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Authors: Esther Sanz

Tags: #Juvenil

El bosque de los corazones dormidos (8 page)

BOOK: El bosque de los corazones dormidos
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—Aquí ya son las tres de la tarde.

—En San Diego aún no ha amanecido —dijo con voz ronca.

—¿Estabas durmiendo?

—No, no, en realidad me pillas justo en… —se detuvo—. Estoy conduciendo.

—¿Estás de camino al insti? ¿Tan pronto? Tienes manos libres, ¿verdad? —Crucé los dedos para que así fuera. No estaba dispuesta a colgar tan pronto.

—Sí… Digo no… Es que no es un buen momento, Clara.

—¿No puedes hablar mientras vas conduciendo? —me quejé.

—Es que tengo que repostar y… la próxima gasolinera puede estar a más de cien kilómetros. Ya sabes cómo son aquí las distancias…

No, yo no sabía cómo eran allí las distancias… Jamás había estado en Estados Unidos. Todavía me sorprendía que Paula pudiera conducir recién cumplidos los diecisiete…

—Vaya —contesté algo decepcionada—. ¿Puedo llamarte en un rato?

—No, qué va, Clarita, hoy imposible. Tengo clase a primera hora y luego… uf, tengo un día complicado.

—Ya, claro. No importa. Hablamos otro día.

—Sí. Otro día. —Estaba a punto de colgar cuando la oí de nuevo al otro lado del teléfono—. ¿Ha pasado algo, Clara? Has dicho que tu tío está en el hospital.

—Nada importante. No te preocupes… —Mi voz sonó triste a mi pesar.

—Está bien. Tengo que colgar, Clara. Hablamos pronto… Te lo prometo. Ciao.

—Adiós, Paula.

Colgué con la sensación de haber perdido a una amiga. Aquella conversación de cinco minutos me había dejado frustrada y triste… ¿Cómo podía ser tan insensible? Me había despachado con una excusa absurda. A mí, que me había tragado rollos de tres horas sobre el último chico que le gustaba o sobre lo injusta que era su madre con ella.

Mi mejor amiga me había fallado justo cuando más la necesitaba. Solo una cosa podía consolarme en un momento como aquel. Miré el cambio, casi íntegro, de los cincuenta euros que me había reservado para la llamada y me pregunté dónde se encontraría el Zara más cercano.

Tal vez suene algo frívolo, pero después de un rato paseando por las calles comerciales de la ciudad, viendo escaparates, mi ánimo empezó a mejorar. No encontré mis tiendas habituales, básicamente Zara y Bershka —su ropa, moderna y asequible a mi bolsillo, siempre era una apuesta segura—, pero descubrí otras muy chulas en las que nunca me hubiera fijado. Entré en varias y me probé todo un surtido de vestidos, faldas, jerséis y pantalones. Hacía tiempo que no renovaba mi armario y tenía algunos ahorros. Podía comprarme varias prendas sin que ello afectara sustancialmente a mi economía; sin embargo, no acababa de decidirme.

Miré entusiasmada el montoncito que había apartado sobre la silla del probador mientras trataba de subirme la cremallera de un vestido. El espejo de cuerpo entero aplaudió mi elección. Aquel vestido corto, con lazo entallado en la cintura, me favorecía. Me recogí el pelo con las manos y me giré un poco para ver el efecto de su escote en la espalda. Era realmente bonito. El malva me sentaba bien. Estaba casi decidida a apartarlo cuando volví a mirar la selección que había hecho: eran faldas y vestidos finos. Todo muy bonito, pero nada útil para afrontar el frío invierno que me esperaba en la sierra.

Una nube negra se cirnió sobre mis pensamientos. ¿Qué estaba haciendo? ¿Para qué quería esa ropa? Y, lo más importante, ¿para quién me estaba poniendo guapa? ¿Para un fantasma que me había dejado una flor? Aquello no tenía sentido.

Renuncié a todo menos al vestido malva. Me convencí a mí misma recordándome algo que casi había olvidado: al día siguiente era mi cumpleaños. Tal vez no tuviera muchas ocasiones de lucirlo en medio del bosque, pero me merecía un capricho, aunque se tratara de una prenda inútil. Para compensarlo, me compré también varias medias gruesas, un gorrito de lana, unos guantes sin dedos y una bufanda a juego.

Hacía frío, así que me puse los complementos antes de salir de la tienda. Con mi nuevo kit de invierno y mi vestido bajo el brazo, en su bolsa de cartón, salí de allí mucho más contenta de lo que había entrado.

Todavía faltaba una hora hasta que saliera el autocar de regreso. Se me ocurrió aprovechar el tiempo en un cibercafé; así podría revisar mi correo y descargarme los apuntes de Ángela en mi pen drive.

Di varias vueltas por la ciudad hasta dar con un lugar realmente peculiar: era una cafetería con wifi. No conocía ninguna igual en Barcelona. Conservaba el encanto de las cafeterías antiguas, con cómodos sillones de piel, pero tenía elementos modernos, como varios portátiles distribuidos por mesitas redondas. Una vez dentro, me acomodé frente a un ordenador y me pedí una taza de chocolate caliente con melindros.

Hacía calor y el chocolate logró el efecto deseado. Al instante, mis mejillas y mi ánimo se encendieron.

Por desgracia, ese estado de placidez tardó poco en esfumarse. Un nuevo correo de Woodhouse había entrado en mi buzón con un terrorífico asunto:

«Tu muerte ya tiene fecha.»

Una lata bajo la lluvia

D
urante unos minutos me quedé petrificada frente a la pantalla, leyendo una y otra vez el asunto de aquel mensaje sin texto. Busqué el mail que había recibido unas semanas atrás. «Pronto estaré contigo. Y ese día tal vez desearás no haber nacido», decía en él. En aquel momento me pareció solo una broma pesada; pero después de los acontecimientos en la Dehesa y de esa nueva amenaza de muerte, no sabía qué pensar. Imprimí los dos mensajes y los guardé doblados en el fondo de la mochila. Tal vez no se tratara más que de una broma de mal gusto, pero era preferible tener todas las pruebas por si me veía obligada a denunciarlo a la policía.

«Tu muerte ya tiene fecha.»

Aquella frase me había dejado tan consternada, que perdí la noción del tiempo y solo reaccioné cuando apenas quedaban diez minutos para que partiera el último autobús de línea.

El autocar acababa de cerrar las puertas cuando me bajé del taxi y volé hacia él.

—¡Espere! —grité al tiempo que corría y hacía señas con la mano al conductor.

—Vamos a Burgos —dijo este al abrir la puerta.

—¿Para en Colmenar? —pregunté con la respiración entrecortada.

—Sube. Este autocar para en todos los pueblos de la provincia.

Subí apresuradamente los escalones y busqué un asiento con la mirada. Parecía completo. Enseguida comprendí que toda esa gente —estudiantes y trabajadores en su mayoría— regresaba a sus casas después de una jornada en la ciudad.

El motor tosió antes de arrancar de nuevo. Era un autocar pequeño y viejo. La tapicería gastada y los visillos verdes destilaban un aire rancio.

Divisé un sitio libre casi al fondo, junto a una chica que tenía la cabeza hundida entre las páginas de una revista. Puse la mochila y el abrigo doblado bajo el asiento y conservé conmigo la bolsa con el vestido nuevo.

Me dejé caer sobre el asiento y cerré los ojos de puro abatimiento. Pensé de nuevo en Woodhouse. No podía descifrar si aquello guardaba o no relación con mi fantasma, pero sabía que algo estaba a punto de suceder.

En cualquier caso, no quería permitirme más miedo y ansiedad. No podía luchar contra lo que no conocía. Mi destino estaba ligado a la Dehesa y estaba resuelta a enfrentarme a mi suerte, fuera cual fuese.

Intentaba relajarme con esos pensamientos cuando algo golpeó fuertemente mi rodilla. Abrí los ojos. Una mochila había cedido al vaivén del autocar aterrizando sobre mí desde el portaequipajes.

—Lo sien… —La chica del asiento de al lado se detuvo al verme—. Ah, eres tú…

—Sí, Berta… Y esta es tu mochila. —La alcé para que pudiera recogerla—. ¿Qué llevas aquí? ¿Piedras? ¡Ha estado a punto de matarme!

—La castigaré por ello… —se burló—. Siempre y cuando tú hagas lo mismo con tu bici. Recuerda que el otro día casi me atropella. Estamos empatadas.

—¿Empatadas? Yo soy la única que se ha hecho daño las dos veces…

—Si no fueras tan torpe y tan lechuguina… —dijo con ironía.

Ignoré su comentario e instintivamente me subí el pantalón para ver mi rodilla. Sentía un escozor punzante. La venda estaba un poco manchada de sangre.

Berta metió su cabeza.

—Ostras, ¿te hiciste eso al caerte de la bici?

—Sí —mentí—. Hoy he tenido que ir al hospital.

—¿En serio? —Su voz adquirió un tono de preocupación.

—Tiene muy mala pinta —seguí bromeando con voz seria—. La herida se ha infectado.

—¿De verdad? No me pareció un golpe tan fuerte.

—Han tenido que operarme. Y si no pueden parar la gangrena, es posible que…

Un segundo antes de darse cuenta de que le tomaba el pelo, la boca de Berta se abrió de par en par.

—… tengan que amputármela.

Berta miró traviesa la bolsa abierta que sostenía en mi regazo y sacó de ella el vestido malva de un tirón.

—En ese caso, este vestidito tan mono no te va a favorecer nada con tu pierna de madera. ¡Me lo quedo!

—Ni lo sueñes, ¡loba! —Alargué la mano y se lo arrebaté con un movimiento ágil.

Nuestras miradas se encontraron desafiantes unos segundos antes de estallar en una sonora carcajada.

Durante un buen rato, nos desternillamos de risa. Estábamos al borde de las lágrimas, como dos buenas amigas, cuando una señora con cara de vinagre nos hizo un gesto para que nos calláramos.

—Tu vestido mola —dijo finalmente Berta recuperando el aliento y bajando la voz.

—Es bonito, ¿verdad? —sonreí—. Me alegra que te guste.

—Bueno, no es lo más aconsejable para un pueblo de montaña, pero seguro que encontrarás mil ocasiones en Barcelona para lucirlo.

—Creo que para entonces ya habrá pasado de moda —reconocí—. Pienso quedarme aquí una buena temporada.

Después de tanta cháchara, desvié la mirada hacia el exterior. No me había dado cuenta de que estaba lloviendo. Las gotas chocaban contra el cristal emborronando el paisaje tras la ventanilla. Era imposible enfocar la vista al otro lado sin sentir cierto mareo.

Berta me observó con curiosidad antes de volver a admirar el vestido.

—Hay que reconocer que tienes buen gusto… Y también una gran habilidad para atraer desgracias. Me parece increíble que te hayas golpeado dos veces en el mismo sitio.

—Tres. Esta es la tercera vez que me hago daño en la rodilla.

—¿Qué te pasó la segunda?

—Uf, es una larga historia —contesté recordando el episodio del desván.

—Tienes una hora larga para explicármela —dijo mirando el reloj con cara de fastidio.

—¿Tanto tarda este autocar? Esta mañana he hecho el mismo recorrido en apenas veinte minutos.

—Cogiste el directo de las diez, que es más rápido y no hace paradas. Esta lata, en cambio, para en todos los pueblecitos.

Miré a Berta abiertamente. Era guapa y tenía una cara amable cuando sonreía, pero sus ojos me parecieron inquietantes. Los recordaba verdes de nuestro primer encuentro y ahora, en cambio, eran de un intenso y clarísimo azul.

—Tus ojos… cambian de color —musité.

—Son azul-verdosos, pero varían según mi estado de ánimo. ¿De qué color están ahora?

—Azules.

La miré perpleja.

—Entonces no tienes nada que temer… Ahora soy una loba pacífica. Cuéntame qué te pasó la segunda vez en la rodilla.

La nueva Berta, la de los ojos azules, me caía bien. Me inspiraba confianza. Le expliqué cómo me había caído al intentar salir del desván tras quedarme encerrada. Me miró admirada antes de preguntar:

—¿Cómo puedes vivir allí? ¿No te sientes muy sola?

—Sí —confesé—. Aunque es difícil sentirse sola cuando no se tiene a nadie en este mundo a quien echar de menos.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Mi madre y mi abuela murieron hace unos meses… Ahora solo me queda un tío gruñón al que ni siquiera caigo bien.

—Álvaro es un hombre arisco, pero tiene buen fondo. Debes darle tiempo. Ha sanado a mucha gente del pueblo con su método. En Colmenar todo el mundo le quiere y le respeta por eso.

—¿Qué método? —pregunté llena de curiosidad.

—¿De verdad no lo sabes?

Negué con la cabeza.

—Apiterapia. Tu tío utiliza el veneno de las abejas para curar enfermedades. Es un crack.

En aquel momento, las palabras del joven médico sobre mi tío cobraron sentido.

—No tenía ni idea —reconocí.

—Es un poco gruñón, pero ¿quién no lo es aquí? Este maldito tiempo nos vuelve a todos un poco lunáticos —bromeó dándome un codazo.

Berta abrió una bolsita de caramelos de regaliz y me ofreció uno. Lo saboreé gustosa.

—Hay alguien en Colmenar que no es así… —reflexioné en voz alta.

—Gracias. Me sorprende que pienses eso de mí después de cómo te he tratado…

—Me refería a Braulio —reí—. Él siempre es amable.

—Tienes razón. Es el único tío en todo el pueblo que merece la pena.

—Parece que lo conoces bien…

—Tranquila, tienes el camino libre.

Negué con la cabeza ante su insinuación.

—Entre Braulio y yo hubo algo… —continuó Berta—, pero no funcionó. Yo soy como un animal salvaje. Necesito espacio para correr y aire para respirar.

Entendí muy bien a lo que Berta se refería. Braulio era un chico encantador… pero, a veces, su amabilidad y sus atenciones podían resultar algo cargantes.

Miré por la ventana. A las seis de la tarde ya era noche cerrada. La oscuridad exterior se teñía con la luz amarillenta de las farolas cuando el autocar se adentraba en algún pueblo. Cada vez que hacía una parada, Berta me explicaba alguna curiosidad de él. Me prometí hacer una ruta turística cuando hiciera mejor tiempo y los días se alargaran.

—¿Qué les pasó? —me preguntó Berta después de un silencio.

—¿A quiénes?

—A tu madre y a tu abuela.

Tomé aire antes de empezar a hablar.

—Mi madre tenía una salud débil. Desde que tengo uso de razón, siempre había pasado largas temporadas ingresada en sanatorios. A veces estaba tan sedada, que ni si quiera me reconocía. Cuando estaba bien era una madre guay. Nos divertíamos juntas…

Me pareció sorprendente lo que un trayecto de autocar estaba consiguiendo. No abría mi corazón fácilmente a cualquiera; incluso con Paula evitaba esos temas tan dolorosos…

—Se suicidó —continué—. Su muerte era algo para lo que estaba preparada; llevaba años muy delicada. Mi abuela solía decir que era un ser del cielo y que tarde o temprano nos dejaría… Pero nunca imaginé que sería de aquella manera. La encontramos en la cama con un bote de somníferos vacío en la mano.

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