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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (59 page)

BOOK: El astro nocturno
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Por aquellos días, un hombre encapuchado llega a la fortaleza de Siero, a la casa que rige Adosinda. Es Toribio, enviado por Belay. Le informa al ama que su hermano ha sido elegido Princeps de las tierras astures, como lo fue Aster dos siglos atrás. La elección de Belay va a llegar a los oídos de Munuza antes o después; posiblemente Siero será atacado. Toribio le transmite las órdenes de su hermano: ella y todos los colonos y siervos de la casa de Siero deben cobijarse en Ongar.

Adosinda se niega.

Toribio le suplica que, al menos, ponga vigías para poder refugiarse a tiempo en caso de que se produzca el asalto que todos prevén. Adosinda consiente en ello, y en una torre alejada de la casona, en dirección a Gigia, apresta a varios hombres que se comunican con la casa a través de trompas o mediante fogatas nocturnas.

No ha pasado una semana cuando las trompas alarman al valle de Siero. Un ejército musulmán avanza hacia la casa.

Hombres, mujeres y niños escapan hacia los bosques cercanos. Desde allí pueden ver cómo los soldados de Munuza saquean la casa, las propiedades, roban los animales que no se han podido llevar, después entran en la fortaleza y le prenden fuego.

Las llamas se alzan hacia el cielo, un humo oscuro de olor acre y penetrante cubre todo el valle.

Adosinda se lamenta, desde lo alto del bosque en el que se esconde, al ver su casa, la hermosa casona, derruida. A su lado, Alodia contempla una vez más el destrozo que la guerra ha causado sobre un lugar en donde ella había encontrado un cierto sosiego, una débil tranquilidad. Aprieta la mano de Izar en la suya. La casa de Belay se ha destruido, ella pensaba que quizás un día, allí la buscaría Tariq. Ahora… nunca la encontrará. ¿Adonde van a dirigirse?

Junto a ella está Toribio. Se siente protegida.

El fuerte guerrero está también conmovido por la destrucción de las tierras de su señor; quizá le recuerden la ruina de su propia casa, allá en la Bética, en el Sur, la muerte de su esposa y de sus hijos.

Al ver la cara de tristeza de Alodia, le anuncia:

—Iremos a Ongar.

Sin entender lo que él le está diciendo, Alodia repite de modo maquinal:

—¿Ongar?

—Sí. Es un valle entre montañas, donde ahora habita mi señor Belay, en él moran los monjes santos.

Alodia piensa que aquel nombre, Ongar, no le es desconocido. Recuerda entonces a su hermano Voto, que fue salvado en Ongar y allí encontró la luz del Único. Algo dentro de ella se llena de esperanza, al oír hablar del valle perdido de Ongar, del santuario donde habita la diosa madre.

Adosinda y los de la casa de Belay dejan pasar unas horas, hasta que las llamas ya no se alzan sobre la gran casa fortaleza que fuera para muchos de ellos su único hogar. Esperan que los hombres de Munuza se alejen del valle. Después hombres, mujeres y niños emprenden una larga marcha, cruzando los montes hacia el valle sagrado de Ongar.

Una nueva vida los espera.

12

Ongar

A través de caminos reales, veredas recónditas o marchando campo a través, pesadamente, con lentitud, avanzan los evadidos de Siero. Es primavera pero aún hace frío, el sol calienta débilmente, a menudo llovizna; en los rebordes de los caminos, en las praderas tímidamente comienzan a salir margaritas de primavera, pequeños lirios.

A su paso por los bosques, el agua acumulada en las hojas tras las últimas lluvias, se derrama sobre las cabezas de los que huyen; su paso se hace a menudo lento y cansino, retrasado por los niños de corta edad. Son apenas unas veinte personas; algunos de los hombres de Siero han abandonado al ama, que ya no puede protegerlos. Alodia sigue con el ama, conduce de la mano a Izar, que no se queja de tan largo viaje.

Hacen noche en el camino, en las ruinas de un antiguo castro, ahora un corral de animales. Al amanecer prosiguen caminando hacia el este.

Antes del mediodía de la segunda jornada, alcanzan la ribera del Sella, en su confluencia con el río Güeña. Son los llanos de Oms, allí les sale a recibir Belay.

El antiguo Capitán de Espatharios abraza a su hermana, que está consumida y profundamente triste por la pérdida de la heredad de sus mayores. Belay hace que Adosinda suba al caballo junto a él y ambos galopan deprisa por una vereda sombreada de robles que se introduce en las montañas. Desde un alto en el camino, divisan el valle de Ongar. Las nieblas matutinas aún lo cubren. Es de un color verde intenso, con praderas y bosques de hoja caduca. En lo alto de una colina, en el centro del valle y rodeado de nubes bajas se alza la antigua fortaleza que Belay ha rehabilitado; parece alzarse flotando sobre la niebla, como si hubiera sido construida sobre el aire.

Las brumas matinales se disuelven lentamente con el calor del sol, el juego de las nieblas en el bosque confiere al valle un aspecto encantado como si estuviese habitado por brujas, janas o duendes.

Belay y Adosinda llegan a la fortaleza que domina el valle, desde allí se ve la cueva de Ongar, muy cerca está el cenobio de los monjes. Un puñado de montañeses y godos huidos de las antiguas tierras del reino de Toledo se han refugiado allí, obedecen a Belay. Por debajo de la cueva, mana, a cientos de codos de altura, un gran salto de agua. Allí se origina el río de Ongar, que se precipita colina abajo formando pequeñas cascadas y rápidos, a través de un valle de frondosa vegetación, hasta alcanzar el Sella.

Belay detiene el caballo a la entrada de la fortaleza, después ayuda a su hermana a apearse. Al verse en aquel lugar que desconoce, Adosinda se echa de nuevo a llorar.

—¿Qué te ocurre?

—Lo hemos perdido todo, tu esposa, esa mujer, ha huido, llevándose a tu hijo, y yo no he podido hacer nada.

Adosinda no cesa de llorar, agotada por la larga marcha, deshecha por los sucesos luctuosos de los últimos días, dolida por la marcha de Gadea y por la pérdida de Favila.

—Hace dos o tres meses estuve en Siero y me reuní con Gadea. Fui yo mismo quien le ordené que se fuese a Liébana y que no te dijese nada. En ese momento, Munuza no sabía que yo estaba liderando la rebelión. Quería evitar que cuando se enterase tomara represalias, como así ha sido.

—¿Por qué no me dijiste nada? Yo no te hubiera traicionado nunca, bien lo sabes.

—Quería evitar que sufrieses, quería protegerte.

Belay acaricia el cabello de su hermana. Ella suspira, sin estar conforme con su respuesta.

—Todos los días he rezado por ti al Altísimo pidiendo tu vuelta, creyendo a veces que estabas muerto. La heredad de mis mayores es lo que más me importa en la vida. Creí que todo estaba ya perdido.

—Pues no lo está, éstas son las tierras de nuestra madre. También nos pertenecen. Esa fortaleza es un antiguo castro donde hace dos siglos habitó el príncipe de los Albiones, Aster, cuando —como ahora nos ha ocurrido a nosotros— destruyeron sus tierras al occidente, la antigua ciudad de Albión, aquella de las que hablan las baladas. Aquí resistiremos. Éste es un lugar seguro.

A Belay no le parece que Adosinda esté muy conforme, e intenta animarla:

—¡Ven! Te enseñaré el lugar del que vas a ser señora.

La conduce al interior de la fortaleza. Allí no existen las comodidades de su casa de Siero, los colchones y almohadas, los tapices, cobertores y mantas. Tampoco están la antigua vajilla, con las cazuelas, morteros, artesas y arcas. Todo lo que poseía en la casona, Adosinda lo ha perdido, por ello continúa protestando, pero al mismo tiempo dispone ya algunos cambios y piensa en posibilidades de mejora.

Ésta sería su nueva casa, posiblemente más segura que su hogar de Siero donde ha sufrido multitud de penas y agravios.

Le parece que Belay y Gadea la han marginado de sus vidas, que ella pretendía controlar. No perdona a su hermano que no le haya hecho partícipe de su retorno. Rezonga, cuando su hermano le describe las maravillas de aquella fortaleza ruinosa. Pero por otro lado, allí no estará Gadea, que continúa en Liébana, manteniendo a sus hermanos del lado de la rebelión. Ella, de nuevo, será ama y señora del lugar. Ese pensamiento, que reconoce un tanto mezquino, le da ánimos. Belay, que la entiende bien, sabe que Adosinda poco a poco se conformará con su situación e incluso que llegará a estar contenta.

Se escuchan ruidos fuera de la fortaleza. Toribio y el resto de los huidos de Siero han llegado. Belay sale con Adosinda a recibirlos, desde tiempo atrás echa de menos a los criados Crispo y Cayo; también a Fructuosa y a la vieja cocinera Benina, servidumbre que forma parte de su familia, y a los que quiere desde la infancia. Está deseando verlos.

El valle de Ongar se puebla de gentes.

Abrazos y saludos a los antiguos criados, la alegría recorre los rostros de las gentes al ver a su señor.

Entre toda aquella multitud, de pronto, Belay divisa unas facciones delgadas y hermosas que le resultan familiares, una mujer que lleva de la mano una niña de unos ocho años. Mira a Adosinda que está a su lado, como preguntándole quién es ella.

—Es una sierva huida del Sur.

Alodia entonces se dirige a Belay, su semblante se ruboriza y exclama:

—¡Mi señor Belay…!

Belay se sorprende:

—¿Alodia…?

—Sí, soy yo.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Cuando Musa apresó a mi señor Atanarik, éste me pidió que huyera, me dijo que estaría a salvo en vuestras tierras… Que vos me protegeríais.

Belay sonríe:

—No haría nada más que devolverte el favor que un día me hiciste, cuando evitaste que me ejecutaran.

—¿Realmente conoces a esta mujer? —pregunta Adosinda.

—Sí. Es la esposa de aquel que cercó Amaia, que destruyó el reino. Mi antiguo compañero de armas, Atanarik, que se hace llamar ahora Tariq.

—Llegó al poco de irte —recuerda Adosinda—. Nos dijo que era esposa de un noble godo. Ni Gadea ni yo la creímos.

Belay observa, pensativo, a la criada e intuye en su rostro enflaquecido las penalidades de los últimos años:

—Lo es.

Alodia no aguanta más.

—¿Sabéis algo de mi señor Atanarik?

—¿Le sigues aguardando?

—Sí, siempre…

—¿A pesar de lo que hizo? —interrumpe Belay—. ¿A pesar de todo lo que ha destruido?

—El destino le condujo, pero yo veo en él al hombre bueno. Os ruego, mi señor, que me digáis si conocéis su paradero, si sabéis si está o no vivo.

—No lo sé. En Córduba, en la prisión, escuché que los conquistadores Tariq y Musa debieron partir hacia Damasco, convocados por el califa. Esto ocurrió hace unos seis o siete años. Se dice que allí Atanarik acusó a Musa de malversación de fondos; se dice que cayó en desgracia. No ha regresado desde entonces a Hispania. —Con una cierta compasión Belay prosigue hablando—. Quizás haya muerto.

—¡No! —grita Alodia—. Sé que él vive.

—Quizá sea así —la voz de Belay suena compasiva.

Adosinda escucha toda aquella historia con asombro. Observa desconcertada a Alodia, mientras dice:

—Si es la esposa de un noble, no puede seguir sirviendo en las cocinas y cuidando a los animales, como lo ha hecho hasta ahora.

Alodia no lo entiende así.

—Mi señora, mi lugar es allí. Me gusta trabajar donde lo he estado haciendo. Nada ha cambiado por que vuestro hermano verifique mi historia.

—De ninguna manera —le replica Adosinda—, a partir de ahora estarás a mi lado.

La dama sonríe y su rostro endurecido se ilumina, mientras le dice:

—Trabajarás pero de otro modo.

—Que así sea —responde Belay.

Al fin, se despide de ellas, ha sonado el cuerno del vigía en el otro lado del valle y le reclaman sus hombres.

Adosinda y Alodia entran en la fortaleza y comienzan a disponer del lugar. La primera medida es organizar los establos, separando a los animales de las personas mediante tabiques de madera. La fortaleza es amplia pero solamente tiene un piso. Entre los hombres que han llegado de Siero, Adosinda busca a leñadores y carpinteros y comienzan a construir un segundo nivel con un techo de madera sobre las cuadras, como es costumbre en las casonas del interior. Los animales desprenden calor corporal y templan las viviendas.

No ven a Belay, que pasa temporadas en Liébana con su esposa y su hijo, o con las tropas que van creciendo en número y en armamento acantonadas en el valle de Onís.

En aquel tiempo Munuza envía algunas tropas que son rechazadas en la campa de Onís, sin llegar a penetrar en Ongar.

13

El monje

Las campanas en el cenobio contiguo a la cueva de Ongar doblan alegremente, difunden su son festivo por todo el valle, que hoy ha amanecido sin nieblas, pleno de luz. Los campos refulgen verdor, una nube se pierde perezosamente en el ciclo. Es domingo, el día primero de la semana, dies Dominica, el día del Señor. No hace mucho que los huidos de Siero han llegado al valle sagrado, los días se han sucedido saturados de multitud de labores para acondicionar el antiguo castro, las ruinas de la fortaleza de Ongar. Alodia, Adosinda y el resto de los huidos de Siero no han parado de trabajar, intentando transformar aquellas paredes ruinosas a las que les ha conducido Belay, en algo parecido a un hogar.

Al escuchar las campanas, Adosinda ordena que todos acudan al santuario al oficio divino a dar gracias por haber salvado sus vidas, nadie se atreve a oponérsele.

Alodia se peina y después arregla a su hija. La niña le pregunta adonde van. Suavemente, Alodia le explica que deben ir a la cueva de los monjes, que allí ocurrirá un milagro.

—¿Qué es?

—Algo mágico. No puedo decírtelo.

La niña abre sus ojos de color verdoso con admiración, Alodia se ríe ante la expresión de su carita.

Adosinda dispone que Alodia y su hija vayan con ella. La sierva no ha dejado de trabajar en las faenas del campo, pero desde que el ama de Siero sabe que su historia es verdadera, que no existe nada vergonzoso en su pasado, la tiene en mayor consideración.

Además, Adosinda se ha encariñado con Izar. La toma de la mano y sube por las escaleras esculpidas en piedra que ascienden hasta el santuario. La niña va saltando al lado de la noble dama. Alodia las sigue ligeramente detrás.

En la cueva se entrevé la tosca imagen de una virgen con un niño en brazos, a Alodia le recuerda a la diosa madre de su pueblo y le dirige una sencilla plegaria. Pide lo que siempre le ha pedido, que Atanarik esté bien, que algún día regrese junto a ella, que conozca a su hija, que la herida de su corazón se cierre.

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