena cansada. Sin comentarios, el policía saca un cigarro de la petaca y se lo ofrece, tocándole el hombro para que preste atención. El otro tarda en reaccionar. Repara al fin, y lo coge. Tizón rasca un lucifer en la pared y acerca la llama. A la luz del fósforo estudia la expresión del salinero, que se inclina un poco para encender el habano: las patillas enmarcando sus facciones duras y los ojos que miran al vacío, aún absortos en horrores propios y ajenos. También observa el leve temblor de los dedos húmedos y rojos que manchan de sangre el cigarro.

—No sabía que se pudiera gritar sin lengua —dice al fin Mojarra, echando el humo.

Parece realmente sorprendido. Rogelio Tizón ríe en la oscuridad. Lo hace como suele: lobuno, peligroso, descubriendo el colmillo. Un destello de oro a un lado de la boca.

—Pues ya lo ha visto. Se puede.

Epílogo

Llueve sobre la ensenada de Rota. Es una llovizna cálida, de verano —el cielo despejará por el sudoeste antes del atardecer—, que puntea con minúsculas salpicaduras el agua inmóvil. No hay un soplo de viento. El cielo plomizo, bajo y melancólico, se refleja en la superficie de la bahía, enmarcando la ciudad lejana como el grabado o el cuadro de un paisaje sin más colores que el blanco y el gris. En un extremo de la playa, donde la arena se interrumpe en una sucesión de rocas negras y madejas de algas muertas, hay una mujer que mira los restos de un barco varado a poca distancia de la orilla: un pecio desarbolado, en cuya tablazón ennegrecida pueden apreciarse marcas de balazos y huellas de incendio. El casco, donde todavía se adivinan las líneas esbeltas de la eslora original, yace sobre un costado mostrando la obra viva, la cubierta deshecha y parte de la armazón interna de sus cuadernas y baos, semejante a un esqueleto que el paso de los días y el oleaje de los temporales desnuden poco a poco.

Frente a lo que queda de la
Culebra,
Lolita Palma permanece impasible bajo la mansa humedad que cala la mantilla que le cubre la cabeza y los hombros. Tiene un bolso en las manos, apretado contra el pecho. Y desde hace un buen rato, intenta imaginar. Procura reconstruir en su cabeza los últimos momentos de la embarcación cuyos restos tiene delante. Sus ojos tranquilos van de un lado a otro, calculan la distancia a tierra, la presencia cercana de las rocas que emergen del agua, el alcance de los cañones que hasta hace poco ocuparon las troneras vacías de los fuertes que circundan la ensenada. También reconstruye en su imaginación la oscuridad, la incertidumbre, el estrépito, el resplandor de los fogonazos. Y cada vez que logra establecer algo, entrever una imagen, adivinar una situación o un momento concretos, inclina un poco la cabeza, conmovida. Asombrada, a su pesar, de lo grande, oscuro y temible que encierra el corazón de algunos hombres. Después alza otra vez el rostro y se obliga a mirar de nuevo. Huele a arena húmeda, a verdín marino. En el agua de color acero, los círculos concéntricos de cada fina gota de lluvia se dilatan y extienden con precisión geométrica, entrecruzándose unos con otros, cubriendo el espacio entre la orilla y el casco muerto de la balandra.

Lolita Palma vuelve al fin la espalda al mar y camina en dirección a Rota. Hacia la izquierda, por la parte donde el espigón del muelle se adentra en el mar, hay algunas embarcaciones pequeñas fondeadas, con las velas latinas izadas, puestas a lavar bajo la lluvia, que cuelgan de las entenas como ropa mojada. Junto al muelle destacan los restos de una fortificación desmantelada, sin duda una batería artillera de las que protegían ese lugar de la costa. Todavía se marchitan allí los restos de las guirnaldas de flores con que los gaditanos coronaron sus parapetos el día mismo de la retirada francesa; cuando, bajo un sol espléndido y con todas las campanas de la ciudad tocando a gloria, centenares de barquitos cruzaron la bahía mientras un enjambre de caballerías y carruajes tomaba el camino del arrecife, transportando a los vecinos que festejaban la liberación con una gigantesca romería a las posiciones abandonadas. Aunque tampoco faltara, pese al júbilo oficial, alguna disimulada contrariedad por el final de una época de lucrativas especulaciones mercantiles, inquilinatos y subarriendos de viviendas. Como atinadamente apuntó el primo Toño entre dos botellas de vino de Jerez —que por fin llega a Cádiz sin restricciones—, al ver alguna cara larga entre sus conocidos, no siempre la patria está lejos del bolsillo.

Al otro lado del arco de la muralla, cuesta arriba, las calles roteñas muestran todavía las huellas del estrago y el saqueo. El cielo ceniciento, el aire húmedo y la llovizna que sigue cayendo acentúan la tristeza del paisaje: casas derribadas, calles cortadas por escombros y parapetos, escenas de miseria, gente arruinada por la guerra que mendiga bajo los soportales o malvive entre los muros de casas sin techo, cubiertas con lonas y precarios cobertizos de tablas. Hasta las rejas de las ventanas han desaparecido. Como todos los pueblos de la comarca, Rota quedó devastada durante los últimos robos, asesinatos y violaciones cometidos en la retirada francesa. Aun así, varias mujeres de la localidad se fueron voluntariamente con los imperiales. De un grupo de catorce, capturadas por la guerrilla cerca de Jerez cuando viajaban con carros de intendencia rezagados, seis fueron asesinadas y ocho expuestas a la vergüenza pública con las cabezas rapadas, bajo un cartel rotulado:
Putas de los gabachos.

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