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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno

BOOK: El astro nocturno
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El noble visigodo Atanarik recorre el norte de África buscando tropas bereberes para iniciar una campaña contra el corrupto reino de Toledo. Recuerda su huida de la corte, perseguido por un asesinato que no cometió y acompañado por una sierva vascona, Alodia, a la que tiempo atrás había rescatado de un sacrificio infame. Más tarde, tras la caída del reino, en las montañas de Vindión, en la cordillera astur cántabra, un antiguo gardingo real se levanta, a la cabeza de sus fieles, contra el gobernador Munuza. Entretanto, en el Pirineo, la población vascona se enfrenta al nuevo poder opresor. En medio de las guerras y la intriga política, la historia de amor de la sierva Alodia hacia el noble visigodo Atanarik se va desarrollando como un río de paz en un momento caótico de la historia de la península Ibérica.

El astro nocturno
es una narración épica con elementos legendarios en la que se entremezclan las intrigas políticas con un misterioso asesinato y una guerra devastadora.

María Gudín

El astro nocturno

Trilogía Goda: Parte III

ePUB v1.0

Mística
23.05.12

Título original:
El astro nocturno

María Gudín, 2011.

Editor original: Mística (v1.0)

ePub base v2.0

A mi madre

AT-TARIQ

El astro nocturno

¡Considera los cielos y lo que viene de noche!

¿Y qué puede hacerte concebir qué es lo que viene de noche?

Es la estrella cuya luz atraviesa las tinieblas de la vida,

pues no hay ser humano que no tenga un guardián.

Sura 86

PRÓLOGO

En nombre del Dios Clemente y Misericordioso, la bendición de Dios sea sobre Nuestro Señor Muhadmmad y su familia.

Yo, Ahmad ben Muhamad ben Musa al Razi, recogí las noticias de la conquista de las regiones que ocupan el occidente del mundo, el lugar más lejano, las tierras en las que el sol se oculta.

No sé si son leyendas. No sé si son realidad.

Yo, Ahmad ben Muhamad ben Musa al Razi, os relato, mi Señor, lo que hallé en las crónicas de tiempos antiguos.

¿Qué diré de aquel tiempo pasado en el que un reino cayó de la noche al día?

Nadie conoce lo que allí ciertamente ocurrió.

¿Qué diré de la historia de un hombre que surgió como el astro nocturno, para brillar un instante y diluirse en las sombras? ¿Qué diré de la historia de un hombre que iluminó las luces del alba para desvanecerse ante el fulgor del sol matutino? ¿Qué diré de la historia de un hombre que fue una estrella de penetrante luz?

Pocos han cambiado la historia del mundo de la manera en la que él lo hizo, movido al inicio por la venganza; después, por el honor de Tu Nombre.

¿Qué diré del que se le opuso? ¿Qué diré del incircunciso que descendía de un hada?

Él, incircunciso, fue el sol de una nueva mañana.

Guardaos, mi Señor, del incircunciso, del hombre que desciende de un hada. Guardaos del hombre en quien se cumplen las profecías. Guardaos de aquel que causó la ruina de los fieles al Único.

¿Qué diré de la copa sagrada?

La que abate los corazones torcidos, el vaso del poder, el cáliz que da la salud.

¿Qué diré de la mujer que no cedió ante nadie, que resistió como una roca?

Ella es la guardiana, la que ha llevado el peso del amor y del dolor en su alma.

¿Qué podremos decir de la mujer que fue asesinada?

El rastro de la mujer muerta desencadenó una guerra cruel.

Yo, Ahmad ben Muhamad ben Musa al Razi, contaré la historia de las hazañas de mi pueblo, la historia de aquellos que vivieron en un tiempo lejano y cambiaron los destinos de un reino.

I

El hombre del desierto

Estas tribus del Magreb no tienen comienzo y nadie sabe dónde acaban; si una de ellas es destruida, muchas otras la reemplazan; ni siquiera las ovejas que pastorean son tan numerosas como ellas mismas.

Carta al califa de Damasco,

del gobernador del Norte de África,

Hassan al Numan (en torno al 710)

1

El Oasis

Las dunas doradas se mueven al sol aventadas por un aliento cálido. Un hombre solitario avanza bajo la luz cegadora del desierto; apenas un punto blanco sobre la mancha negra de un caballo. Delante y detrás de él, las dunas cambian su forma, borrando caminos nunca antes ni después hollados. El jinete maneja con mano firme las riendas, azuza al animal y le clava las espuelas en los ijares, evitando que se hunda en la arena blanda del erial sin fin. En un día de calor inmisericorde, desbordante de luz, el sol derrite la tierra. El guerrero suelta una rienda para colocarse el turbante; después, con la mano, se protege unos ojos grandes, de pestañas negras, claros aunque oscurecidos por el dolor y la rabia. Otea en lo lejano. En la inmensidad ambarina le parece vislumbrar un espejismo rojizo. El destello cárdeno trae a su mente la sangre de ella.

Galopa con cuidado sobre las dunas mientras tornan a su imaginación los hermosos rasgos de la que un día él amó, una mirada que ha cesado ya para siempre y que nunca volverá a ver, que le acariciaba no tanto tiempo atrás. Durante aquellos meses pasados, el recuerdo de ella se le ha desdibujado en la mente. Ahora, al divisar el resplandor cárdeno, la herida se reabre y vuelve a ser dolorosa. El jinete aprieta la mandíbula, tragando amargura. Debe olvidar, si no lo hace, siente que puede volverse loco. Ahora su misión es buscar justicia, hacer pagar al asesino su culpa y devolver al reino del que huye, la paz. La ilusión cede, las dunas retornan a su retina. Se endereza en el caballo e intenta divisar, en el horizonte, el oasis con el asentamiento bereber.

Lentamente, al acercarse, descubre arbustos de mediano tamaño y, poco más allá, palmeras oscilando grácilmente en el cielo luminoso del desierto inabarcable; después, cuando se aproxima aún más al oasis, distingue las tiendas de los bereberes, unos palos cubiertos por paños, pieles y ramajes.

El jinete desmonta, ata su caballo a una palmera, y se encamina hacia la tienda más grande. Le salen al paso unas mujeres medio vestidas, de piel cálida y pechos gruesos que se desdibujan bajo las túnicas finas, un griterío de voces agudas de niños y las exclamaciones de bienvenida de los hombres del desierto. De la tienda más grande, al fondo del poblado junto al agua, asoma un hombre con turbante y velo que cubre su faz, el jefe de los bereberes, un hombre ante quien el forastero se inclina.

El jeque bereber le observa con ojos grandes, castaños, pestañosos y amables, que le escrutan inquisitivamente; después, le saluda con cierta solemnidad, hablándole en una lengua que no es la propia, un latín torpe y deformado, lleno de sonidos guturales.

—Bienvenido a la morada de Altahay ben Osset. ¿Quién eres? ¿Cuál es tu linaje?

—Me llamo Atanarik, he cruzado el estrecho muchas lunas atrás, mi linaje es godo…

Altahay se pregunta quién será aquel forastero, que atraviesa el desierto sin temerlo. Dice ser un godo, pero su aspecto no es tal. Un hombre alto y joven, herido quizá por algo en su pasado.

—¿Qué buscas en el desierto?

—Busco hombres que quieran luchar. Busco a Ziyad, al hijo de Kusayla…

Un brillo de curiosidad late en la mirada del jefe de la kabila pero su rostro reseco no se inmuta, mientras le dice:

—Aquí no lo encontrarás. Ziyad es poco más que una leyenda… —Altahay hunde su mirada en lo lejano, más allá de los hombros de Atanarik, mientras recuerda— … el hombre al que adoptó la Kahina, la Hechicera… El hombre al que le transmitió su magia… El guerrero invencible que posee el secreto del poder. No. Ziyad no es más que un héroe legendario entre los bereberes…

Atanarik impacientándose ligeramente le replica.

—Ziyad es real y debo encontrarle. Me han dicho que sabes dónde está.

—No… —el bereber duda si debe seguir hablando—, ignoro dónde se oculta. ¿Por qué piensas que conozco el refugio de Ziyad?

—Me envía Olbán. Fue él quien me indicó que tú podrías indicarme dónde mora Ziyad.

Al nombre de Olbán la expresión del bereber cambia, aquel noble godo comercia con los bereberes, custodia el estrecho, Altahay no quiere enfrentarse a tan poderoso señor.

—¿Olbán, el señor de Septa?
[1]

—Sí.

—¿Te envía a atravesar el desierto, solo, sin una escolta?

—Salí de Septa unas semanas atrás. Al atravesar las montañas del Rif, sufrí una emboscada y la escolta que me acompañaba se dispersó. No eran hombres fieles, ni aguerridos en la lucha. Necesito gentes que sepan luchar, hombres que me sean leales… Ziyad me los proporcionará; es muy importante que le encuentre, y tú sabes dónde está.

El jeque desvía la conversación del tema que le interesa al godo, necesita asegurarse de que aquel hombre es de fiar.

—Se dice que Olbán de Septa se ha alzado frente al dominio de los godos… ¿No eres tú uno de ellos?

A lo que Atanarik le contesta:

—Yo y muchos otros de mi raza nos hemos rebelado frente a la tiranía del usurpador que ocupa el reino godo.

Altahay ben Osset analiza detenidamente al hombre que solicita su ayuda. Por las caravanas que cruzan el desierto hacia el reino perdido junto al río Níger, al bereber le han llegado rumores de lo que está sucediendo en Hispania, el país del pan y los conejos, el lejano reino más allá del estrecho, regido por los visigodos, unos guerreros procedentes de un lejano lugar, muy al norte de las tierras conocidas. Se dice que los godos cometen todo tipo de desmanes y atrocidades; por eso, el bereber les ha imaginado como a hombres grandes, de cabellos claros y actitud prepotente, los hijos de una casta de tiranos. Sin embargo, aquel hombre que, descansando la mano en la espada, se yergue frente a Altahay, no parece uno de ellos; es un guerrero alto y fuerte, de piel clara, pero ahora bronceada por el sol del desierto como la de cualquier bereber. Los ojos son aceitunados, algo velados por el dolor, pero no muestran orgullo ni crueldad. Altahay intuye que no es peligroso; además, le obliga el deber de protegerle por haberle solicitado asilo. Esboza una sonrisa e inclina la cabeza, diciendo:

—Nuestra hospitalidad te acoge por esta noche. Mañana deberás partir.

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