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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (4 page)

BOOK: El astro nocturno
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Alodia y Atanarik se miraron comprendiendo ambos que en la estancia había algo siniestro.

En el fondo de la cueva, rodeando al tesoro, había restos humanos: un cráneo, unas tibias, y otros huesos… Más allá un cadáver en descomposición agarraba con fuerza una corona de oro, y otro, casi consumido, asía una espada. De allí procedía la pestilencia que saturaba la cueva.

Atanarik dirigió la vista en derredor suyo, en el suelo yacía un objeto, una espada con el pomo en forma de serpiente. Se inclinó pero no llegó a rozarlo; en ese momento, se escuchó un ruido sibilante. Atanarik se alzó y todo quedó de nuevo en silencio.

—¡No debemos tocar nada! Hay una maldición ligada al tesoro —dijo la sierva—, ¿Veis los cadáveres? Cada uno de ellos parece haber tomado un objeto valioso.

Alodia y Atanarik advirtieron de algún modo el horror unido a aquellos objetos hermosos, intuyeron el peligro de aquel lugar mágico. Al fin, reaccionaron y, superando la repugnancia que les producía la cámara, salieron de allí; deprisa, sin tocar nada, sin volver la vista atrás.

Bordearon el lago y alcanzaron el túnel que parecía ascender. Alodia caminaba delante, dejándose llevar por la intuición. Los angostos pasillos en algún momento se agrandaron para después volver a estrecharse. Olía a cerrado, a humedad, además seguía percibiéndose aquella pestilencia, a materia muerta y a corrupción. Ahora ascendían continuamente, la salida sólo podía estar más arriba.

Al fin consiguieron abandonar los túneles accediendo a la parte más alta que comunicaba con los pasadizos utilizados por los criados para dirigirse de un lado a otro del palacio. La joven sierva ahora conocía bien aquellos recovecos.

Atanarik, mientras la seguía, recordó cómo la había encontrado, al borde de un camino que cruzaba un robledal, bajo las montañas pirenaicas. Fue ella quien detuvo a la patrulla que el joven gardingo dirigía, solicitando amparo a los guerreros visigodos. Atanarik la apresó e interrogó, sin llegar a entender bien lo que ella le contaba, porque su historia era confusa. Al regreso a la corte, se la entregó a Floriana y Alodia durante varios años formó parte de la servidumbre de la goda.

Floriana alguna vez se había reído diciéndole a Atanarik que la sierva que le había regalado era una bruja, que preparaba todo tipo de remedios: pociones para clarear el cabello, para blanquear las ropas, para hacer dormir o calmar unos nervios alterados. La montañesa se ahogaba en el palacio, y cuando terminaba el trabajo cotidiano, se escapaba a los campos que rodeaban la urbe; pero, al ocaso, las puertas de la ciudad se cerraban. Por eso, Alodia había aprendido a sortear a la guardia a través de los pasadizos que horadaban la montaña sobre la ciudad del Tagus. Sin embargo, la sierva nunca se había atrevido a penetrar en la parte más profunda de los túneles, los que conducían a la cueva de Hércules, un hedor extraño, la sensación de que había algo maligno en el fondo de aquel laberinto, siempre la había detenido. Sólo ahora cuando los soldados les habían perseguido, para salvar a Atanarik, se había introducido en aquel lugar que parecía maldito.

Gracias a su conocimiento de los pasadizos, Alodia era capaz de guiar a Atanarik. Ahora buscaba una salida. La criada le susurró que no se hallaban lejos de las estancias reales. Oyeron risas y voces de mujeres. Siguieron más adelante y llegaron a un lugar en el que el túnel parecía acabar; un callejón sin salida. Alodia iluminó el frente, en la pared toda de piedra se podía entrever el vano de una puerta cubierto por una tela de estameña, la apartó, y entraron en una sala de piedra, grande, iluminada con una antorcha de luz mortecina; en el centro, un lecho cubierto con brocado, tapices en las paredes, armarios grandes de madera rodeaban la sala. En una jamuga, una capa y vestiduras de hombre.

Junto al lecho, tirado en el suelo, un cadáver, de espaldas, el hombre no había muerto mucho tiempo atrás, porque no estaba todavía en estado de descomposición. Era un hombre joven, cubierto con la capa que solían llevar los hombres de la guardia. Atanarik volvió el cadáver, al verle la cara exclamó:

—¡Gránista!

—¿Le conocéis?

—Sí, es de la guardia, guerreamos juntos en la campaña contra los vascones. Éramos amigos…

A Alodia le pareció que los rasgos de aquel hombre le eran familiares. Atanarik lo examinó detenidamente, había sido apuñalado poco tiempo atrás. En el ambiente se percibía algo peligroso, como si les rodease un conjuro, una magia antigua y amenazadora.

—¡Vayámonos…! Esta es una noche de crímenes, una noche de maldad. Quienquiera que hubiese matado a Gránista puede no estar lejos.

Salieron de la cámara y se encontraron en uno de los pasillos del palacio, muy cerca de las estancias de Roderik. Se detuvieron en una esquina, escuchando, se oían las voces de los soldados de la guardia: hablaban de Atanarik, le nombraban como el asesino de una noble dama, también comentaban de una sierva que había huido, que había ayudado al homicida.

—Alguien os ha denunciado —dijo ella—, alguien que conocía que visitabais ocultamente a mi ama…

Se deslizaron evitando hacer ruido porque tras las paredes estaban las estancias reales, Alodia las conocía, pero dominaba aún mejor los pasillos por los que transitaban los criados, corredores ocultos por donde se subían los alimentos y se retiraban los desperdicios. Fuera era de noche. Los corredores se hallaban vacíos. Se alejaron de las estancias reales. Atravesaron un lugar que se reconocía por el olor a estofados y potajes. Alodia entró por una portezuela; al fondo, el horno iluminaba tenuemente la estancia vacía en la noche. En aquel lugar, donde ella, una sierva en las dependencias de las cocinas del palacio, había fregado hasta sangrarle las manos, o se había quemado en los fogones. Mientras la perseguían y huía, pensó que quizá no volvería a ocuparse de aquellas tareas, a ella también la habían implicado en el crimen. Por una de las puertas, que comunicaban con los patios, salieron al exterior. Se encontraron con dos soldados que les buscaban.

Uno de ellos apresó a Alodia; mientras la joven sierva se defendía, Atanarik desenvainó la espada, y se enfrentó al otro. Cruzaron varias veces las espadas hasta que Atanarik, de un mandoble, le cercenó el cuello. Una vez libre, se enfrentó al que había atrapado a Alodia. Le golpeó la cabeza con la espada. El soldado de la guardia se desplomó al suelo inconsciente, cayendo sobre la sierva. Atanarik retiró el cuerpo del soldado y ayudó a Alodia a ponerse en pie. Ella temblaba, el gardingo le puso la mano en el hombro, como para darle ánimo. Se dirigieron hacia la muralla del recinto palaciego. Un portillo oculto entre ramas, les impidió el paso. Alodia intentó abrir la cerradura herrumbrosa pero no fue capaz de hacerlo, arriba se escuchaban las voces de la guardia que se acercaba. Apartando a la sierva, con un hábil movimiento de su cuchillo de monte, Atanarik hizo saltar la cerradura. Fuera, en las calles de la urbe regia, la intensa niebla difuminaba las luces de las antorchas en la oscuridad de la noche.

«La niebla… —pensó Atanarik—. Todo lo tapa, cubre la ciudad, tapa el crimen.»

3

En el país del sol poniente

Las dunas suben y bajan a la par del paso de los camellos. El godo y los hombres que Altahay le ha facilitado han atravesado las montañas, las altiplanicies de piedra y las dunas arenosas que forman las tierras del Sahara Occidental. A intervalos, en medio de tanta aridez, encuentran algunos oasis con agua. El calor sofocante va seguido a veces de frío intenso. Tormentas de vientos huracanados, cargadas de polvo y arena, de cuando en cuando, barren el terreno, arrastrando todo cuanto no esté sólidamente sujeto al suelo, secando toda vegetación. A menudo, en los largos períodos de calma absoluta, el aire no se mueve y un calor inconmensurable les rodea.

El camino se ha hecho duro, los hombres, incluso aquellos más avezados al desierto, han dudado en proseguir, pero Atanarik ha sabido empujar a los cansados, sostener a los vacilantes, animar a los abatidos. Posee una fuerza interior que le hace capitán de hombres, porque es capaz de resistir ante la adversidad sin quejarse, de exponerse al peligro sin miedo, arrastrando tras de sí a los que le acompañan. Quizás el esfuerzo largamente mantenido de una vida difícil le ha hecho fuerte; quizá su juventud le hace inconsciente; quizás el afán de venganza le impide detenerse en su fatiga, él no piensa en sí mismo, un único objetivo le guía, vengarse y derrocar al tirano.

Al mismo tiempo, en su camino hacia el reino Hausa, va conociendo a los hombres que le siguen. Pastores de las altiplanicies del Atlas, mercenarios que han combatido en un lugar u otro, camelleros y guías de caravanas, hombres que un día se unieron al noble Altahay y ahora él les ha cedido. Tras días de marcha le siguen sin flaquear, quizá porque intuyen que aquel hombre de ojos ardientes y piel clara, dorada por el sol del desierto, les puede conducir hacia un porvenir mejor.

Durante el viaje, Kenan, el guía, se ha confiado al godo.

—Aunque he sido esclavo, mi linaje es noble —le confiesa con orgullo— desciendo del héroe Bayajidda, quien llegó a la tierra de los Hausa, muchos siglos atrás. Dicen las leyendas que mi antepasado poseía un cuchillo con poderes sobrenaturales, con él liberó a los hombres del pueblo Hausa del poder maléfico de una serpiente sagrada. De Bayajidda descienden los reyes de las siete tribus Hausa. Yo pertenezco al linaje del héroe, de mi familia han salido siempre los reyes de la tribu Daura, la primera y más insigne de todas las tribus…

Kenan se detiene, en su rostro de rasgos un tanto leoninos, de nariz chata y fuerte mandíbula, se observa una expresión melancólica. Atanarik le anima con la mirada a que siga hablando.

—Hace años, hubo una guerra, Sarki-i,
[7]
el jefe de uno de los clanes rivales, conquistó uno a uno los siete reinos Hausa. Por último, atacó a los Daura, mi pueblo, y nos venció. Los Daura hemos sido siempre un pueblo pacífico que ha vivido de avituallar a las caravanas y del control de los pozos de agua, pero Sarki-i, el usurpador, nos convirtió en traficantes de esclavos. Sarki-i es un avariento que idolatra el oro, lo consigue vendiendo incluso a los hombres, mujeres y niños de su propia tribu. Es un hombre sádico, un asesino y un caníbal, que disfruta con el sufrimiento y come carne humana…

El hombre de piel oscura se detiene unos instantes, cierra los ojos como para echar lejos de sí los horrores del gobierno del tirano. Tras un instante, prosigue contando su historia.

—Después de la guerra, cuando era poco más que un niño, fui vendido como esclavo —ahora Kenan se expresa con tristeza— a pesar de pertenecer a una familia noble, la más noble entre los Daura. Altahay fue quien me compró, siempre me ha tratado bien y durante años le he servido fielmente. Un día le salvé la vida… en agradecimiento me liberó y me instó a que le pidiese cualquier cosa, lo que más desease, que me lo concedería. Le solicité que me ayudase a derrocar a Sarki-i. Altahay ha tardado un tiempo en cumplir lo prometido, pero al fin lo ha hecho. El jeque bereber es astuto, a la vez que cumple lo que me prometió, os pone a prueba. Sí, creo que Altahay desea probaros… Sabe que si sois hijo de quien decís ser, os debe obediencia, pero antes pretende asegurarse de si, además de la sangre de Ziyad, corren por vuestras venas el espíritu y la fuerza de vuestra familia. Estamos unidos por la misma empresa. Si vencemos en la revuelta, yo recuperaré mi reino, y vos tendréis tropas para libraros del tirano que oprime a vuestro pueblo. Si perdemos, Altahay no pierde nada, ha cumplido las promesas para conmigo, y sabrá que vos no tendréis la valía de la raza de Kusayla; quizás incluso muráis en la batalla….

Al escuchar su historia, Atanarik entiende que Kenan y él comparten algo similar, los dos buscan la venganza contra un tirano. De aquella empresa depende su porvenir, y el futuro de la embajada que le ha llevado a África, por eso le contesta:

—Necesito levar un gran número de tropas, sólo mi padre Ziyad puede conseguir el gran ejército que yo y los que me aguardan en Hispania necesitamos. Pero para lograr llegar hasta él, para cruzar la peligrosa cordillera del Atlas, es preciso que me proteja una escolta mayor de la que llevo, guerreros decididos, firmes en la lucha y, sobre todo, que me sean fieles…

—Si vencemos os ayudaré —le dice Kenan—. Tendréis en mí un aliado leal.

El hombre de piel oscura es ahora su amigo y Atanarik nunca abandona a un amigo. Años atrás, siendo un joven espathario real, sintió la soledad y el desprecio en las Escuelas Palatinas de Toledo. Su aspecto extranjero hizo que no le fuese fácil granjearse la confianza de aquellos nobles altivos que acudían a educarse en la corte, para medrar como gardingos reales. En aquel tiempo, Atanarik tuvo pocos amigos, pero a éstos los apreció mucho y los ha conservado siempre.

Kenan avanza delante de él. De pronto, el rostro oscuro del antiguo esclavo se ilumina con una sonrisa que muestra la dentadura blanca e incompleta; en la lejanía, ha logrado distinguir los muros de una ciudad de barro, la ciudad que le vio nacer, la capital del antiguo reino Hausa. Detrás, las palmeras del oasis sobre el que se asienta la ciudad, un sitio de paso para las caravanas.

Encuentran una senda que se desdibuja tras ellos en el desierto, y termina delante, en las puertas de la ciudad. El asentamiento, circundado por una muralla de adobe y cercado por multitud de torres, constituye un alto en el paso de las caravanas, una pequeña urbe sobre el único lugar donde hay agua en muchas millas a la redonda.

El desierto lo rodea todo.

Antes de entrar en la ciudad deben entregar un tributo, tras pagarlo solicitan ser recibidos por Sarki-i. En las calles, las gentes se congregan a ver al guerrero del Norte, el de cabellos castaños, el de la mirada verde oliva. Kenan se oculta discretamente, intenta mimetizarse entre los guerreros que acompañan a Atanarik para que nadie le identifique, para que no le descubran ante la guardia de Sarki-i. Sin embargo, no hay peligro; el paso del tiempo ha transformado a Kenan de un mozalbete en un hombre maduro que, cubierto por las ropas y velos de los bereberes, difícilmente va a ser reconocido.

Una vez cruzada la muralla, se adentran a través de calles de casas blancas, encaladas, de un solo piso, con un escalón en la entrada. Algunas están decoradas con dibujos sobre la pared en tonos azul chillón y rojo. La ciudad, poco más que un poblado, es un entramado de calles que conducen hacia la plaza principal donde se alza una edificación blanca, ligeramente más alta que el resto. Los ojos de Kenan brillan iluminando su cara oscura, al reconocer las gentes, las casas, las calles del lugar que le vio nacer.

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