El asno de oro (25 page)

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Authors: Apuleyo

BOOK: El asno de oro
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—¡Oh malvado ladrón ahorcado! Este tu señor y todos los dioses del cielo a quien tú has perjurado te hagan mal y te destruyan, que me hurtaste el otro día mis chinelas en el baño; bien mereces por cierto, y muy bien lo mereces, que mueras en estas cadenas y prisiones que ahora tienes, y aun en cárceles obscuras.

Con este engaño de Filesitero, el barbudo, que iba determinado de matar a Hormigón y puesto ya en toda crueldad, tornose a su casa y llamó a Hormigón, al cual dio las chinelas y perdonó de muy buena gana, y le mandó que luego las tornase a quien las había hurtado.

Acabado de decir esto la viejezuela, comenzó la mujer del tahonero:

—Bienaventurada ella, que goza de la libertad de tan constante y recio enamorado; pero yo, mezquina de mí, que caí con uno que ha miedo del sonido de la muela y de la cara cubierta de aquel asno sarnoso que allí está.

Respondió la vieja:

—Pues si tú quieres, yo emplazaré a este alegre enamorado que venga delante de ti, y luego voy por él; cuando sea de noche espérame, que yo tornaré.

La buena mujer, con el ansia que tenía de ver aquel enamorado, aparejó muy bien de cenar, vinos muy preciosos, la mesa con manteles limpios, esperando su venida como de algún dios; acaso el marido cenaba aquella noche con un peraile su vecino. Ya casi a mediodía, que nos soltaban de la tahona para darnos de comer, yo no había tanto placer con la comida y descanso cuanto era porque me desataban los ojos, que libremente podía ver las artes y engaños de aquella mala mujer, hasta que ya el Sol puesto viene aquella mala vieja con el adúltero escondido a su lado. Era un mozo gentilhombre, que casi entonces nacían las barbas. Ella recibiolo con muchos besos, abrazándolo, y sentáronse a la mesa. En comenzando a cenar los primeros bocados el marid o llamó a la puerta, sin ser esperado ni creyendo que viniera tan presto; ella, de muy buena mujer, cuando lo vio comenzolo a maldecir, que las piernas tuviese quebradas y los ojos.

Diciendo esto, y sobresaltada, metió el enamorado debajo de una artesa en que limpiaban el trigo y sentose cerca de él, y con su malicia acostumbrada, disimulando tanta maldad con su rostro sereno, preguntó a su marido qué era la causa por que venía tan presto, dejada la cena de su amigo y vecino.

Él comenzó a suspirar, y con mucha tristeza dijo:

—Yo me vine porque no pude sufrir tan abominable maldad de aquella mala mujer. ¡Oh Dios, y qué mujer tan honrada, tan fiel a su marido, tan cuerda, ensuciarse ahora en una cosa tan fea! Juro por este pan que aunque yo lo viera por mis ojos no lo creyera.

Ella, incitada de estas palabras del marido, muy osada, deseando saber qué cosa era aquello, no cesaba de importunar al marido que le contase aquel negocio cómo pasaba, ni holgó hasta que él se lo contó y satisfizo a su voluntad, contando duelos ajenos y no sabía de los suyos, diciendo así:

—La mujer de este peraile mi vecino y amigo, cierto parecía mujer de vergüenza y casta, que según su buena fama y la gobernación de su casa y servicio de su marido no había sospecha mala contra ella; ahora ha caído en adulterio y maldad de su persona. Cuando íbamos a cenar a su casa ella parece que estaba holgando con su enamorado secretamente, y como llegamos, turbada con nuestra presencia, de súbito consejo provista tomó a aquel su enamorado y metiolo debajo de un azufrador de mimbres, donde tenía azufrando sus tocas que estaban junto con la mesa. Pensando ella que ya estaba seguramente escondido su enamorado, sentose a la mesa a cenar con nosotros sin ningún cuidado ni sobresalto; entre tanto, con el gran humo del azufre embarazando el negro enamorado, y como no podía resollar debajo del perfumador, como es vivo aquel humo, comenzó a estornudar de la parte donde estaba sentada la mujer. El marido pensó que era ella, y díjole: «Dios te ayude», como se suele decir; dio otro estornudo, y otro, y después estornudó tantas veces, que el marido sospechó lo que podía ser y arrojó de sí la mesa y alzó el perfumador, y halló debajo el gentil hombre, que con el gran humo estaba casi muerto, que no resollaba.

Cuando lo vio, inflamado de su injuria, echó mano a su espada, que lo quería degollar, sino porque yo estaba presente y no me culpasen de la muerte de aquel hombre lo defendí, diciendo también que no curase de él, que presto moriría sin cargarnos culpa, según estaba casi ahogado de la furia y violencia del azufre. Él, como vio que le haría bien, más por necesidad suya que por mi persuasión, amansado del enojo, sacó al adúltero medio vivo y echolo en una calleja cerca de su casa. Yo, como vi la revuelta, dije a su mujer que huyese a casa de una vecina en tanto que al marido se le pasaba el enojo y se le amansaba el calor de la ira y dolor del corazón, porque con la rabia no dudaba que de sí y de su mujer hiciese algún mal recado. Así que yo, enojado de lo que había acaecido en su convite, torneme a mi casa.

Diciendo esto el tahonero, su mujer reprendía muy malas palabras a la mujer de aquel peraile, diciendo que era una mala mujer sin fe y sin vergüenza, deshonra de todas las mujeres, que, pospuesta su honra y bondad, menospreciando la honra de su marido y casa, la había ensuciado y deshonrado, por donde había perdido nombre de casada y tomado fama de burdelera; y aun añadía, encima de esto, que tales hembras merecían vivas ser quemadas. Pero ésta, instigada y amonestada de la llaga que sentía y de su mala y sucia conciencia, queriendo librar a su enamorado de la pena que tenía debajo de la artesa, ahincaba mucho a su marido que se fuese a acostar temprano. Él, como lo había atajado la cena en casa de su amigo, por no irse a dormir ayuno y sin cenar, demandó a la mujer que le pusiese la mesa. Ella, aunque contra su voluntad, porque estaba para otro guisada, púsosela delante muy de prisa y de mala gana. A mí se me quería arrancar el corazón y las entrañas habiendo visto la maldad pasada que hizo y la traición presente de tan mala mujer, y pensaba entre mí cómo descubriendo aquel engaño y maldad podría ayudar a mi señor, y a aquel que estaba como galápago debajo de la artesa hacer que todos le viesen. Estando en pena con esto, la fortuna lo hubo de proveer, porque un viejo cojo que tenía cargo de pensar las bestias, ya que era la hora de llevarnos a beber, sácanos a todos juntos, lo cual me dio causa muy oportuna para vengar aquella injuria; así que, pasando cerca de la artesa, vi que, como era angosta, tenía fuera los dedos de la mano y púsele el pie encima, apretando tan reciamente, que le desmenucé los dedos. El adúltero, con el gran dolor, dio grandes veces, y alzando de sí la artesa de manera que quedó descubierto a todos y fue publicada la maldad de aquella mala mujer. El tahonero, cuando esto vio, no se curó mucho por el daño de la honestidad de su mujer; antes, con el gesto sereno y alegre, comenzó a hablar al mozo, que estaba amarillo y temeroso de muerte, y halagándole, dijo de esta manera:

—No temas, hijo, que de mí te pueda venir mal ninguno, porque yo no soy bárbaro ni hombre rústico, ni tampoco hayas miedo que te mataré con humo de piedra azufre mortal, como mi vecino el peraile, ni tampoco te acusaré para degollarte por la severidad del derecho ni por el rigor de la ley de los adúlteros, siendo tú tan hermoso y lindo mancebo. Mas cierto yo te trataré igualmente con mi mujer, y no te apartaré de mi heredad; más comúnmente partiré contigo y sin ninguna disensión ni controversia; todos tres moraremos en uno, porque siempre yo viví con mi mujer en tanta concordia, que, según la sentencia de los sabios, siempre una cosa agradaba a entrambos. Pero la misma razón no padece ni consiente que tenga más autoridad la mujer que el marido.

Con estos halagos burlando llevó al mozo a su cámara, aunque él no quiso, y la buena de su mujer encerrola en la otra cámara.

Otro día de mañana, como el Sol fue salido, llamó a dos valientes mancebos de sus criados y mandó tomar al mozo y azotarlo muy bien en las nalgas con un azote, diciéndole:

—Pues que tú eres tan blando y tierno y tan muchacho, ¿por qué engañas a tus enamoradas y andas tras las mujeres libres y rompes los matrimonios, y tomas para ti muy temprano nombre de adúltero?

Diciéndole estas palabras y otras muchas, habiéndolo muy bien azotado, echolo fuera de casa. Aquel valiente y muy esforzado enamorado, cuando se vio en libertad que él no esperaba, aunque llevaba las nalgas blancas bien azotadas de noche y de día, llorando, huyó. El tahonero dio carta de quito a la mujer y luego la echó de casa. Ella, cuando se vio desechada del marido y fuera de su casa, así con verse injuriada como con la gran malicia y natural perversidad de corazón, tornose al armario de sus maldades y armose de las artes que comúnmente usan las mujeres, y con mucha diligencia buscó una mala vieja hechicera, que con sus maleficios y hechizos se creía que haría todo lo que quisiese. A esta vieja dio muchas dádivas, prometiéndole mayores, y rogó con gran afección que hiciese por ella una de dos cosas: o que amansase a su marido y le reconciliase con él, o, si aquello no pudiese acabar, que enviase alguna fantasma o algún diablo que le atormentase el espíritu. Entonces aquella hechicera comenzó a invocar los demonios y hacer cuanto pudo por tornar el corazón del marido al amor de su mujer; mas esto no sucedió como ella quería, por lo cual se enojó contra los diablos, porque de más de hacerle perder la ganancia que ya le habían prometido, parecía que la menospreciaban, y comenzó a hacer su arte contra la cabeza del mezquino del marido, para lo cual llamó el espíritu de una mujer muerta a hierro que le viniese a asombrar o matar.

Aquí, por ventura, tú, lector escrupuloso, reprehenderás lo que yo digo y dirás así:

—Tú, asno malicioso, ¿dónde pudiste saber lo que afirmas y cuentas que hablaban aquellas mujeres en secreto, estando tú ligado a la piedra de la tahona y tapados los ojos?

A esto respondo:

—Oye ahora, hombre curioso, en qué manera, teniendo yo forma de asno, conocí y vi todo lo que se ordenaba en daño de mi amo. Un día, casi a mediodía, súbitamente cerca de la tahona apareció una mujer muy fea y disforme, medio vestida de muy sucio y vilísimo hábito, los pies descalzos, magra y muy amarilla, los cabellos medio canos, llenos de ceniza, y desgreñada, colgando las greñas ante los ojos. Esta mujer o diablo echó mano al tahonero, como que le quería hablar secreto, y llevolo a su palacio; allí, cerrada la puerta, tardaba mucho, y como ya se acababa de moler todo el trigo que estaba en las tolvas, los mozos tenían necesidad de pedir más, fueron a la puerta del palacio, que estaba cerrada por dentro, y llamaron a su señor que viniese a dar trigo. Como nadie les respondía, comenzaron a dar golpes a la puerta de recio, y como estaba fuertemente cerrada, sospechando algún mal, con una palanca arrancaron y desquiciaron las puertas. Cuando entraron en el palacio la mujer no pareció, pero hallaron a su señor ahorcado de un tirante del palacio, con una soga al pescuezo, el cual descolgaron con muchos llantos y lloros. Hechas sus exequias, lleváronlo a enterrar. Otro día vino su hija de otro lugar, donde era casada, mesando y dándose puñadas en los pechos, la cual sabía de la desdicha que había acontecido a su padre sin que persona se lo hubiese dicho; mas en sueños le había aparecido el espíritu de su padre, muy lloroso, atada la soga a la garganta, y le contó toda la maldad y traición de su madrastra, del adulterio que le cometiera, de los hechizos y de cómo lo hizo endemoniado descender a los infiernos, la cual, como se fatigaba mucho llorando y plañendo, los familiares de casa la consolaron e hicieron que diese espacio a su corazón y al dolor. Después, pasados los nueve días, hechos todos los oficios y exequias de su sepultura, sacaron a vender en almoneda toda la ropa y bestias como bienes de herencia.

Capítulo V

Cómo Lucio fue vendido a un hortelano y cuenta un acontecimiento notable que sucedió en la casa de un caballero amigo del hortelano su amo.

En manera que la fortuna con su gran licencia desbarató aquella casa en breve punto, y nos derramó a todos. Yo fui vendido en aquella almoneda y comprome un pobrecillo hortelano por cincuenta dineros, lo cual él decía que era gran precio; pero que me había comprado por tanto precio por buscar de comer para sí y para mí. En el tiempo y razón me parece demanda que yo cuente la manera de mi servicio, la cual era ésta. Aquel mi señor que me había comprado, acostumbraba bien de mañana cargado de coles y hortaliza ir a la ciudad, que estaba allí cerca, y después que había vendido su mercadería, cabalgaba encima de mí y tornábase a su huerta; entre tanto que él andaba encorvado cavando y regando y haciendo las otras cosas de su huerta, yo solamente me recreaba a todo mi placer y descansaba callando, que en otra cosa no entendía; pero en esto he aquí dónde revolviéndose los cielos y los planetas por sus números y cuenta de los días y meses, tornó el año, después de cogidas las riquezas del vino y del otoño, a las lluvias del signo de Capricornio; de manera que lloviendo continuamente de noche y de día, yo estaba encerrado en un establo sin techo y debajo del cielo, atormentado con el continuo frío; pero cómo no había de estar así, pues que mi señor era tan pobre que no solamente para mí no podía dar algún enjalmo, o siquiera un poco de tejado, más aun para sí no lo tenía, que con la sombra de rama de una choza donde moraba era contento; además de esto, en las mañanas hollaba aquel lodo frío y aquellos carámbanos helados con los pies descalzos, y aun no podía henchir mi vientre siquiera de los manjares acostumbrados, porque igual era la cena a mí y a mi amo, y cierto no había diferencia, pero era bien poca: hojas de lechuga viejas sin sabor, aquellas que de mucha vejez estaban espigadas de la simiente, tan altas como escobas, que ya el zumo de ellas se había tornado como carcoma amarga. Una noche, un hombre honrado que moraba en una aldea cerca de allí, no pudiendo llegar a su casa impedido con la obscuridad de la noche y con la mucha agua que llovía, mojado, habiendo errado el camino derecho, llegó a nuestra huerta con su caballo cansado; el cual fue recibido alegremente según el tiempo; como quiera que el recibimiento no fuese muy delicado, al menos fue necesario para su reposo. Aquel buen hombre, queriendo remunerar este beneficio que le había hecho su huésped, prometió de darle su hacienda, trigo, aceite y dos barriles de vino. No se tardó mi amo; otro día tomó un costal y dos cueros vacíos, y cabalgando encima de mí tomó su camino para aquella aldea, que sería obra de una legua de allí. Desde que hubimos andado nuestro camino, llegamos a aquellos campos donde moraba aquel buen hombre, el cual luego convidó a comer a mi amo y le dio abundantemente de yantar.

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