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Authors: Apuleyo

El asno de oro (28 page)

BOOK: El asno de oro
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—Yo me gozo y soy alegre de haber vivido tanto tiempo, que por mi edad vosotros, señores, me habéis de tener en alguna reputación, y por esto no consentiré que, acusado el reo por falsos testigos, se haya de perpetrar manifiesto homicidio, ni consentiré que vosotros, que jurasteis de juzgar bien y fielmente, vosotros os perjuréis, siendo engañados por mentira de un esclavo; porque, cierto, yo, engañando a mi conciencia y menospreciando a Dios, no podía pronunciar injustamente contra éste; así que oíd ahora y conoced todos cómo pasa este negocio: este ladrón, muy diligente por comprar ponzoña que luego matase, vino a mí poco ha, y ofrecíame cien sueldos de oro por que se lo diese, diciendo que lo había menester para un enfermo, el cual estaba muy fatigado en enfermedad de hidropesía, de la cual no podía sanar y deseaba morir por librarse del tormento que con la vida tenía. Yo, viendo que este azotado parlaba mucho y decía cosas livianas, no satisfaciéndome, antes, siendo cierto que él procuraba alguna traición, dile aquel brebaje, pero mirando a la verdad, que se podría saber, no quise recibir luego el precio que me daba, y díjele: «Porque quizás por ventura alguna de estos sueldos que me das no se hallase falso o engañado, vedlo aquí en esta taleguilla; séllalos con tu anillo hasta que mañana venga un cambiador y los pese y vea si son buenos.» De esta manera él selló los dineros en la taleguilla, la cual, luego que éste fue presentado en juicio, yo hice muy prestamente traer de mi botica a uno de mis criados, y vedla aquí en vuestra presencia; véala él y conozca su sello; porque la verdad es ésta:

¿en qué manera se puede acusar al hermano de la ponzoña que éste compró?

Entonces tomó un gran miedo y temblor al bellaco del esclavo, y en lugar de color de hombre sucedió una amarillura infernal, y un sudor frío manaba por todos sus miembros, y comenzose a conmover de una parte a otra, que no se podía tener sobre los pies, y rascarse en la cabeza, ahora a un cabo, ahora a otro, y la boca medio cerrada, tartamudeando, comenzó a decir ciertas mentiras y necedades, en tal manera que ninguno de los que allí estaban podía creer que él estaba fuera de culpa; pero esforzándose en su maldad, negaba con grandísima constancia y no dejaba de acusar al médico que no decía verdad; el cual, por la honestidad y autoridad de su juicio, viendo que en su presencia le negaban su fe y verdad, con mayor esfuerzo comenzó a reprender a aquel ladronazo, hasta tanto que por mandado de los jueces los hombres de pie de la justicia tomaron las manos de aquel esclavo maligno y sacáronle un anillo de hierro, el cual, puesto sobre el sello que estaba en el talegón, fue conocido que era aquél, y con esta comparación fue creída la sospecha que tenían contra él; por lo cual luego fueron allí aparejados géneros de tormentos; pero él, obstinado en su presunción, nunca quiso confesar la verdad con azotes ni con tormentos que le diesen, aunque lo pusieron en tormento de fuego. Entonces el físico dijo:

—Por Dios, yo no sufriré que contra derecho vosotros condenéis a muerte a este inocente mancebo, ni tampoco consentiré que este esclavo, burlando de nuestro juicio, escape y huya de la pena de su traición y maldad, porque yo os daré evidente y manifiesto argumento de este presente negocio, el cual es que, como este malvado pensase comprar ponzoña matadora y yo no creyese que a mi oficio conviene dar a ninguno causa de muerte, porque la medicina no fue hallada para muerte, sino para salud de los hombres, temiendo que si yo negase de darle ponzoña quizá por la mala respuesta le daría camino para su maldad, porque podría ir a otro y comprar de él esta mortífera poción, o, por ventura, con algún cuchillo u otro linaje de arma, acabaría la traición que había comenzado, acordé darle, no ponzoña, mas otra poción soñolienta de mandrágora, que es muy famosa para hacer dormir gravemente, y da un sueño semejante a la muerte, y no es maravilla que este ladrón, como muy desesperado, siendo cierto que le han de dar pena de muerte, sufriese fácilmente estos tormentos que le han dado como manda el derecho, teniéndolos por muy livianos. Pero si es verdad que el muchacho bebió aquel brebaje que por mis manos fue templado, él es vivo y reposa y duerme, y en quitándosele el sueño grave que tiene, despertará y tornará a esta luz, y si él verdaderamente es muerto o verdaderamente fue prevenido con la muerte, buscad las causas de ello de otra parte, que yo no las sé.

En esta manera hablando aquel viejo, plugo a todos los que decía, y fueron luego con mucha prisa al sepulcro donde estaba el cuerpo de aquel mozo, que casi ninguno de los jueces ni de los principales de la ciudad, ni aun tampoco de los del pueblo, quedó que no fuese allí con mucha curiosidad por ver aquel milagro. En esto he aquí su padre, que con sus propias manos, alzada la cobertura de la tumba, si os place, apartado ya el mortal sueño, halló a su hijo que se levantaba, después de haber pasado los fines y término de la muerte, y abrazándolo fuertemente, diciendo palabras convenientes al gozo presente, enseñolo al pueblo, y así como estaba amortajado y ligadas las manos y con sus fajas envuelto, lo llevaron a la casa de la justicia.

Así que en esta manera descubierta y parecida líquidamente la traición del malvado siervo y de la pésima mujer, la verdad desnuda y clara pareció en presencia de todos, y la madrastra fue desterrada perpetuamente, y el esclavo fue ahorcado, y al buen médico, de consentimiento de todos, fueron dados los sueldos en precio de aquel oportuno sueño; y la fortuna famosa y digna de memoria de aquel viejo hubo el fin digno a sus merecimientos por la divina providencia, porque en un momento, y aun se puede decir que en un pequeño punto, después del peligro en que estuvo de perder sus hijos, súbitamente fue hecho padre de aquellos dos mancebos.

Capítulo III

Cómo el asno fue vendido a un cocinero y a un panadero, hermanos, y cómo hallándole un caballero comiendo un día buenos manjares, se le tomó y le encargó a un su criado, que le enseñó a bailar y otras cosas notables.

Yo en aquel tiempo andaba revuelto en las ondas de los hados de la fortuna. Aquel caballero que me había comprado, sin que nadie me vendiese, y me hizo suyo sin que por mí diese precio alguno, húbose de partir a Roma por mandado de su capitán, haciendo lo que era obligado, a llevar ciertas cartas para un gran príncipe, y antes que se partiese vendiome a dos siervos hermanos, sus vecinos, por once dineros. Éstos tenían un señor rico, y el uno de ellos era panadero, que hacían pan y pasteles y fruta y de otros manjares; el otro, cocinero, que hacía manjares más sabrosos de zumos y otras salsas y manjares delicados. Estos dos hermanos moraban ambos en una casa, y compráronme para traer platos y escudillas y lo que era menester para su oficio; de manera que yo fui llamado como un tercer compañero entre aquellos dos hermanos para andar por las aldeas de aquel caballero y traer todo lo que era menester para su cocina; y, ciertamente, en ningún tiempo yo experimenté tan benévola mi fortuna; porque a la noche, después de aquellas abundantes cenas y sus esplendidísimos aparatos, mis amos acostumbraban traer a su casilla muchas partes de aquellos manjares.

El cocinero traía grandes pedazos de puerco, de pollos y de pescado y otras maneras de comer; el panadero traía pan y pedazos de pasteles y muchas frutas de sartén, así como juncadas y pestiños, anzuelos y otras frutas de miel; lo cual todo dejaban encerrado en su cámara para comer y se iban a lavar al baño, en tanto yo comía y tragaba a mi placer de aquellos manjares que Dios me daba, porque tampoco yo era tan loco ni tan verdadero asno que, dejados aquellos tan dulces y sabrosos manjares, cenase heno áspero y duro. Esta manera y artificio de comer a hurto me duró algunos días, porque comía poco y a miedo, y como de muchos manjares comía lo menos, no sospechaban ellos engaño ninguno en el asno; pero después que yo tomé mayor atrevimiento en comer, tragaba lo más principal de lo que allí estaba, y como yo escogía lo mejor y más dulce, no pequeña sospecha entró en los corazones de los hermanos, los cuales, aunque de mí no creyesen tal cosa, pero con el daño cotidiano, con mucha diligencia procuraban saber quién lo hacía. Finalmente, que ellos, el uno al otro, se acusaban de aquella rapiña y fealdad, y en adelante pusieron cuidado diligente y mayor guarda, contando los pedazos y partes que dejaban; y como siempre faltaba, rompiendo, en fin, el velo de la vergüenza, el uno al otro habló de esta manera:

—Por cierto, ya esto ni es justo ni humano menospreciar o disminuir cada día más la fe que está entre nosotros, hurtando lo principal que aquí queda, y aquello vendido, acrecentando escondidamente su caudal, de esto poco que queda, querer llevar su parte igual; por ende, si a ti no te place nuestra compañía, podemos quedar hermanos en todas las otras cosas y apartarnos de este vínculo de comunidad, porque, según yo veo, esta querella procede en infinito, de donde nos puede venir gran discordia.

El otro hermano le respondió:

—Por Dios, que yo alabo esta tu constancia, que has querido prevenir la querella a lo que hasta ahora es secretamente hurtado, lo cual yo, sufriendo muchos días ha, entre mí mismo me he quejado, porque no pareciese que reprendía a mi hermano de un hurto de tan poco valor como éste; pero bien está, pues, que nos habemos descubierto, para que por mí y por ti se busque el remedio de nuestro daño, y la envidia, procediendo calladamente, no nos traiga contenciones, como entre los dos hermanos Eteocles y Polinices, que el uno al otro se mataron.

Estas y otras semejantes palabras, dichas el uno al otro, juraron cada uno de ellos que ningún engaño ni ningún hurto habían hecho ni cometido; pero que debían por todas vías y artes que pudiesen buscar al ladrón que aquel común daño les hacía, porque no era de creer que el asno que allí solamente estaba se había de aficionar a comer tales manjares, pero que cada día faltaban los principales y más preciados manjares; además de esto, en su cámara no había muy grandes ratones ni moscas, como fueron otro tiempo las arpías, que robaban los manjares de Phines, rey de Arcadia. Entre tanto que ellos andaban en esto, yo, cenado de aquellas copiosas cenas y bien gordo con los manjares de hombre, estaba redondo y lleno, y mi cuerpo, ablandado con la hermosa grosura, y criado el pelo, que resplandecía; pero esta hermosura de mi cuerpo causó gran deshonra y vergüenza para mí, porque ellos, movidos de la grandeza no acostumbrada de mi cuerpo, y viendo que el heno y cebada que me echaban cada día se quedaba allí, sin tocar en ello, enderezaron toda su sospecha contra mí, y a la hora acostumbrada hicieron como que se iban al baño, y, cerradas las puertas de la cámara, como solían, pusiéronse a mirar por una hendedura de la puerta, y viéronme cómo estaba pegado con aquellos manjares. Entonces ellos, no curando de su daño y maravillándose de los monstruosos deleites del asno, tornaron el enojo en muy gran risa, y llamado el otro hermano y después todos los servidores de la casa, mostráronles la gula que no se puede decir, y digna de poner en memoria, de un asno perezoso; finalmente, que tan gran risa y tan liberal tomó a todos, que vino a las orejas del señor, que por allí pasaba, el cual preguntó qué buena cosa era aquella de que tanto reía la familia. Sabido el negocio que era, él también fue a mirar por el agujero, de que hubo gran placer, y tan gran risa le tomó, que le dolían las ingles riendo, y abierta la cámara, sentose y allí comenzó a mirar de cerca. Yo, cuando esto vi, pareciome que veía la cara alegre de la fortuna, que en alguna manera ya más blandamente me favorecía, y ayudándome el gozo de los que estaban presentes, ninguna cosa me turbaba, antes comía seguramente, hasta tanto que, con la novedad de aquella visita, el señor de casa, muy alegre, mandome llevar, y él mismo por sus manos me llevó a su sala, y puesta la mesa, mandome poner en ella todo género de manjares enteros, sin que nadie hubiese tocado en ellos. Yo, como quiera que ya estaba algún tanto harto de lo que había comido, pero deseando hacerme gracioso al señor y que él me tuviese en algo, comía de aquellos manjares como si estuviera muy hambriento. Ellos, por informarse bien si yo era manso, aquello que creían que principalmente aborrecen los asnos, aquello ponían delante por ver si lo comería, así como carne adobada, gallinas y capones salpimentados, pescados en escabeche. Entre tanto que esto pasaba, había muy gran risa entre los convidados que allí estaban, y un truhán que allí estaba, dijo:

—Dad alguna otra cosa a este mi compañero.

A lo cual respondió el señor, diciendo:

—Pues tú, ladrón, no has hablado neciamente, que muy bien puede ser que este nuestro comensal desee beber de buena gana de este vino.

Y luego dijo a un paje:

—Daca aquella copa de oro, y diligentemente lavada, hínchala de vino y da de beber a mi truhán, y aunque dile cómo yo beba antes que él.

Los convidados que estaban a la mesa estuvieron muy atentos esperando lo que había de pasar. Entonces yo, no espantado por cosa alguna, muy a espacio y muy a mi placer, retorciendo el labio de abajo a manera de lengua, de un golpe me llevé aquella grandísima copa; y luego todos a una voz con gran clamor me dijeron:

—Dios te dé salud, que tan bien lo has hecho.

En fin, que aquel señor, lleno de gran placer y alegría, llamó a sus dos criados que me habían comprado y mandoles dar por mí cuatro veces tanto de lo que me habían comprado, y a mí diome a otro su criado muy privado suyo y rico, haciéndole un gran sermón al principio en recomendación mía, el cual me criaba asaz humanamente y como a un su compañero, y porque su amo lo tuviese más acepto, procuraba cuanto podía de darle placer con mis juegos, y primeramente me enseñó a estar a la mesa sobre el codo; después también me enseñó a luchar y a saltar, alzadas las manos, y porque fuese cosa maravillosa, me enseñó a responder a las palabras por señales.

En tal manera, que cuando no quería meneaba la cabeza, y cuando algo quería, mostraba que me placía bajándola, y cuando había sed, miraba al copero, y haciendo señal con las pestañas, demandábale de beber. Todas estas cosas fácilmente las obedecía yo y hacía porque, aunque nadie me las mostrara, las supiera muy bien hacer; pero temía que si por ventura, sin que nadie me enseñase yo hiciera estas cosas, como hombre humano, muchos, pensando que podría venir de esto algún cruel presagio, que como a monstruo y mal agüero me matarían y darían muy bien de comer conmigo a buitres.

Capítulo IV

En el cual relata el asno el estado de su señor, y cómo venidos a la ciudad de Corinto, tuvo acceso con una valerosa matrona que por aquella noche le alquiló para holgar con él en uno.

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