El azar de la mujer rubia (3 page)

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Authors: Manuel Vicent

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: El azar de la mujer rubia
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Hubo un famoso líder político que había conquistado grandes espacios de libertad para su patria hasta que fue derrotado en una asonada memorable en la que él, pese a la mala suerte, se comportó como un héroe. Su partido, diezmado, se disolvió en desbandada y el famoso líder se perdió en un bosque. Pasaron muchos años. El hombre, expuesto al azar de la vida, había tenido otras experiencias, no menos excitantes, antes de convertirse en un líder político. Fue marinero de fortuna y recaló en muchos puertos; fue mercader y comerció con piedras preciosas y perfumes; fue guía de caravanas de camellos por el desierto y un día se puso al servicio de un rey, gracias a una doncella de la corte a la que había enamorado. Después de servirlo con lealtad probada, el monarca lo nombró ministro de Las Llaves de la Alcoba Real y le concedió un título de nobleza e incluso mandó acuñar una moneda de cobre con el perfil de su efigie. La mala fortuna quiso que cayera en desgracia por la conspiración de otros cortesanos movidos por la ambición y la envidia por considerarlo un advenedizo. También aquella doncella de increíble belleza lo había abandonado. A partir de ese momento, sin nadie a quien acudir, le visitó la pobreza y aquel famoso político acabó siendo un pordiosero, muy parecido de semblante al que ahora se reflejaba en el remanso de ese río que transcurría bajo la mirada de Suárez. Pasaron más años todavía y el mendigo envejecido y sin memoria llegó a una ciudad donde había un ruidoso bazar con gritos de buhoneros y sacamuelas que contaban hazañas de otros tiempos. «Oigan, señores, lo que una vez sucedió en un país que se llamaba España. Un guardia civil de naipe entró una tarde en el Congreso...» En el bazar la gente adquiría especias, baratijas y alimentos con una única moneda de curso legal. A las puertas de una tienda donde se expendían collares de ámbar el mendigo comenzó a pedir limosna con la mano tendida canturreando una vieja canción de juventud. De la tienda de ámbar salió una mujer muy hermosa, de ojos acuáticos, que pertenecía a la familia del visir. Ella le dio una limosna. Como había pasado por infinitas manos, el cobre de aquella moneda estaba sucio y había perdido los relieves. El mendigo tuvo un presentimiento. Frotó la moneda contra sus harapos y en ella apareció la imagen del propio mendigo, de cuando era servidor y primer ministro de un rey que la había mandado acuñar en su honor.

Adolfo Suárez se quedó pensativo contemplando la corriente del río que se llevaba el periódico que acababa de leer.

La pequeña historia de una tragedia que obligó a nuestro héroe a conocer a un príncipe y a recordar su niñez.

Durante el camino, Adolfo Suárez vio a un hombre con la gran tripa derramada bajo la guayabera y las axilas muy sudadas, que al parecer también se había extraviado. Estaba sentado en un tronco derribado por un rayo al borde del sendero y tal vez esperaba a que pasara alguien por allí para poder hablar. Suárez le preguntó: «Amigo, ¿cómo te llamas?». «En Burgo de Osma, el pueblo donde me parieron, a mi familia nos llamaban los Fanfarrones. Yo soy el mayor de dos hermanos. Y tú me tienes que recordar», contestó el hombre.

Sus palabras sonaron unidas al murmullo de la corriente del río que discurría entre un intrincado tejido de zarzas y helechos. El hombre tenía más o menos la edad de Suárez y era gordo como el buey Apis. Había llegado hasta allí recién salido de la cárcel con el indulto que le concedió Franco por haber ganado un campeonato de parchís. «Tú me tienes que recordar porque gracias a mí te dieron la primera condecoración, la Cruz del Mérito Civil o algo parecido, cuando eras un joven aguerrido, gobernador de Segovia. Gracias a mí conociste a un príncipe.» Suárez no recordaba nada. «¿Qué pasa, que no te dice nada mi cara? Te advierto que ya no quedan muchas como la mía.»

Para que hiciera memoria, el hombre comenzó a contarle una historia real o inventada, sólo por pasar el rato. Le contó cómo se hizo rico. Cuando llegó a Madrid a buscarse la vida, pobre como una rata, allá por los años cincuenta del siglo pasado, el hombre iba a desayunar todos los días a la cafetería Sonora, en la calle Tres Cruces, a espaldas de la Gran Vía, la única que tenía una barra larga al estilo americano. Todos los clientes que coincidían a esa misma hora de la mañana se saludaban, buenos días, buenos días, tenían una familiaridad trabada después de tomar más de mil churros o mil porras empapadas en el café con leche, uno al lado del otro, en los taburetes del mostrador. Uno de los parroquianos habituales era un famoso general, del Opus, muy ligado al Generalísimo Franco, millonario por casa, con grandes negocios en su cartera, con muchos consejos de administración a sus espaldas. El hombre de la guayabera sabía que ese general llevaba una doble vida: tenía de amante a una puta del bar Chicote. Habría sido un gran escándalo si en aquellos años ese lío se hubiera destapado. En el bar Chicote funcionaba todavía el mercado negro de la penicilina.

«Un día se me ocurrió una idea genial para salir de pobre —contaba el hombre de la guayabera sin que se adivinara si hablaba de broma o de veras—. Sabía que el general llevaba a su amante al restaurante El Viejo Valentín una vez a la semana a almorzar, siempre a la misma hora, dos y media de la tarde. Los vigilé durante unos meses. Esperé mi oportunidad en una esquina estratégica. Aquella vez, al verlos pasar en el coche por la calle de la Montera, me llegó la inspiración. Me dije: ahora o nunca, o me mata o me hago de oro, allá voy».

Las malas lenguas daban por bueno que se había tirado a las ruedas del coche a propósito y, bien porque era verdad o por hacerse el gracioso, él nunca lo negaba. La calle de la Montera solía estar muy concurrida a esa hora, los peatones cruzaban la calzada sin respetar los semáforos, un desorden ideal, el coche iba despacio, gracias a eso el atropello, casual o provocado, no fue grave, pero aun con todas las ventajas el golpe le rompió un brazo al hombre. El general salió del automóvil muy angustiado y se encontró cara a cara con aquel cliente que desayunaba todos los días a su lado en el taburete de la barra de la cafetería Sonora. «“Mi general, ni un problema”, le dije mirando a la puta, que se había tapado el rostro con el bolso. “No es necesario que demos parte de este accidente a la Policía. Yo me hago cargo de todo bajo mi responsabilidad. Aquí no ha pasado nada.” ¿Sabes?, le evité el escándalo. Un general del Opus con una prostituta, un militar amigo del Caudillo, casi nada, eh, amigo, ¿cómo lo ves? Bien explotado era un negocio más rentable que las jodidas minas del rey Salomón.»

Unos días después el atropellado se presentó en la cafetería Sonora con el brazo en cabestrillo. «Buenos días, mi general.» «Hombre, Jesús, cuánto te agradezco que me libraras de ese embrollo, lo siento de veras.» «Nada, nada, a sus órdenes siempre, mi general, yo soy un tipo legal, capaz de cualquier sacrificio por un amigo.» Después de verlo todas las mañanas con el brazo escayolado, el general empezó a sentirse atrapado. Sin necesidad de pedirle nada, para que siguiera con la boca cerrada, el general le hizo socio de un negocio de importación de coches. Eso fue sólo el principio. Después le ayudó a montar un emporio inmobiliario en Los Ángeles de San Rafael, con un restaurante por todo lo alto.

En un segundo de lucidez, como un claro que se abre entre dos nubes opacas sobre la copa de los árboles, Suárez creyó haber oído el nombre de aquel tipo, Jesús Gil, en alguna parte, tal vez como responsable de una catástrofe que causó más de cincuenta muertos. Adolfo Suárez creyó haber leído en alguna parte esta historia.

Fuera del bosque las cosas sucedieron así. El 15 de junio de 1969, a las tres menos cuarto de la tarde, durante una convención de una cadena de supermercados, la primera planta del restaurante cayó a plomo y se tragó a quinientos comensales bajo un montón de ladrillos y argamasa todavía húmeda sin fraguar. Las crónicas de la tragedia decían que el gobernador de Segovia, un tal Adolfo Suárez, se portó como un héroe. Salvó a muchos heridos con sus propias manos. Le fue concedida la Cruz de la Orden del Mérito Civil.

«Pero yo soy un tío con un par de huevos. Me hice cargo del asunto como responsable. Fui condenado a cinco años, pero sólo de boquilla porque a los dos meses el Caudillo me dio un indulto personal, gracias al general amante de la prostituta de Chicote. En la cárcel me proclamé campeón de parchís y al salir de prisión me pasé a España por los cojones. Me sigo dedicando a la construcción. Pronto Marbella será toda mía. La voy a llenar de mármoles, agentes de seguridad y putas de lujo. Los jeques de Arabia tienen allí sus palacios y mis sicarios ya aplauden mientras algunos señoritos defecan como una gracia dentro de las piscinas. Yo soy un tío con suerte. Un héroe de la patria como tú es lo que yo necesito para fundar un partido. Quiero fundar un partido independiente y liberal que me permita dar las órdenes desde un jacuzzi con unas golfas marranas chapoteando conmigo. Mira ahora esta tripa tan gorda. Está llena de millones, gracias al cabezón grabado en esta moneda de cobre que tengo en la mano, el primer dinero que gané jugando a las chapas en la plaza de Burgo de Osma cuando tenía nueve años. Es mi amuleto.»

Sentado en el tronco a su lado, Suárez le pidió que le enseñara esa moneda. El hombre la frotó con los dedos para quitarle la grasa y luego se la mostró. Le dijo que la llevaba consigo como si fuera la de Alejandro Magno, porque le daba suerte. Era una moneda de cobre roñoso de diez céntimos en la que se veía la cabeza de Francisco Franco rodeada por una leyenda que decía: «Caudillo de España por la gracia de Dios». «Ah —exclamó Suárez—, con esta moneda de cobre yo compraba regaliz de palo en Cebreros cuando era un niño».

En la niebla blanca de su memoria aquella moneda de Franco le abrió unas pequeñas islas de sol y en ellas aparecían con toda nitidez fugaces secuencias de su niñez de monaguillo en el pueblo de Cebreros, el lugar donde nació. Allí la familia de su madre tenía una bodega de alcoholes, Anís González, con otros vinos y licores acreditados. También se le cruzaban imágenes de los primeros años en Ávila, las del seminario de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa donde lo metió el cura don Baldomero, después las del instituto, de aquí para allá con suspensos y aprobados raspados. No se le había ido todavía del fondo de la nariz el olor mezcla de cera e incienso cuando era un adolescente de comunión diaria, que llevaba el estandarte de los jóvenes de Acción Católica, de la que llegaría a presidente del Consejo Diocesano. «Ser apóstol o mártir acaso, mis banderas me enseñan a ser», cantaba, muy elegante con su traje gris marengo, zapatos de Segarra, calcetines blancos, corbata a rayas y pasador dorado con escudo del Real Madrid, donde jugaba Ipiña, su ídolo. Cuando abandonó la idea de hacerse cura para salvar almas siguió siendo un muchacho noble y arrojado. En las capeas de la plaza del pueblo era el más valiente, el que mejor recortaba a morlacos resabiados de siete hierbas, el más admirado y aplaudido por las chicas desde las talanqueras. Algo indómito le brotaba en el pecho. Quería salvar al mundo, llegar muy lejos, dar alcance a la caza más alta, ese sentimiento que a veces se le quemaba en la brasa del cigarrillo, ese Bisonte sin filtro que golpeaba con elegancia contra un nudillo, castigando a la chica enamorada con la mirada. «Estudio para abogado en Salamanca por libre. Algún día tendré mucho mando», le decía.

En el bosque lácteo Suárez pudo recordar como una ráfaga la primera vez que fue a comprarle tabaco al gobernador civil de Ávila, Herrero Tejedor, del que había conseguido un puesto de secretario, gracias a la recomendación de un fiscal amigo de la familia. «Joven, ¿estás dispuesto a salvar a la patria?», le preguntó el preboste. «Sí, jefe.» «Entonces deberás empezar por el principio. Acércate al estanco de la esquina y cómprame una cajetilla de Ducados. Y después tráeme un café cortado.» «A sus órdenes, jefe. Ardo en deseos de darlo todo por España», contestó Suárez. «En ese caso, muchacho, sigue mis consejos. Si quieres llegar lejos en política no te olvides nunca de mandar un ramo de flores a la mujer parturienta de cualquier mandamás. Usa tu memoria para recordar el nombre y apellido, la onomástica y cumpleaños de los superiores en el mando. Aprovecha que tienes una dentadura de primera calidad para reír hasta la carcajada las gracias de tu jefe inmediato, venga o no a cuento, y es importante que en algunos casos se te vea incluso la campanilla del gaznate. Aprende a terminar los abrazos dando palmadas madrileñas en el costillar, lo mismo del amigo que del enemigo. En principio dale la razón a todo el mundo, hasta el momento en que sepas que te la deben dar a ti y entonces exígela con autoridad, sin miedo. Más que el talento, en política lo que vale es la cintura. Me han contado que en Cebreros recortabas muy bien a los toros en las capeas. Parece que tenías un quiebro perfecto. Aplícalo para sortear a los pelmazos, moscones y pedigüeños en los pasillos del Gobierno Civil y a los que en el futuro, cuando ya seas alguien, traten de darte una estocada por la espalda. Por cierto, yo soy del Opus Dei. Tú verás lo que haces.»

Suárez tenía esa disposición política de chico para todo. Además de comprarle tabaco a su protector, siguió sus consejos, ingresó en el Opus y comenzó a desarrollar las artes clásicas del simpático enredador de antedespacho. Infinitas llamadas por teléfono con el santoral al día, innumerables apretones de manos sacando el codo para frenar el impulso del saludado, el guiño con el ojo izquierdo o derecho, depende del personaje, ese gesto de liberar la yugular del dogal de la corbata tirando desde arriba la quijada, mientras se alarga la muñeca en el aire para extraer el puño de la camisa, felicitaciones en bautizos, comuniones, bodas y éxitos en oposiciones, en ascensos y medallas, pésames en entierros y funerales, de mayor a menor según escalafón, a merced del olfato, pero con la nariz siempre puesta en un único destino en lo universal, el de llegar a conquistar el gallo que está atado en la punta del palo enjabonado.

A veces atravesaba un breve espacio lleno de sol y entonces su memoria se iluminaba por un instante para sumirse a continuación en la niebla. En este caso recordaba con cierta nitidez escenas de su tierna infancia, de su niñez, de su primera juventud, sus primeras imágenes en el espejo de su casa de Ávila, junto con sus hermanos; en cambio, la oscuridad era cada vez más impenetrable a medida que el sueño de su vida se acercaba al presente.

Cuando empezó la guerra civil, Adolfo Suárez tenía tres años, había nacido en septiembre de 1932. Su padre, Hipólito Suárez, era un procurador de tribunales con antecedentes republicanos, un truhán muy simpático. Este trápala había abandonado a la familia; a su sufrida mujer doña Herminia la había dejado rezando el santo rosario en la mecedora junto a sus cinco hijos y se había ido a Madrid sin dejar rastro, detrás de unas faldas.

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