Érase una vez un príncipe que partía ladrillos con la mano, un simpático político de billar y una mujer rubia malherida. Con ellos la historia formó un triángulo, dentro del cual echó los dados el azar, principio y final de este relato.Final de los sesenta, vientos de cambio en España. Poco después de que don Juan de Borbón viese entre raciones de calamares cómo su hijo juraba los Principios del Movimiento, el Caudillo entró bajo palio y por su propio pie hasta la tumba. Rajoy y Zapatero aún eran estudiantes. Aznar jugaba a falangista. Tierno Galván, Felipe González y Carrillo pugnaban por salir de la clandestinidad mientras nuestro triángulo se iba perfilando para encumbrar al héroe de esta gesta. Y fue así como en el mes de julio de 1976 el rey nombró presidente del Gobierno a Adolfo Suárez, gracias a aquella chica rubia de la que todo el mundo estaba enamorado. Solo que el héroe ya no puede recordarlo.Manuel Vicent nos conduce de su mano a acompañar a Suárez a través del bosque lácteo de su memoria, donde los personajes, reales o imaginados, deambulan como espectros. En el camino nos habla de sueños, traiciones e intrigas; de bodas fastuosas en el Valle de los Caídos y de fusilamientos inesperados; de amores prohibidos e hijos ilegítimos. De nobleza y de azar. El azar que puso a una mujer rubia de ojos rasgados en el camino del héroe antes de que los dos se perdieran entre las nieblas del olvido.Entre la ficción y la historia, entre los nombres de ayer y los de ahora, este juego literario creado a partir de la confusión de la memoria perdida de Suárez es un retablo de niebla, un juego político movido por el azar. Desde la posguerra hasta hoy.
Manuel Vicent
El azar de la mujer rubia
ePUB v1.0
Dirdam01.01.13
El azar de la mujer rubia
Manuel Vicent, 2013
Alfaguara Ediciones
ISBN: 9788420413167
Editor original: Dirdam (v1.0
)
ePub base v2.0
Alejandro no murió en Babilonia a los treinta y tres años. Se apartó de su ejército y vagó por desiertos y selvas. Un día divisó una claridad. Esa claridad era la de una fogata. La rodeaban guerreros de tez amarilla y ojos oblicuos. No lo reconocieron, pero le dieron acogida. Como esencialmente era un soldado, participó en batallas en una geografía del todo ignorada por él. Era un soldado: no le importaban las causas y estaba listo a morir. Pasaron los años, él se había olvidado de todo y llegó un día en que se pagó a la tropa y entre las monedas había una que lo inquietó. La retuvo en la palma de la mano y dijo: «Eres un hombre viejo; ésta es la medalla que hice acuñar para la victoria de Arbela cuando yo era Alejandro de Macedonia». Recobró en ese momento su pasado y volvió a ser un mercenario tártaro o chino o lo que fuere
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El 17 de julio del año 1936, a las cinco de la tarde, que en España es la hora de matar reses bravas, se levantaron los militares en África para derribar a la II República y reponer a la Monarquía. El fracaso del alzamiento dio origen a la guerra civil. Alfonso XIII, desde su exilio en el Gran Hotel de Roma, contribuyó con un millón de pesetas para la causa. Su hijo, el joven don Juan de Borbón, se ofreció voluntario para pelear contra otros españoles en el bando nacional, un deseo que no pudo cumplir por la expresa negativa de Franco. «Ése aquí no hará más que enredar.» Franco jugó con una baraja que acabaría con todas las cartas manchadas de sangre. Cuando se inició aquella gran corrida, Adolfo Suárez tenía cuatro años. Don Juan Carlos estaba a punto de llegar a este mundo. La mujer rubia lo haría poco después. Con estos tres personajes, con un príncipe que partía ladrillos con la mano, con un simpático político de billar y con una mujer rubia malherida, la historia formó un triángulo, dentro del cual echó los dados el azar, principio y final de este relato.
Setenta y dos años después, el 17 de julio de 2008, a la misma hora, cinco de la tarde, que en España también es la hora de la siesta de baba con una mosca vibrando en el cristal, el rey don Juan Carlos visitó a Adolfo Suárez en su casa de la Colonia de La Florida, en las afueras de Madrid, para entregarle el Collar de la insigne Orden del Toisón de Oro, la condecoración de más alto rango, sin duda muy merecida por los servicios que este hombre había prestado a la Corona. De aquella visita queda un testimonio gráfico, en cierto modo patético. El hijo de Suárez sacó una foto familiar de ambos personajes de espaldas, mientras paseaban por el jardín de la mansión. En la imagen se ve al monarca en actitud afectuosa con el brazo sobre el hombro del político, el primer presidente del Gobierno de la democracia. Parecía uno de esos paseos que se dan después del orujo al final de una larga sobremesa. «Vamos a estirar un poco las piernas», se dice en estos casos, aunque en realidad el rey estaba guiando a Adolfo Suárez de forma amigable, pero inexorablemente, hacia la niebla de un bosque lleno de espectros del pasado bajo una claridad cenital, que se extendía sobre las copas de los pinos y las ramas de los abetos.
Adolfo Suárez había perdido la memoria. En ese momento incluso ignoraba su propio nombre. Tampoco sabía que esa persona que lo conducía hacia un destino incierto, protegiéndolo y al mismo tiempo aferrándolo con el brazo, era el rey de España. Adolfo Suárez no reconocía aquella voz, de la que había recibido tantas cuitas en tiempos pasados, ni podía responder a las preguntas que posiblemente le haría el monarca con su habitual desparpajo para distraerle durante el breve paseo por el jardín, que no serían sino comentarios banales para pasar el rato.
Probablemente el rey pudo recordarle aquel cochinillo asado que tomaron un día ya muy lejano en Casa Cándido, en Segovia, cuando él era príncipe y Adolfo Suárez, el joven gobernador de la provincia. Coronado con el gorro de cocinero y un delantal blanco hasta las canillas, Cándido apareció en el comedor, armado con un plato de cerámica de Talavera con el que comenzó a partir de forma muy violenta y sanguínea las costillas de aquel puerquito espatarrado dentro de la larga cazuela de barro con un perejil en la boca. Luego estrelló el plato contra el suelo, como final de un rito salvaje. Suárez no se acordaba, pero en ese momento pasó volando la mariposa del efecto mariposa: fue en ese almuerzo cuando estos dos personajes juntaron sus carcajadas por primera vez e hicieron chocar en el aire el vaso de vino. A la mariposa le bastó este hecho para torcer el curso de la historia. Lo más seguro es que Suárez pagara el almuerzo a cuenta del presupuesto y que la casa invitara a las copas. El príncipe no llevaba ni blanca. El caudillo apenas le daba para la gasolina de la moto.
Durante el paseo por el jardín de La Florida pudo salir también a relucir aquella tragedia de Los Ángeles de San Rafael, cuando se hundió la primera planta de un restaurante con quinientos comensales y Suárez rescató a muchos heridos bajo los escombros con sus propias manos. Más allá del cochinillo asado, sin duda a Juan Carlos el nombre de este gobernador Suárez se le quedó definitivamente grabado en la memoria por este lance. La nada es blanca. Suárez tampoco se acordaba de aquella hazaña ni de las correrías que realizaba con el príncipe. «Coño, Adolfo, tienes que acordarte de aquellas aventuras.» En aquel tiempo Juan Carlos se enmascaraba bajo el casco de la moto de gran cilindrada, enfilaba la carretera de La Coruña a ciento ochenta por hora y se iba a ver a su amigo, que le descubría refugios y ventorrillos por la sierra de Gredos, donde se comía una excelente tortilla de patatas y una cuajada de primera calidad; después, sobre una mesa tocinera, ambos jugaban de pareja al mus contra el que se pusiera por delante, el propio ventero o cualquier arriero que pasara por allí, incluido algún gitano si se terciaba. También practicaban motocross por las trochas del Guadarrama y puede que Suárez le señalara al príncipe algunos rincones secretos para algún encuentro furtivo en el caso de que los necesitara. Fueron escapadas que sellaron una amistad. En el mus Suárez era roqueño, pero en todo lo demás, a los chinos, a las siete y media o si les daba por echar un pulso, el gobernador se dejaba ganar por el príncipe. Si Franco no le daba una peseta para gasolina, tampoco nadie daba un duro por su futuro político. Salvo Suárez.
En la conversación de aquella tarde en el jardín de La Florida, pudo pronunciarse también el nombre de Carmen Díez de Rivera, aquella rubia de ojos azules rasgados que el príncipe recomendó a Suárez como secretaria cuando le nombraron director de televisión. Ese nombre produciría, sin duda, un silencio embarazoso, porque Suárez siempre sonreía con labios muy blandos cuando lo oía en boca de alguien. En algunas ocasiones la niebla de su memoria se iluminaba con la ráfaga de aquella joven de ojos acuáticos. La veía huyendo como una corza malherida con un doble dardo, perseguida por dos cazadores hasta el soto del valle; puede que aquella tarde dentro del cerebro de Suárez sonara una carcajada explosiva, muy borbónica, que procedía de muy lejos, seguida de una voz hueca dentro de una campana neumática. «Todo el mundo decía que era tu amante. Confiesa, ¿te la llevaste a la cama?» En la desmemoria de Adolfo Suárez aquella voz volvió a tomar el tono de una lejana confidencia que, tal vez, había oído o soñado un día.
El rey pudo contarle un hecho que nunca se había atrevido a reconocer ante nadie. La tarde del 3 de julio de 1976 había nombrado presidente del Gobierno a Suárez gracias a aquella chica rubia, la hija de los Llanzol, de la que todo el mundo estaba enamorado. Sólo algunos conocían su enredo familiar, todo un melodrama, que daba para un intenso culebrón. Pero España tenía mucho que agradecer al azar de aquella chica rubia, que se cruzó en la vida del príncipe y de Suárez, aunque nadie la tomó en serio porque era demasiado guapa. Cuando la imagen de aquella mujer se apoderaba de su mente perdida, Suárez comenzaba a balbucir la melodía de una canción, que en los buenos tiempos sonaba en el altavoz de la piscina El Lago de Madrid.
Puede que la historia no esté bien explicada en este caso. No fue Fernández Miranda, sino Carmen Díez de Rivera, la que desplegó todas sus artimañas, que no eran pocas, ante su amigo íntimo el rey Juan Carlos para que los miembros del Consejo del Reino incluyeran a Suárez en la terna de candidatos a la presidencia del Gobierno, junto a López Bravo y Silva Muñoz. Unos días antes el rey se encontró con Areilza, conde de Motrico, y le dijo: «José María, cuento contigo». «Gracias, majestad», respondió Motrico con una gloria anticipada en los ojos. Pensó que lo iba a nombrar presidente del Gobierno. Aquella tarde Areilza abrió varias botellas de Moët & Chandon en su residencia de Aravaca rodeado de un grupo de amigos para celebrar por anticipado el pretendido y acariciado nombramiento. Sacó los ternos, los entorchados, el fajín, el chaqué, los tafetanes y el cuello duro del armario. Sus partidarios lo felicitaban de antemano, le reían las gracias, le pedían cargos, de hecho esa misma tarde Areilza comenzó a nombrar ministros, pero ninguno de ellos había interpretado bien las palabras del monarca. No sabían que, si un rey te dice que cuenta contigo, es para algo desagradable y espera tu fidelidad, tu lealtad en un momento amargo. En el chalé de Aravaca sonó el teléfono. Un espíritu burlón comunicó la noticia a todos los allegados cuando tenían la copa de champán en el aire. «Oíd bien esto, amigos, aunque suene a disparate. El rey acaba de nombrar a Suárez presidente del Gobierno.» Todos cayeron desplomados en los sillones.