Read El asno de oro Online

Authors: Apuleyo

El asno de oro (30 page)

BOOK: El asno de oro
4.91Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads
Capítulo VI

En el cual se cuentan muy largamente las solemnes fiestas que en Corinto se celebraron, y cómo, estando aparejado el teatro para la fiesta que el asno había de hacer, huyó sin más parecer.

En esto, he aquí do viene el día que era señalado para aquella fiesta, y con muy gran pompa y favor, acompañándome todo el pueblo, yo fui llevado al teatro, y en tanto que comenzaban a hacer para principio de la fiesta ciertas danzas y representaciones, yo estuve parado ante a puerta del teatro, paciendo grama y otras hierbas frescas que yo había placer de comer, y como la puerta del teatro estaba abierta, sin impedimento, muy muchas veces recreaba los ojos curiosos mirando aquellas graciosas fiestas.

Porque allí había mozos y mozas de muy florida edad, hermosos en sus personas y resplandecientes en las vestiduras, en el andar, saltadores que bailaban y representaban una fábula griega, que se llama pírrica, los cuales, dispuestos sus órdenes, andaban sus graciosas vueltas, unas veces en rueda, otras juntos en ordenanza torcida, otras veces hechos en cuña, en manera cuadrada y apartándose unos de otros. Después que aquella trompa con que tañían hizo señal que acababan ya la danza, fueron quitados los paños de ras que allí había, y cogidas las velas, aparejose el aparato de la fiesta, el cual era de esta manera: Estaba allí un monte de madera, hecho a la forma de aquel muy nombrado monte, el cual el muy gran poeta Homero celebró llamándolo Ideo, adornado y hecho de muy excelente arte, lleno de matas y árboles verdes, y de encima de la altura de aquel monte manaba una fuente de agua muy hermosa, hecha de mano del carpintero, y allí andaban unas pocas de cabrillas que comían de aquellas hierbas. Estaba allí un mancebo muy hermosamente vestido, con un sombrero de oro en la cabeza y una ropa al hombro, a manera de Paris, pastor troyano. El cual mancebo fingía ser pastor de aquellas cabras. En esto vino un muchacho muy lindo, desnudo, salvo que en el hombro izquierdo llevaba una ropa blanca, los cabellos rubios y de toda parte muy gracioso, y entre los cabellos saltaban unas plumas de oro, hermanadas unas a otras. El cual, según el instrumento y verga que llevaba en la mano, manifestaba ser Mercurio. Éste, saltando y bailando, con una manzana de láminas de oro que llevaba en su mano, llegó a aquel que parecía Paris y diósela, significándole por señales lo que Júpiter mandaba que hiciese, y luego, prestamente tornando los pasos hacia atrás, fuese de delante. Luego vino una doncella honesta en su gesto, semejante a la diosa Juno, porque traía con una diadema blanca ligada la cabeza, y traía asimismo un cetro real. Tras de ésta salió otra, que luego pensaras que era Minerva, la cabeza cubierta con un yelmo resplandeciente, y encima del yelmo una corona de ramos de oliva, con una lanza y una adarga, meneándola a una parte y a otra, como cuando ella pelea. Después de éstas entró otra muy poderosa; con hermosa vista y la gracia de su divina color manifestaba que debía ser la diosa Venus, la cual ella era cuando fue doncella, el cuerpo desnudo y sin ninguna vestidura, mostrando su perfecta hermosura, salvo que con un velo de sutil seda obumbraba su espectáculo, el cual velo un airecillo curioso enamoradamente meneaba, ahora, burlándoselo, alzaba en tal manera, que, apartado, descubría la flor de su edad; ahora, con mayor amor se le allegaba tan apretadamente que señalaba las líneas hermosas de su cuerpo. El color de esta diosa era tan hermoso, que el cuerpo era blanco y claro como cuando sale del cielo, y la vestidura azul, como cuando torna del mar. Estas tres doncellas, que representaban aquellas tres diosas, traían sus compañas consigo, que muy suntuosamente las acompañaban; a Juno acompañaba Cástor y Pólux, cubiertas las cabezas con sus yelmos y cimeras, adornados de estrellas. Pero estos dos Cástores eran dos muchachos de aquellos que representaban la fábula. Esta doncella, como quiera que la trompa tañía diversos sones y bailes, salió muy reposada y sin hacer gesto ninguno, y honestamente, con su gesto sereno, prometió al pastor que si le diese aquella manzana, que era premio de la hermosura, le daría el reino y señorío de toda Asia. A la otra doncella, que en el atavío de sus armas parecía Minerva, acompañaban dos muchachos pajes que llevaban las armas de esta diosa de las batallas, a los cuales llamaban al uno Espanto y al otro Miedo. Éstos venían saltando y esgrimiendo con sus espadas sacadas.

A las espaldas de ellos estaban las trompetas, que tañían como cuando entran en las batallas, y junto con las trompetas bastardas tocaban clarines, de manera que incitaban gana de ligeramente saltar. Esta doncella, volviendo la cabeza, y con los ojos que parecía que amenazaba, saltando y dando vueltas muy alegremente, demostraba a Paris que si le diese la victoria de la hermosura, que lo haría muy esforzado y muy famoso con su favor y ayuda en los triunfos de las batallas.

Después de esto, he aquí do sale Venus con gran favor de todo el pueblo, que allí estaba, y en medio del teatro, cercada de muchachos alegres y hermosos, y riéndose dulcemente, estuvo queda con gentil continencia. Cierto, quienquiera que viera aquellos niños gordos y blancos, dijera que eran dioses del amor, como Cupido, que a la hora habían salido del mar o volado del cielo; porque ellos conformaban en las plumas, arcos y saetas y en todo el otro hábito al dios Cupido, y llevaban hachas encendidas, como si su señora Venus se casara. Así mismo, otro linaje de damas la cercaban: de una parte, las Gracias agradables, y de la otra, las muy hermosas Horas, que son ninfas que acompañan a Venus, las cuales, por agradar a su señora, con sus guirnaldas de flores y otras en las manos, que por allí echaban y derramaban, hacían un coro muy bien ordenado para dar placer a su señora con aquellas hierbas y flores del verano.

Ya las chirimías tañían dulcemente aquellos cantos y sones músicos y suaves, los cuales deleitaban suavemente los corazones de los que allí estaban mirando; pero muy más suavemente se conmovían con la vista de Venus, la cual, paso a paso, por medio de aquellos niños y de sus plumas y alas, moviendo poco a poco la cabeza, comenzó a andar y con su gesto y aire delicado responder al son y canto de los instrumentos. Una vez bajando los ojos, otra vez parecía que saltaba con los ojos. Ésta como llegó ante la presencia del juez, echole los brazos encima, prometiéndole que si ella fuese preferida a las otras diosas, que le daría una mujer tan hermosa y semejante a sí misma. Entonces aquel mancebo troyano, de muy buena gana; le dio, en señal de victoria, aquella manzana de oro que tenía en la mano. ¿De qué os maravilláis, hombres muy viles, y aun bestias letradas y abogados, y aun más digo, buitres de rapiña, vestidos como jueces, si ahora todos los jueces venden por dineros sus sentencias, pues que en el comienzo de todas las cosas del mundo la gracia y hermosura corrompió el juicio que se trataba entre los dioses y el hombre, y aquel pastor rústico, juez elegido por consejo del gran Júpiter, vendió la primera sentencia de aquel antiguo siglo, por ganancia de su lujuria, con destrucción y perdimiento de todo linaje? Por cierto, de esta manera aconteció otro juicio hecho y celebrado en aquellos famosos duques y capitanes de los griegos, cuando Palámides, poderoso en armas y claro en doctrina y sabiduría, fue condenado de traición con falsas acusaciones, o cuando Ulises pequeño fue preferido al grande Ayaces, poderoso en la virtud de las batallas. Pues ¿qué tal fue aquel otro juicio cerca los letrados y discretos de Atenas y los otros maestros de toda la ciencia? Por ventura, aquel viejo Sócrates, de divina prudencia, el cual fue preferido a todos los mortales en sabiduría por el dios Apolo, ¿no fue muerto con el zumo de la hierba mortal, acusado por engaño y envidia de malos hombres, diciendo que era corrompedor de la juventud, la cual él constreñía y apretaba con el freno de su doctrina, y murió dejando a los ciudadanos de Atenas mácula de perpetua ignominia?

Mayormente que los filósofos de este tiempo desean y siguen su doctrina santísima, y con grandísimo estudio y afición de felicidad juran por su nombre. Mas por que alguno no reprenda el ímpetu de mi enojo, diciendo entre sí de esta manera: «¡Cómo!, ¿es ahora razón que suframos un asno que nos esté aquí diciendo filosofías?», tornaré otra vez a contar la fábula donde la dejé.

Después que fue acabado el juicio de Paris, aquellas diosas Juno y Minerva, tristes y semejantes y enojadas, fuéronse del teatro, manifestando en sus gestos la indignación y pena de la repulsa que les era hecha. Pero la diosa Venus, gozosa y muy alegre, saltando y bailando con toda su compaña, manifestó su alegría. Entonces de encima de aquel monte, por un caño escondido, salió una fuente de agua desleída con azafrán, y cayendo de arriba, roció aquellas cabras que andaban allí paciendo con aquella agua olorosa, en tal manera que, teñidas y pintadas del agua, mudaron la color blanca que era propia suya en color amarilla. Así que oliendo suavemente todo el teatro, ya que era acabada la fábula, sumiose aquel monte de madera en una abertura grande de la tierra que allí estaba hecha. En esto, he aquí do viene por medio de la plaza corriendo un caballero diciendo que sacasen de la cárcel pública aquella mujer, porque el pueblo así lo demandaba, la cual, según arriba dije, por la muchedumbre de sus maldades había sido condenada a las bestias y destinada para mis honradas bodas; así mismo, con mucha diligencia se hacía la cama de nuestro matrimonio: el lecho era de marfil muy luciente y de colchones de pluma lleno y con una cobertura de seda adornado y florido.

Yo, además de la vergüenza que tenía de echarme públicamente con una mujer, y también haber de juntarme con una hembra tan sucia y malvada, me atormentaba gravemente el miedo de la muerte, diciendo entre mí en esta manera: Que estando nosotros juntos, cualquiera bestia que soltasen para matar a aquella mujer, no había de ser tan prudente en la discreción, ni tan enseñada por arte, ni templada por abstinencia, que despedazase y comiese a la mujer que estaba a mi lado y a mí me perdonase, como a quien no tuviese culpa ni fuese condenado. Así que, estando yo en este pensamiento, ya no tenía yo tanto cuidado de la vergüenza como de mi propia salud, y en tanto que mi maestro estaba muy atento en aparejar el lecho, y la otra gente que por allí andaba, los unos estaban ocupados en mirar la caza de las bestias, los otros, atónitos en aquel espectáculo y fiesta deleitosa, en tal manera que daban libre albedrío a mi pensamiento para pensar lo que había de hacer, y aun también nadie tenía pensamiento ni se curaba de guardar un asno tan manso, así, que poco a poco comencé a retraer los pies furtivamente, y cuando llegué a la puerta de la ciudad, que estaba cerca de allí, eché a correr cuanto pude muy apresuradamente, y andadas seis millas, en breve espacio llegué a Zencreas, que es una villa muy noble de los corintios, junta con ella el mar Egeo de una parte y de la otra el mar Sarónico, adonde, porque hay puerto muy seguro para las naos, es frecuentada de muchos mercaderes y pueblos. Cuando yo allí llegué, aparteme de la gente que no me viese, y en la ribera del mar, secretamente cerca del rocío de las ondas del agua, me eché en un blando montón de arena, y allí recreé mi cuerpo cansado, porque ya el carro del Sol había bajado y puesto último término al día, adonde yo, estando descansando de noche, un dulce sueño me tomó.

UNDÉCIMO LIBRO

Argumento

Nuestro Lucio Apuleyo todo es lleno de doctrina y elegancia; pero este último libro excede a todos los otros, en el cual dice algunas cosas simplemente, y muchas de historia verdadera, y otras muchas sacadas de los secretos de la filosofía y de la religión de Egipto. En el principio, explica con gran elocuencia una oración no de asno, mas de teólogo, que hizo a la Luna, y luego la respuesta y benévola instrucción de la Luna a Lucio Apuleyo; la copiosa y muy discreta descripción de la pompa sacerdotal; la reformación de asno en hombre, comidas las rosas; la entrada que hizo en la religión de Isis y Osiris; la abstinencia de su castidad. Otra oración muy devota a la Luna, y, tras de esto, la feliz tornada hacia Roma, donde, ordenado en las cosas sagradas, de allí fue puesto en el colegio de los principales sacerdotes. Habla tan copiosamente, que es difícil a la letra tornarlo en nuestro romance. Haya paciencia quien lo leyere, y no culpe lo que, por ventura, él no podrá hacer.

Capítulo I

En el cual Lucio cuenta cómo, venido en aquel lugar de Zencreas, después del primer sueño vio la Luna, y pone una elocuente oración que le hizo, suplicando le diese manera cómo fuese convertido en hombre.

Cerca, poco más o menos, del primer sueño de la noche, despertado con un súbito pavor, vi la gran redondez de la Luna relumbrando y con un resplandor grande, que a la hora salía de las ondas de la mar. Así que, hallando ocasión de la obscura noche, que es aparejada y llena de silencio, y también siendo cierto que la Luna es diosa soberana y que resplandece con gran majestad, y que todas las cosas humanas son regidas por su providencia, no tan solamente las animalías domésticas y bestias fieras, más aún las que son sin ánima, se esfuerzan y crecen por la divina voluntad de su lumbre y deidad, también por consiguiente los mismos cuerpos en la tierra, en el aire y en la mar ahora se aumentan con los crecimientos de la Luna, ahora se disminuyen, cuando ella mengua; pensado yo asimismo que mi fortuna estaría ya harta con tantas tribulaciones y desventuras como me había dado, y que ahora, aunque tarde, me mostraba alguna esperanza de salud, deliberé de rogar y suplicar a aquella venerable hermosura de la diosa presente, y luego, quitada de mí toda pereza, levanteme alegre, y con gana de limpiarme y purificarme, lanceme en la mar, metiendo la cabeza siete veces debajo del agua, porque aquel divino Pitágoras manifestó que aquel número septenario era en gran manera aparejado para la religión y santidad, y con el placer alegre, saliéndome las lágrimas de los ojos, suplicábale de esta manera:

«¡Oh reina del cielo! Ahora tú seas aquella santa Ceres, madre primera de los panes, que te alegraste cuando te halló tu hija, y quitado el manjar bestial antiguo de las bellotas, mostraste manjar deleitoso, que moras y estás en las tierras de Atenas; o ahora tú seas aquella Venus celestial, que en el principio del mundo juntaste la diversidad de los linajes, engendrando amor entre ellos y, acrecentando el género humano con perpetuo linaje, eres honrada en el templo sagrado de Paphos, cercado de la mar; o ahora tú seas hermana del Sol, que con tus medicinas, amansando y recreando el parto de las mujeres preñadas, criaste tantas gentes, y ahora eres adorada en el magnífico templo de Efeso; o ahora tú seas aquella temerosa Proserpina a quien sacrifican con aullidos de noche y que comprimes las fantasmas con tu forma de tres caras, y refrenándote de los encerramientos de la tierra, andas por diversas montañas y arboledas y eres sacrificada y adorada por diversas maneras; tú alumbras todas las ciudades del mundo con ésta tu claridad mujeril, y criando las simientes alegres con tus húmidos rayos, dispensas tu lumbre incierta con las vueltas y rodeos del Sol; por cualquier nombre, o por cualquier rito, o cualquier gesto y cara que sea lícito llamarte, tú, señora, socorre y ayuda ahora a mis extremas angustias. Tú levanta mi caída fortuna, tú da paz y reposo a los acaecimientos crueles por mí pasados y sufridos; basten ya asimismo los peligros, y quita esta cara maldita y terrible de asno, y tórname a mi Lucio y a la presencia y vista de los míos; y si, por ventura, algún dios yo he enojado y me aprieta con crueldad inexorable, consienta al menos que muera, pues que no me conviene que viva en esta manera.»

BOOK: El asno de oro
4.91Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The MORE Trilogy by T.M. Franklin
A Diamond in the Dark by Sassie Lewis
Unknown by Unknown
Tea with Jam and Dread by Tamar Myers
Collateral Damage by Bianca Sommerland
October's Ghost by Ryne Douglas Pearson
One Against the Moon by Donald A. Wollheim