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Authors: Esther Sanz

Tags: #Juvenil

El bosque de los corazones dormidos (13 page)

BOOK: El bosque de los corazones dormidos
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Intenté relajarme y abstraerme del hecho de que era aquel chico tan guapo quien me estaba bañando.

Lo hacía con delicadeza, insistiendo en las zonas en las que había barro incrustado o heridas secas. El agua caliente y las atenciones de mi salvador hicieron que rompiera toda resistencia y me entregara por completo a la emoción que me desbordaba por dentro. Había sobrevivido a una experiencia horrible y mi cuerpo todavía temblaba con solo recordarlo. Las lágrimas empezaron a recorrer mi cara. Lloré en silencio, observando cómo se fundían en el agua.

Esbocé un gesto de dolor cuando sus manos recorrieron mi pierna derecha y se detuvieron en mi tobillo hinchado.

Después soltó la esponja en el agua y frotó sus manos con una pastilla de jabón que olía a lavanda. Me miró un instante antes de enredar sus dedos en mi pelo y cubrirlo de espuma. Me sorprendió su roce suave pero enérgico. Todas las terminaciones nerviosas de mi cabeza se activaron obligándome a cerrar los ojos. Dejé escapar un suspiro involuntario.

Justo en ese instante cesó y buscó mi mano para ayudarme a levantarme. Lo hice sin apoyar del todo el pie derecho. Después llenó un cubo con agua caliente y lo vació sobre mí al tiempo que yo inclinaba la cabeza para recibirlo.

Con un movimiento grácil, me rodeó con una toalla y me alzó en sus brazos para depositarme en el sofá, junto a la chimenea.

Me quitó la toalla con naturalidad y fue repasando una a una mis heridas con un ungüento viscoso y transparente que olía a sopa rancia.

Cada vez que sus dedos se detenían en una parte de mi cuerpo con aquella sustancia fría y gelatinosa, mi piel se erizaba.

A pesar de lo vulnerable de mi situación: malherida, desnuda, en un lugar desconocido y con un extraño que ni siquiera hablaba, no me sentía en peligro. Había algo en aquel chico, con su sigilosa y bella presencia, que me hacía sentirme protegida…

Me negué a reconocer que también me excitaba.

Después me ayudó a tumbarme boca abajo y me cubrió de la cintura a los pies con la toalla. Cerré los ojos y sentí cómo sus manos masajeaban mi espalda dolorida con una sustancia cremosa de aroma especiado. Al instante sentí un calor agradable por todo el cuerpo.

Deseé que aquel momento se alargara.

Tenía las mejillas enrojecidas; en parte por una fiebre incipiente, en parte por las sensaciones que aquella situación me producía.

Cuando acabó, me ayudó a ponerme una camiseta de manga larga que sacó de un arcón de madera. Me llegaba hasta las rodillas y estaba algo áspera, pero me sentí a gusto con ella.

Mi ángel se arrodilló frente a mí y tomó mi tobillo con delicadeza. Lo tocó por varios puntos hasta que esbocé un gesto de dolor.

Al momento trajo varios trapos y una toalla pequeña. Me acojinó el tobillo con ella sujetándola con varias cintas. Supuse que tenía un esguince o algo parecido y que bastaría con inmovilizarlo durante unos días. A pesar de las heridas y las magulladuras que decoraban todo mi cuerpo, del dolor… me sentí afortunada por no haberme roto nada. ¡Era un milagro que siguiera viva!

No me percaté de que estaba temblando de nuevo hasta que mi ángel me cubrió con una manta. Un profundo sopor empezó a nublar mi mente. Tirité con violencia durante varios minutos. Luego, demasiado cansada para moverme, permanecí inmóvil con la mirada perdida en las llamas bailarinas del hogar.

Sentí su respiración cercana acompañando mis pensamientos.

—No sé quién eres —dije finalmente—. Ni qué hago aquí… pero gracias por salvarme la vida.

No te vayas

E
staba demasiado dormida para abrir los ojos… pero, aun así, registré aquella voz celestial con la certeza de haberla oído.

—Nieve.

Apenas un susurro. Pronunciado de una forma tan dulce, que no pude evitar sonreír en sueños.

Sin darme cuenta incorporé aquella palabra a mi mundo onírico. Sucedió algo parecido a cuando sonaba el despertador por las mañanas y yo asimilaba su música como banda sonora de mi sueño para no despertar.

Sencillamente empezó a nevar.

Los copos de algodón caían con parsimonia mientras yo paseaba por el bosque. A pesar de la nieve, el sol brillaba con intensidad y algunos de sus rayos se colaban entre los pinos iluminando mi paso con destellos dorados. Mis pies avanzaban de forma decidida —casi volaba— mientras el paisaje verde se teñía, poco a poco, de blanco inmaculado.

En mi sueño no hacía frío. Estaba descalza y solo llevaba puesto mi vestido malva. El sendero estaba mullido por la pinaza y la tupida alfombra que formaba la nieve.

Al fondo, el chico de la cabaña me sonreía de forma angelical y me hacía un gesto para que me acercara. Cuando lo tuve enfrente, extendió su mano y apartó con ternura la escarcha de mi pelo. Llevaba puesta una especie de túnica vaporosa y brillante.

Me quedé un instante allí plantada, contemplando embobada su rostro. Sentí el deseo de abrazarlo y me puse de puntillas. Él continuó sonriendo de una forma tan arrebatadora, que hizo que mi corazón se desbocara. Le devolví la sonrisa y traté de rodearle con mis brazos.

En ese instante, dos alas descomunales se desplegaron de su espalda y empezaron a temblar, produciendo una especie de zumbido sordo, como de pájaro agazapado. Eran fuertes y blancas, y emitían un resplandor sobrenatural.

Aquella visión me impactó de tal modo que retrocedí unos pasos.

El ángel se despojó de su túnica y mis ojos se detuvieron primero en su fuerte pecho y, después, en algo que desmentía la famosa creencia popular. No pude evitar sonreír al constatar que los ángeles sí tienen sexo. No era el primero que veía. En cuarto de ESO, unos gamberros de clase habían encerrado a Emili Feliu, completamente en bolas, en el vestuario de chicas mientras yo me cambiaba. Estaba sola —aunque ya vestida— cuando empujaron al pobre Emili y cerraron la puerta con llave. Su cuerpo era un esqueleto recubierto con piel transparente y pecosa. Tuve tiempo de lanzar una mirada furtiva a sus genitales antes de que se los cubriera con las manos. Aquella cosita fofa, rodeada de cuatro pelos lacios, no tenía nada que ver con el imponente atributo de mi ángel. En aquella ocasión me había dado tanta pena verlo así, temblando como un pollo desplumado, que le había lanzado mi bolsa de deporte con mi chándal usado para que se vistiera. Por desgracia, no reparé en la ropa interior que había en ella. Dos días más tarde, el capullo de Emili corrió el bulo de que nos habíamos enrollado. Para apoyar su versión no dudó en mostrar mis braguitas por todo el colegio.

Cierto, no era el primero… pero como si lo fuera.

La visión de aquel ángel desnudo me impresionó tanto, que retrocedí otro par de pasos.

En ese instante ocurrió algo terrible.

El suelo se abrió bajo mis pies devorándome tierra adentro mientras mi ángel se reía con la misma voz cristalina con la que había pronunciado la palabra «nieve».

El pánico se apoderó de mí y solté un grito tan desgarrado e intenso, que logró traspasar las fronteras del sueño al mundo de la vigilia.

Me senté en la cama.

Casi no podía respirar.

Cuando recuperé el pulso, reparé en el chico de la cabaña. Estaba de pie en el extremo opuesto de la sala.

La hostilidad de su mirada me sobrecogió. Había rabia contenida en ella, como si mi pánico le hubiera ofendido profundamente.

Intimidada, aparté la vista y me sonrojé. La mantuve fija en la ventana unos segundos sin pronunciar palabra.

La nieve caía lenta y silenciosa tras los cristales.

Las cálidas sensaciones de mi sueño, antes de caer en la trampa, entraron en conflicto con lo que ahora me producía su gélida mirada. El ángel de impresionante presencia y sonrisa arrebatadora no tenía mucho que ver con aquel chico de expresión airada.

Aun así, eran la misma persona… Me pregunté cuál sería el motivo de su enfado. A veces hablaba dormida. ¿Y si había dicho algo en sueños que le había molestado?

Sentí un fuerte aleteo en el estómago.

El chico de la cabaña se sentó frente al piano y abrió la tapa con delicadeza.

De repente, una bella melodía inundó la habitación. Las notas empezaron a salir de aquel viejo instrumento dando forma a una canción de infinita dulzura. Había algo en aquella música que tocaba mi alma de forma especial, algo que me hacía sentir tranquila, como si aquel sonido tuviera algún tipo de efecto sedante.

Me miró con indiferencia mientras sus dedos danzarines revoloteaban por las teclas. Su expresión ahora era solemne y relajada. Un mechón se había escapado de su pelo recogido y bailaba con gracia a su antojo.

Poseído por el efecto de su propia melodía, cerró los ojos y sonrió mientras seguía tocando.

No me di cuenta de que estaba llorando hasta que la música cesó y se giró hacia mí. Me sequé las lágrimas y aplaudí con entusiasmo.

El rastro de miedo que había dejado mi pesadilla se había borrado por completo.

—Es una canción preciosa.

Él sonrió levemente.

En aquel momento recordé la palabra que había dado pie a mi sueño y me pregunté si la habría pronunciado él. Estaba nevando —algo improbable en otoño—, por lo que parecía razonable pensar que ese hecho le hubiera arrancado una palabra… ¿A un mudo? Durante unos instantes pensé que si no me hablaba tal vez era porque no quería hacerlo.

Aquel chico era muy extraño.

Por un lado, vivía como un salvaje. No tendría más de veinte años y habitaba en una cabaña solitaria en mitad del bosque; se bañaba desnudo en las gélidas aguas del río y parecía no haber tenido contacto con nadie durante años… por no mencionar sus métodos para combatir la hipotermia de una extraña.

Pero, por otro, se movía de forma grácil, con una clase de elegancia más propia de un muchacho de ciudad que de un ermitaño; tocaba el piano como si hubiera asistido al conservatorio toda su vida y tenía decenas de libros por la cabaña. Incluso su aspecto desaliñado y la forma de lucir sus vaqueros desgastados parecían producto de un cuidado estilismo.

Agradecí que no hubiera espejos en aquella sala. No los necesitaba para saber que tenía una pinta horrible.

De pronto descubrí unos pantalones y un jersey que me resultaron familiares. Eran míos

El chico de la cabaña había ido a la Dehesa mientras yo dormía para traerme algo de ropa. No me sorprendió. Conocía bien el torreón. Me había visitado de manera furtiva en varias ocasiones. Había visto su rostro y su inconfundible mirada en mi ventana. Pero ¿por qué se presentaba como un fantasma? ¿De qué huía? No lograba entender por qué se había alejado de mí durante todo ese tiempo. Me pregunté si estaría ocultando algo… o si era él mismo el que se ocultaba de alguien. Quienquiera que fuera aquel chico, una cosa tenía clara: me había salvado la vida; no había nada que temer a su lado.

Me resultó relativamente fácil deslizar el pie almohadillado a través de aquellos pantalones anchos de algodón. Me sentí reconfortada enfundada en mis prendas.

Minutos más tarde, entró con una buena pila de troncos para el hogar.

—Gracias por la ropa.

Mi ángel inclinó la cabeza y me regaló una tímida sonrisa.

Vencida por la curiosidad de verme en algún espejo y por la necesidad de orinar, me levanté y avancé dos pasos en dirección al baño. Imaginé que debía de estar en la única puerta cerrada que conectaba con aquella sala.

—Necesito ir al baño —me justifiqué algo avergonzada.

Pero aquella sencilla misión se convirtió en algo imposible sin un apoyo.

Mi ángel no me permitió un segundo intento. Con un movimiento rápido, me alzó en brazos, me cubrió con mi abrigo y se dirigió a la puerta… de salida.

—¿Adónde me llevas? —musité perpleja.

No fui consciente de que en aquella casa no había baño hasta que me soltó detrás de unos arbustos situados a varios metros de la cabaña.

La nevada había amainado, concediéndonos una tregua en nuestra excursión a la intemperie; sin embargo, dos nubarrones negros anunciaban una tormenta inminente.

Me quedé inmóvil unos segundos tratando de decidir qué paso dar. El chico de la cabaña pensó tal vez que estaba demasiado débil para arreglármelas sola y se acercó a mí. Abrí la boca espantada cuando comprendí lo que se proponía…

—Ni pensarlo —protesté con una risita nerviosa—. Creo que podré hacerlo sola.

Vi cómo ponía los ojos en blanco un segundo antes de girarse y entregarme unas hojitas de roble, aún verdes.

Me sentí ridícula, pero también aliviada con la vejiga vacía.

Mi ángel me tomó en brazos y me condujo de nuevo a la cabaña del diablo. Estaba roja de vergüenza. Nuestras miradas se encontraron un instante y puso una mano sobre mi frente. Con aquel gesto me hizo saber que el rubor me delataba. Mis mejillas se encendieron todavía más, si es que eso era posible.

Me pareció ver cómo se mordía el labio para ocultar una sonrisa.

Acomodada en el sofá, mientras el chico de la cabaña cocinaba, descubrí un librito enterrado entre los cojines.

Tenía un aspecto rústico encantador, como de libro viejo; sin embargo, la fecha de edición —2006— revelaba un pasado cercano y una voluntad de simular que era antiguo.
La vida secreta de las abejas
, leí. Por Álvaro Fuentes.

Por algún extraño motivo, me molestó descubrir que mi tío era el autor.

Antes de abrir sus páginas y leer un párrafo al azar, me sorprendí aspirando el agradable aroma que desprendía aquel guiso. Le había observado embobada mientras había cortado las verduras y despiezado un conejo. Lo había hecho con la misma elegancia de movimientos con la que tocaba el piano o se movía por la habitación.

En aquel momento fregaba unos platos en la pila y los ponía boca abajo sobre un trapo de cocina para que se secaran. Me maravilló la delicadeza con la que enjabonaba cada plato y lo aclaraba. Jamás una actividad tan rutinaria había captado de tal modo mi atención.

A pesar de la sencillez de aquella cabaña, excepto los libros —que se amontonaban en varios puntos— todo estaba perfectamente limpio y ordenado en su lugar.

Incluso su aspecto —pese a sus ropas desgastadas— era perfecto. Llevaba el pelo recogido en una coleta baja. Aquel peinado, que podía parecer de chica, lejos de afeminarlo, le confería un aspecto de lo más sexy.

Turbada por mis propios pensamientos, bajé la cabeza y leí en voz alta:

Las abejas tienen un sexto sentido que les hace detectar con exactitud el lugar donde hay dolor en el interior de nuestro cuerpo. Por eso, son ellas las que deciden picar si saben que ayudarán al paciente. Cuando lo hacen, saben con antelación que morirán. Por eso, solo dan su vida si detectan anomalías que ellas pueden curar. Nunca se equivocan.

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