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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El bosque de los susurros (20 page)

BOOK: El bosque de los susurros
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—¡No quiero oír hablar de ello!

Lirio volvió a sorber aire por la nariz.

—No tienes por qué estar enamorado de mí.

—No es eso... —Gaviota alzó los puños hacia el suelo del carro. Las palabras parecían tan inútiles que sintió un repentino deseo de agujerear los tablones de roble a puñetazos—. Escucha, cariño...

Un alarido rasgó el silencio de la noche.

Gaviota rodó sobre sí mismo hasta salir de debajo del carro, con el hacha de doble filo en la mano.

Un hombre estaba gritando. Era Oles.

Gaviota vio la sucia blancura de su chaquetón de piel de oveja en la negra noche al otro lado de la hoguera en la que ya sólo quedaban encendidas las ascuas. La prenda parecía aletear por encima del suelo, como un cisne que se dispone a emprender el vuelo. Oles, que siempre era lento y perezoso, estaba corriendo más deprisa de lo que Gaviota hubiera visto correr jamás a hombre alguno, todavía más deprisa que cuando la cocinera llamaba a comer. Iba armado con una espada en el cinto y una ballesta en la mano, pero parecía haberse olvidado de las armas. Oles corría desesperadamente sin dejar de gritar ni un solo instante, una larga nota quejumbrosa en la que no se percibía respiración alguna.

—¿Qué ocurre? —gritó Gaviota, aferrando su hacha con más fuerza. El terror era contagioso, especialmente en las profundidades de la noche—. ¿Qué te persigue?

Y entonces Gaviota lo vio.

Una hilera de muertos vivientes avanzaba hacia los carros formando una línea serpenteante.

* * *

Parecían troncos de álamo ambulantes, tan blancas y rígidas eran aquellas criaturas, aquellos seres que llevaban mucho tiempo muertos.

Avanzaban con paso tambaleante sobre el suelo lleno de agujeros y pequeñas cañadas, tropezando entre ellos, rebotando, dando media vuelta sobre sus talones y volviendo a avanzar. Las cabezas eran casi todas calvas o les faltaba alguna parte de la piel, con lo que el hueso desnudo relucía débilmente bajo la luz de la luna. Los rostros se habían secado hasta convertirse en cuero, y la carne se había tensado alrededor de los ojos hasta dejarlos medio cerrados y rodeados de arrugas. Las bocas estaban entreabiertas, como si lamentaran la injusticia que suponía haber sido arrancadas de la tumba. Las criaturas iban envueltas en sudarios fúnebres, o en harapos desgarrados por las ratas, o en nada.

Todas avanzaban —despacio y con torpeza, pero llenas de decisión— hacia el círculo de carros, medio centenar de siluetas o más entrevistas en la penumbra. Lo más horrible de todo era que no producían absolutamente ningún ruido salvo aquellos roces y crujidos ahogados.

Gaviota, sudoroso y con los ojos desorbitados, intentó pensar. Aquellos seres se movían tan despacio que la amenaza que representaban era muy pequeña. Apenas podían levantar los brazos, pero tampoco resultaban nada fáciles de detener, pues ya estaban muertos. Uno de ellos llevaba el dardo de la ballesta de Oles atravesándole el pecho.

—¡Dioses de Urza! —chilló Lirio—. ¡Son zombis dañinos de Escatia!

El leñador no tenía tiempo para preguntarse dónde había aprendido la bailarina tantas cosas sobre los zombis y de dónde venían, suponiendo que Escatia fuese un lugar. El campamento ya estaba despierto, y la gente salía a toda prisa de los carros. Una bailarina lanzó un chillido tan penetrante que Gaviota sintió una punzada de dolor en los oídos.

—¡Ya empezamos otra vez! —gruñó Kem mientras tensaba una ballesta que colgaba de un estribo—. ¡Necesito otro empleo!

—¡Escondeos! —chilló una muchacha—. ¡Buscad algún refugio! ¡Liante nos protegerá!

—¡Liante nos ha metido en esto! —replicó secamente Chad mientras se pasaba su camisa de cuadros por la cabeza.

—¡Ni lo sueñes, idiota! —gritó Morven, sacando a rastras a Oles del carro de los hombres—. ¡Te vas a quedar aquí, y lucharás con nosotros!

—¡Levanta, Stiggur! —gritó la voz de Felda dentro del carro de los suministros—. ¡Arriba, bobo! ¡Nos están atacando!

—¡Avivad el fuego! —aulló Knoton desde dentro del carro—. ¡Liante lo ordena!

Gaviota había encontrado trabajo que hacer. Agarró varios haces de ramas, partió los extremos y miró a su alrededor, buscando alguna lona o unos cuantos trapos con los que convertirlos en antorchas. Todos los seres vivos temían al fuego, y tal vez los muertos le tuvieran miedo también.

Hubo más chillidos y gritos, pero los relinchos de los caballos volvieron a aturdirles una vez más antes de que fuese posible imponer algo de cordura.

Las recuas no estaban muy lejos, como de costumbre, y les habían unido las patas para que pudieran pasar la noche pastando sin alejarse. Pero había algo entre ellas. Gaviota oyó gruñidos muy parecidos a los de un lobo, pero más ásperos y graves, y una tos que no podía haber sido lanzada por ninguna de las criaturas que conocía.

El leñador metió la mano debajo de su carro para coger su arco y su aljaba y se encontró con las manos llenas de armas. Gaviota arrojó su hacha a Lirio, a quien se le cayó apenas la hubo recibido. El leñador puso una flecha en el arco y lo apuntó hacia las recuas, todavía sin saber qué las había atacado.

Chad cruzó corriendo el círculo viniendo de la dirección opuesta a aquella por la que se aproximaban los zombis, soltó un juramento y apoyó su ballesta encima de un pescante. El arma entró en acción con un ruidoso twangtunk y un dardo siseante hendió el aire. Empujado por Morven, Oles ocupó torpemente otra posición de disparo y lanzó un segundo dardo. Una mula chilló.

—¡Procura calmarte un poco, idiota! —aulló Gaviota—. ¡Ten cuidado, y mira hacia donde disparas!

Maldiciendo a los dioses, a sí mismo y a todo lo que había entremedio, el leñador tomó puntería a lo largo de su arco buscando un objetivo.

La tierra era un manto negro tachonado de plata: la luz de la luna desparramándose sobre el verdor de la primavera. Los caballos blancos y ruanos aparecían como fantasmas borrosos, pero las mulas de pelaje más oscuro resultaban casi invisibles entre las masas negras de los troncos quemados. ¿Qué estaba...?

Allí. Algo tan grande como los caballos y de un color leonado saltó entre las recuas atadas. Los cuerpos de los caballos impidieron que Gaviota viese lo que era, pero un instante después vio cómo una cabeza amarilla coronada por un pelaje amarillo subía y bajaba velozmente. Después vio otras dos cabezas desprovistas de melena. Una jaca marrón logró romper su atadura y huyó al galope. Apenas había dado tres pasos cuando un par de siluetas gemelas de color leonado aparecieron junto a ella y desgarraron los flancos de la jaca con largas garras. La sangre voló por los aires y la jaca se tambaleó.

«Son unos gatos enormes», comprendió Gaviota. Eran gatos monteses gigantes, todos de un color arena, y los que tenían melena eran los machos.

Y estaban matando a sus animales.

Gaviota vio todo aquello en cuestión de segundos y se dio cuenta de que un macho muy peludo perseguía a una yegua blanca, y un instante después apuntó su arco un poco por detrás del hombro del gran gato y disparó. La flecha salió despedida, acompañada por el golpe de la fina cuerda de lino en la muñeca de Gaviota.

El gigantesco macho se estremeció y aflojó su presa sobre la yegua. La jaca marrón relinchó a lo lejos, y Gaviota volvió frenéticamente la cabeza de un lado a otro intentando divisarla.

Sus oídos acostumbrados a identificar los sonidos de las caballerías captaron un retumbar de pezuñas, pero venía de la otra dirección y sonaba cerca de los zombis.

Eran caballos que galopaban en una carga sincronizada.

Caballería.

Por el Trono de Hueso, ¿de dónde habían salido aquellas cosas?

Y un instante después Gaviota lo supo, y soltó un torrente de feroces maldiciones.

—¡Es otro condenado duelo de hechiceros!

_____ 10 _____

Gaviota tenía dos obligaciones en la vida: cuidar de su hermana y cuidar de sus animales.

El leñador deslizó su arco por encima de un hombro desnudo, arrancó su hacha de la mano de Lirio y subió de un salto al pescante del carro de los suministros. Su cabeza casi chocó con la de Mangas Verdes, que aún estaba medio dormida e intentaba apartar la cortina. Gaviota le puso la palma de la mano sobre la coronilla y la metió dentro del carro de un empujón.

—¡No salgas de ahí!

La aspereza del tono que había empleado con su hermana bastó para surtir efecto incluso sobre el cerebro aturdido por el sueño de la joven.

Después Gaviota bajó de un salto del carro y fue corriendo hacia los otros seres vivos de los que tenía que cuidar.

Los grandes gatos —Chad los había llamado leones— habían derribado a la jaca marrón. El continuo fluir de la luz lunar y las sombras dificultaba considerablemente la visión, pero Gaviota pensó que le habían cortado los tendones o le habían roto la espalda. La jaca lanzaba agudos relinchos de terror mientras yacía en el suelo. Con una presa segura, las leonas volvieron a lanzarse a la cacería. Estaba claro que dejarían inmovilizadas a media docena antes de alimentarse, de la misma forma que un zorro sembraba la destrucción en un gallinero antes de marcharse a su madriguera con una gallina.

Los gatos se desplegaron en una formación de tres cuartos de círculo. El movimiento de pinzas obligó a las recuas a retroceder hacia un risco de granito, llevándolas hasta una especie de aprisco temporal. Gaviota se dio cuenta de ello. Aquellos leones eran muy astutos.

Entonces se acordó de otra cosa. Proteger a las recuas durante un duelo de hechiceros había sido la causa de que el jefe de caravana anterior de Liante acabase muerto.

Había ocho o nueve animales esparcidos por entre los troncos calcinados. Un macho enorme con una gran melena negra había quedado fuera del combate, pues estaba corriendo en círculos mientras daba mordiscos al aire y agitaba una zarpa en un intento de quitarse la flecha que se había alojado detrás de su hombro. Allí había dos machos más, jóvenes y delgados, y cinco o seis hembras de cuerpo largo y esbelto. Por lo que sabía de los felinos, Gaviota supuso que aquellas leonas eran las más peligrosas.

Todos estaban preparados para caer sobre sus animales como una piara de cerdos sobre un campo de maíz.

«No cometas ninguna imprudencia —se dijo—. Dispara antes. Acércate sólo si es necesario.»

El leñador se detuvo con un resoplido y colocó una flecha en su arco. Aquellos seres probablemente tenían el cráneo tan duro como los bueyes, por lo que un disparo en la cabeza produciría muy poco efecto. Gaviota tomó puntería bajo la ondulante claridad lunar, como si estuviera intentando disparar a través del agua, y enfiló la punta de la flecha hacia el estómago de una hembra y la lanzó. Oyó un tuk cuando la flecha se hundió en ella. La leona saltó, sobresaltada, y después giró sobre sí misma, bufando y gruñendo. Gaviota oyó partirse el astil de la flecha.

El leñador pensó que con aquel ya iban dos disparos en el corazón de aquellos leones, y ninguno de los dos había muerto todavía. Resultaban muy difíciles de matar.

Y muy fáciles de enfurecer.

El macho herido, viejo y sabio, había comprendido la conexión existente entre aquellos aguijonazos y el hombre del arma. El león rugió, giró sobre sí mismo y atacó al leñador.

Gaviota se quedó boquiabierto. Aquel animal venía hacia él mucho más deprisa que un caballo, casi volando con grandes saltos tan largos como su cuerpo.

El leñador nunca podría correr más que el león, y ni siquiera podría buscar protección detrás de un árbol.

Gaviota dejó caer su arco, empuñó su pesada hacha de doble filo y la alzó.

Justo a tiempo.

El león dorado ocupó todo su campo visual. Gaviota calculó el momento más adecuado, hizo girar el hacha con todas sus fuerzas y una maldición, y rezó para no fallar el golpe.

Aunque tal vez hubiese debido rezar pidiendo no dar en el blanco...

El hacha y aquel cráneo tan duro chocaron con un horrible crujido. Era como golpear una roca. Gaviota pudo ver cómo el largo filo entraba en la frente del león, su ojo y su hocico, desgarrando la piel y el pelaje antes de quedar libre de nuevo. La sacudida del impacto onduló a través del brazo de Gaviota, dejándoselo entumecido hasta el sobaco.

Y no frenó a la bestia en lo más mínimo.

El león cayó sobre él con una fuerza tan irresistible como la de una avalancha. Hubo tantos golpes y tan veloces que Gaviota ni siquiera pudo empezar a contarlos, y todos le dejaron sin aliento e hicieron que diese vueltas como una peonza.

Una zarpa tan grande como un plato chocó contra él dándole media vuelta, y abriendo su hombro con un trío de garras afiladas como navajas de afeitar. Sólo su aljaba de grueso cuero llena de flechas le salvó de perder carne, y aun así ésta quedó limpiamente arrancada de su espalda. La enorme cabeza ensangrentada se incrustó en la suya. Unas mandíbulas erizadas de bigotes le despellejaron la frente. Un pecho grande como un tonel hizo que Gaviota cayera al suelo. Una nube pestilente de hedor a gato y amoníaco le provocó un acceso de náuseas.

Gaviota se hizo una bola, aferrando desesperadamente su hacha —su única esperanza— mientras rebotaba sobre el suelo a dos metros de distancia. Una pata de atrás golpeó su trasero cuando el león voló por encima de él. Los golpes gemelos le cortaron la respiración, y Gaviota jadeó intentando tragar aire. Se frotó el pecho y descubrió que estaba mojado y pegajoso.

El porqué la bestia no había hundido sus garras dejándole clavado en el suelo era un misterio para Gaviota, a no ser que estuviera aturdida por el golpe en la cabeza. Lo único que sabía era que seguía vivo.

Durante unos momentos, por lo menos.

El leñador giró sobre sus talones, resoplando y tosiendo, y se preparó para enfrentarse al próximo ataque.

Cuando aterrizó, el león hizo temblar el suelo a pesar de que cayó sobre sus almohadillas aterciopeladas. Se dio la vuelta, gruñendo, y Gaviota alzó su hacha cubierta de sangre. La sangre brotaba de la frente de la bestia, y un trozo de piel colgaba encima del ojo hendido. Aun así, Gaviota sabía que las heridas en la cabeza sangraban muchísimo, pero que rara vez mataban a nadie. Lo mismo debía de ocurrir con un león.

Gaviota se fue deslizando hacia el lado ciego del león, cojeando sobre la rodilla lisiada que había conseguido lesionarse todavía más, no sabía muy bien cómo. La bestia tosió como si estuviera escupiendo una bola de pelos. Probablemente estaba acumulando aliento para otra embestida.

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