El asesinato del sábado por la mañana (33 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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—No, ninguna —dijo Manny, deteniéndose en la puerta.

—Espera un momento, ya te servirás luego el café. Quiero que me lo expliques mejor.

—A la orden —dijo Manny, y volvió a su asiento—. Puedes escuchar la cinta; no hay ninguna relación entre ellos. Es amigo íntimo de Linder, se conocen desde hace veinte años, y ha reconocido que fue él quien le compró el revólver. También conoce a la chica en cuyo honor se celebraba la fiesta, Tammy Zvielli; es una amiga de la infancia, y por eso fue a la fiesta. Pero dijo que no conocía a Neidorf.

—¿Y qué coartada tiene para el viernes y el sábado? —preguntó Shorer mientras la tensión iba creciendo.

Las manecillas del reloj marcaban las nueve menos cinco. Dina Silver estaría esperando en el pasillo, delante de su despacho, pensó Michael mientras se levantaba para abrir la ventana, que daba al patio. Levantó la vista hacia el límpido cielo azul, cuyo resplandor le cegó, sin perderse una palabra de lo que estaba diciendo Manny.

El viernes por la noche, dijo, el coronel Alon se había ido a la cama solo.

—Su mujer estaba en Haifa, visitando a sus padres, y se había llevado a los niños. Estaba solo; no sabe si lo vio alguien. El sábado por la mañana fue a dar un paseo por la colina francesa; hacía muy buen día. Volvió a casa sobre las once y no se encontró a nadie, pero eso no significa nada —dijo Manny a la defensiva—. ¿Desde cuándo la gente se dedica a ir por ahí montándose coartadas?

Sin decir nada, Shorer miró a Michael, y éste les habló de la llamada telefónica que Linder había hecho desde el Instituto.

—¿A qué hora? —preguntó Shorer.

—A las doce y media.

—En otras palabras —reflexionó Raffi en voz alta—, entonces se enteró de que Neidorf había muerto. ¿Qué podemos deducir de eso?

—Un montón de cosas en las que todavía es demasiado pronto para pensar —dijo Michael—. Vamos a esperar hasta que veamos las cuentas bancarias. Tengo un presentimiento extraño, pero todavía... Necesitamos hacernos con la lista completa de pacientes y supervisados y con la evidencia que aporte la francesa.

Shorer fue el primero en comprender a dónde estaba apuntando.

—¿Crees que el coronel Alon es el paciente que falta en la lista? —preguntó—. ¿Es eso lo que estás pensando?

Michael respondió que no lo sabía, no era más que una corazonada y antes tendría que ver las cuentas bancarias.

—Muy bien, pero vamos a ver qué corazonada has tenido. Crees que tenía alguna relación con Neidorf, ¿verdad? —insistió Shorer—. Todos sabemos cómo te funciona el cerebro. Vamos, nadie te va a demandar por difamación.

Todas las miradas se posaron en Michael, cuyos marcados pómulos conferían a su sonrisa un atractivo especial que había cautivado a muchas mujeres, aunque no cautivó a sus compañeros de equipo mientras esperaban que hablara. Por fin se decidió a hablar:

—Todos sabemos que en la vida pasan cosas muy raras. Incluso la coincidencia de haber encontrado la pistola en el jardín del psiquiátrico parece demasiado afortunada para ser cierta. Lo que me lleva a concluir que la realidad supera la ficción y que todavía pueden ocurrir cosas más extrañas antes de que cerremos este caso —dicho lo cual, consultó su reloj y dijo que había una dama esperándolo, una dama que le iba a informar, entre otras cosas, del nombre del paciente que no estaba en la lista.

La tensión se relajó, como si todos hubieran inspirado profundamente y exhalado un suspiro.

—¿Habéis oído alguna vez que Michael haya hecho esperar a una mujer guapa? —comentó Balilty.

Todos sonrieron y empezaron a repartirse las tareas del día. Después se marcharon uno detrás de otro. Tzilla, Manny y Raffi iban a interrogar a los asistentes a la fiesta a quienes habían convocado aquel día.

—Si tenemos suerte, hoy podremos despachar a diez —dijo Tzilla suspirando—. Cuarenta personas, no es ninguna tontería.

Shorer y Eli se marcharon en dirección al juzgado, donde la vista estaba señalada para las diez. Balilty también estaba a punto de marcharse cuando Michael lo retuvo tocándole el brazo. Estaban parados en el umbral y Michael, cuya intención era pedirle que le explicara por qué Manny se había puesto a la defensiva, se sorprendió preguntándole a Balilty si podría recabar información confidencial sobre el coronel Alon sin que nadie se enterase.

—¿Ni siquiera Shorer? ¿Absolutamente nadie? —preguntó Balilty.

—Nadie. Ni Shorer, ni Levy, ni tampoco nadie del Gobierno Militar, nadie en absoluto. ¿Podrás hacerlo?

Balilty clavó la mirada en la punta de sus zapatos y se remetió la camisa rebelde por debajo del cinturón. Después se pasó la mano por la cabeza y dijo:

—No lo sé. Tengo que verificarlo. Dame unas horas para que tantee a mis contactos. Me pondré en contacto contigo más tarde, ¿de acuerdo?

Michael asintió con la cabeza y Balilty ya se había puesto en marcha cuando aquél lo alcanzó y le preguntó:

—¿A qué ha venido todo ese asunto con Manny?

—Ah, eso —dijo Balilty avergonzado—. Es una larga historia. No tiene nada que ver con el caso. Algún día te lo contaré —y empezó a descender a buen paso por las escaleras que conducían hacia la puerta de salida del edificio.

La sala de reuniones estaba tan cerca de su despacho que Michael no tuvo tiempo para reflexionar sobre su entrevista con Dina Silver. De pie en el pasillo, la muchacha consultó su reloj con expresión sarcástica y después miró a Michael. El policía no prestó atención a aquel mudo comentario sobre su retraso y pensó que el rojo y el azul le sentaban mejor que el negro que llevaba hoy, que hacía resaltar su palidez y avejentaba su encantador semblante. Abrió la puerta de su despacho y encendió un cigarrillo. Con una mueca de asco en el rostro, Dina Silver rechazó el cigarrillo que le ofreció y Michael abrió la ventana, diciéndose que ésa era la última concesión que estaba dispuesto a hacerle.

Nada más verla en el pasillo, Michael había puesto su cara de póquer mientras lo invadía una oleada de hostilidad. Una belleza fría, con absoluto control de todos sus movimientos. Me gustaría verte temblar, pensó, y el impulso que sintió mientras se apartaba para dejarla pasar primero, el impulso de hacerle perder el dominio de sí misma y trastocar su manera lenta y enfática de hablar, comenzó a expresarse en palabras.

Sabía que Silver tendría preparada una explicación para su conversación con Hildesheimer del domingo por la tarde. Recordaba que Linder le había dicho que la chica se había psicoanalizado con el anciano, y estaba seguro de que apelaría a ese motivo para justificar cómo lo había abordado en la calle. Cuando tomó asiento detrás de su escritorio ya había formulado mentalmente la pregunta sobre su relación con el joven. «No tienes nada en que basarte», oyó que le advertía su voz interior, «ningún fundamento, no sabes nada de nada, no has descubierto ningún indicio, simplemente piensas que puede tener algún móvil, pero no hay nada que respalde tu sospecha, el Comité de Formación también iba a votar la admisión de otro candidato, por lo menos espera a haber hablado con él». Cuanto más se le disparaba la agresividad, tanto más extremaba la cortesía y la lentitud al hablar.

Los ojos llameantes de Dina Silver, en los que dominaba el verde sobre el gris, reflejaron ira y ansiedad cuando Michael le preguntó qué había hecho el viernes por la noche. En voz baja, con su precisa articulación, le respondió que se había ido a la cama temprano.

—¿Cómo de temprano? —preguntó Michael.

—Después del programa de variedades, antes de la película —respondió Dina, y Michael sintió que su tensión comenzaba a evaporarse.

—¿Tan temprano? ¿Siempre se acuesta tan pronto? —preguntó el policía en tono de fingida curiosidad.

—No, la verdad es que no suelo acostarme tan pronto.

—Y además en vísperas de la presentación de su caso —le interrumpió Michael cuando ella se disponía a añadir algo.

Entonces Dina Silver sonrió por primera vez, pero sólo con los labios, sin que en sus ojos se viera ni un atisbo de esa sonrisa, y dijo que en realidad no logró conciliar el sueño.

—Pero quería estar descansada para la conferencia y la votación —dijo jugueteando con el cuello alto de su blusa. Envuelta en su abrigo desabrochado, un abrigo de piel mullido y largo, rebosaba fatuidad.

—Creía —dijo el inspector jefe Ohayon mientras encendía otro cigarrillo— que los candidatos no participaban en la votación.

En los ojos de Dina Silver asomó un destello de miedo mientras explicaba que había tenido la intención de quedarse a la espera junto a la sala y, después, si la votación era favorable, le dirían que pasara y se enteraría sobre la marcha.

—Bueno, ¿y al final consiguió dormirse? ¿A qué hora? —dijo Michael, aspirando con fuerza el humo de su cigarrillo.

—Tarde, serían más de las doce —le respondió titubeando.

—¿Y qué estuvo haciendo hasta que se quedó dormida? —le preguntó Michael con tanta curiosidad e interés como antes.

—¿Qué tiene que ver eso...? —comenzó a decir Dina Silver, pero se lo pensó mejor y dijo que, aunque había tratado de leer, no logró concentrarse.

—¿Leer qué? —preguntó Michael, percibiendo indicios de que la interrogada estaba perdiendo su autodominio, lo que le hizo esperar un estallido de cólera.

—La presentación de Giora, el otro candidato sobre cuya incorporación iban a votar. Somos los primeros de nuestra clase y...

Dando muestras de un lógico asombro, Michael le preguntó si hasta ese momento no había leído la presentación de su colega.

—Pero si acababan de distribuirlas; sólo los miembros del Comité de Formación tenían copias. A mí me la acababan de entregar el jueves, y yo tampoco le había enseñado la mía a nadie, salvo a él.

Ah —dijo Michael—. ¿Y el sábado por la mañana? ¿Qué hizo usted el sábado por la mañana?

Estuve en el Instituto, claro está —se apresuró a responder la psiquiatra.

—¿Desde qué hora? —preguntó Michael—. Digamos que desde las ocho..., ¿estaba allí a esa hora?

Dina Silver palideció aún más. La cara se le puso gris. Había llegado al Instituto a las diez. A las ocho todavía estaba levantándose.

Explicó que se había levantado tarde porque no había dormido bien; habló con expresión hostil y, cuando Michael le preguntó si estaba sola en casa, le espetó furiosa:

—¿Qué está insinuando? No estaba sola, evidentemente, estoy casad... Mi marido también estaba en casa.

—¿Tienen hijos? —preguntó Michael.

Sí, dijo, tenían una hija de diez años. Pero se había quedado a dormir en casa de una amiga y volvió a la hora de comer, explicó sin necesidad de que se lo preguntaran. Michael anotó aplicadamente el apellido y el teléfono de la amiga.

—¿Pero qué le va a preguntar a mi hija? ¿También interrogan a los niños? —inquirió Dina Silver con evidente ansiedad.

—Señora —dijo Michael fríamente—, en caso de necesidad, interrogamos a quien haga falta. Sólo en caso de necesidad —y añadió—: ¿Y sabe su marido a qué hora se acostó usted y a qué hora se levantó?

Se quedó mirándolo y, de pronto, sonrió; fue una sonrisa tan falsa como la de antes; después dijo que tenía la impresión de que estaba soñando.

—No lo entiendo, ¿acaso soy sospechosa de...? —Michael esperó un momento y después le pidió que terminara la frase—. De asesinato... ¿Soy sospechosa de asesinato? —preguntó en tono de ofendida incredulidad.

—¿Quién ha dicho que nadie sospeche de usted? —preguntó Michael con curiosidad—. ¿Lo he dicho yo?

No, reconoció Dina Silver, no lo había dicho, pero el tipo de preguntas que le estaba haciendo la habían llevado a imaginar que tal vez creía que tenía Dios sabe qué motivos para haberlo hecho.

¿Cómo sabía qué tipo de preguntas se les hacían a los sospechosos de asesinato?, preguntó Michael. Y mientras la psiquiatra le explicaba que las películas de televisión y las novelas policiacas eran su fuente de información, Michael reparó con satisfacción en la construcción dislocada de las frases y en que hablaba atropelladamente y con el aliento un poco entrecortado. Le dio la impresión de que estaba tratando de dar con su punto flaco, tal como él intentaba descubrir el de ella. Ahora quería ganárselo preguntándole con expresión desvalida si las cosas no ocurrían así en la realidad, como en los libros y en la televisión.

—No lo sé —dijo Michael— ¿Lee usted muchas novelas policiacas?

—No, sólo a veces, cuando no me puedo dormir.

—¿Y qué efecto tienen en usted? —preguntó Michael.

—¿Qué quiere decir? —preguntó ella a su vez, apoyando las manos en las rodillas para que no le temblaran.

Quería decir, dijo Michael inocentemente, que por qué le interesaban, qué le atraía en ese tipo de literatura.

No era una persona violenta, si se refería a eso, contestó. Michael se encogió de hombros, como si no se hubiera referido a nada en particular.

Le interesaban desde el punto de vista psicológico, afirmó la psiquiatra.

—Ah, el punto de vista psicológico —dijo él, como si eso lo explicara todo. Y volviendo a lo de su marido: ¿sabía él a qué hora se había acostado y a qué hora se había levantado?

Dina Silver le dirigió una mirada de desesperación y le preguntó si ése era el tipo de preguntas que le hacía a todo el mundo.

Michael decidió cambiar de tono. Sí, dijo, solía preguntarle las mismas cosas a todo el mundo. ¿Le apetecía tomar un café? Dina Silver vaciló un instante, posó la mirada en Michael y asintió. Michael le trajo un café y observó cómo le temblaba el pulso al sujetar la taza. Luego le explicó en tono paternal que estaba investigando un caso de asesinato muy complejo y que tenía el deber de esclarecer todos los hechos.

Después se recostó sobre el escritorio, acercándose todo lo posible a la psiquiatra, como si fuera a contarle algún secreto, a depositar en ella su confianza. Y ella se relajó, se ablandó, y por iniciativa propia, sin necesidad de que le repitiera la pregunta, le explicó que su marido había pasado la noche en su despacho del sótano. Estaba meditando sobre un juicio, dijo, era juez de distrito y siempre que estaba enfrascado en la resolución de un juicio, como en ese momento, se encerraba en su despacho para repasar el expediente sin comentarlo con nadie. Por eso no lo había visto cuando se levantó por la mañana ni tampoco al salir de casa.

—Pero estoy convencido de que no habrá ningún problema para verificar su declaración —dijo Michael en tono amistoso—. ¿Fue andando al Instituto?

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