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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El bosque de los susurros (5 page)

BOOK: El bosque de los susurros
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En un repentino destello de intuición, Gaviota comprendió algo de la magia: el hechicero no se había limitado a conjurar el muro de espinos, sino que en realidad había transportado un gran pedazo de tierra cubierta de espinos desde algún lugar lejano hasta allí. Una parte de otra aldea, de otro valle, había sido súbitamente incrustada en el suyo. Ésa era la razón por la que había surgido una grieta allí donde el suelo negro del valle de Gaviota se encontraba con el suelo rojo del muro de espinos. ¡Qué poder controlaban aquellos hechiceros!

Incluido el poder de hacer que la tierra se moviese.

Gaviota no podía hacer nada, salvo agarrarse tan desesperadamente como una mosca a una bosta de vaca. Miró a su alrededor en busca de algo sólido, pero incluso el cielo se estremecía..., o tal vez fuese que los ojos de Gaviota estaban moviéndose dentro de sus cuencas.

El crujido de las vigas de las casas que se partían y el repiqueteo de las tejas de los techos cayendo sobre la piedra se impusieron a aquel rugido primigenio. El leñador reconoció los sonidos: las vigas se estaban rompiendo, las piedras se quejaban, y las tejas de los techos se hacían añicos como si fuesen de cristal.

Después todo quedó en silencio.

Un par de temblores hicieron ondular el suelo, pero eso fue todo.

Gaviota se levantó, pero tuvo que apretarse los muslos con las manos. Sus piernas temblaban tan violentamente como si el terremoto todavía estuviera metido dentro de sus huesos.

Miró a su alrededor para averiguar qué tal le había ido a la aldea, y qué daños había sufrido.

Pero la aldea había desaparecido.

* * *

De treinta casitas esparcidas por el valle, sólo quedaban en pie dos o tres. Algunas viviendas hechas de madera habían perdido el techo, que se había derrumbado sobre los muros. Pero la gran mayoría se habían convertido en montones de escombros donde la piedra, la madera y las techumbres de paja formaban una sola masa indistinguible. Los muretes de roca estaban dispersos por los huertos, senderos y patios de entrada. Había grietas por todas partes, algunas de un palmo de anchura y otras lo suficientemente largas y profundas para engullir a una vaca. Incluso el arroyo había desaparecido, y la corriente de agua se había secado hasta reducirse a un hilillo. El terremoto debía de haber afectado al cauce en algún lugar al norte del risco..., y estaba claro que el agua pronto iba a hacerles mucha falta. Los fuegos para cocinar dispersados por los cascotes ya habían hecho que muchas casas empezaran a echar humo, y después se habían extendido al ser avivados por una brisa que cada vez soplaba con más fuerza.

Risco Blanco, el hogar del leñador, ya no existía.

Gaviota, dominado por una rabia impotente que le quemaba por dentro, aferró el mango de su hacha con tanta fuerza que debería haberse roto. Los hechiceros habían hecho todo aquello, destruyendo su hogar en su insensata batalla.

—¡Prometo por mi honor que mataré a cualquier hechicero con el que me encuentre, sin pausa y sin compasión! —juró, alzando su herramienta convertida en arma—. ¿Me habéis oído, bastardos mercenarios?

Y como en respuesta a sus palabras, el relámpago hendió el cielo y dispersó sus púas amarillentas por todos los puntos de la rosa de los vientos. La lluvia cayó de las alturas, y las gotas chocaron con la tierra destruida para marcarla con su frío y duro impacto.

Pero la batalla aún no había terminado.

* * *

Gaviota oyó un estrépito espantoso a través de un agujero en el muro de espinos, que se encontraba en un estado tan lamentable como todo lo demás. Perplejo y aturdido, el leñador se dio la vuelta e intentó ver algo a través del manto ondulante de la lluvia.

El gigante de dos cabezas se había encontrado con algo tan grande como él: la bestia mecánica. La lluvia había empapado las ropas del gigante y creaba riachuelos de óxido que se deslizaban sobre los flancos de hierro del artefacto. El gigante, blandiendo un garrote en cada mano, golpeó al monstruo de madera y planchas de hierro como si estuviera separando la paja del grano en un henar. La bestia ignoró los golpes, o no los sintió. Carente de armas ofensivas, lo único que podía hacer era avanzar hacia el gigante y embestirle con su enorme y angulosa cabeza. La bestia mecánica incrustó su hocico en el estómago del gigante, cubierto por velas de muchos colores unidas mediante torpes puntadas, y empujó. Con sólo dos piernas para oponer a cuatro patas, el gigante fue cediendo terreno, el ceño fruncido en las dos cabezas y sin dejar de asestar golpes ni un solo instante. Destrozó una oreja de madera que sobresalía del cráneo de la bestia mecánica y partió por la mitad una viga de su columna vertebral, pero consiguió causar muy pocos daños aparte de eso. La bestia mecánica siguió empujando y empujando, con sus cuatro patas chirriando y tensándose y los engranajes internos zumbando, y el gigante fue impulsado lenta pero implacablemente hacia el Bosque de los Susurros. Cada golpe de un garrote sobre los flancos de hierro resonaba tan ruidosamente como un gong.

Y entonces el torpe gigante resbaló al pisar barro o hierba mojada. Perdió el equilibrio y se desplomó pesadamente. La bestia mecánica pasó por encima de él como si no se diera cuenta que estaba allí, y sus pesados cascos de madera machacaron al coloso caído. El gigante intentó levantarse y se agarró a una pata justo por encima de la pezuña, muy cerca de una complicada articulación. Tiró de ella e intentó salir de debajo de la bestia mecánica, pero la articulación se rompió y la pata se desprendió del cuerpo.

Gaviota, fascinado, contempló cómo la bestia mecánica acababa de pasar por encima del gigante y se alejaba ruidosamente sobre las tres patas que le quedaban. La criatura sin mente describió un vasto círculo, como si fuese una gallina decapitada. El gigante, con un pie atrapado en una hendidura del terreno, seguía haciendo vanos intentos de levantarse.

Un instante después fue atacado por un dragón de seis cabezas que surgió de la lluvia en la que había estado oculto hasta entonces.

El leñador dio un respingo y fue hacia un montón de cascotes en busca de refugio, actuando de manera automática y sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. El dragón era de un color tan gris como si estuviese hecho de piedra. Su cuerpo era enorme y gordo y tenía unas pezuñas parecidas a las de las aves acuáticas, y no era demasiado veloz. Gaviota siempre había oído decir que los dragones eran llamados gusanos, o incluso serpientes, porque tenían cuerpos largos y sinuosos. Y sólo tenían una cabeza.

Un instante después se acordó de una vieja historia: Diente de Corteza Barba de Guerra había luchado con una criatura que tenía muchas cabezas, una hidra.

Por gorda y lenta que fuese, aquella bestia seguía siendo tan letal como tres pitones juntas. El gigante atrapado tuvo tiempo de lanzar un grito antes de que una boca llena de colmillos atacara. Una mano colosal desapareció dentro de las fauces de la hidra. El gigante aulló con sus dos bocas. Otra cabeza hundió sus colmillos en una muñeca. Otra mordió más arriba, en el bíceps. El indefenso gigante atrapado volvió a aullar mientras sus brazos eran hechos pedazos.

Gaviota se estremeció. Sentía pena por el gigante, pues no podía percibir ninguna malevolencia en él. Cualquier criatura tan estúpida era evidentemente incapaz de albergar mucho odio dentro de su corazón. Aun así, el gigante había accedido a luchar por un hechicero y no tardaría en morir, aniquilado por otro monstruo conjurado mediante la magia.

La lluvia arreció, y los combatientes quedaron ocultos por la espesa cortina de agua. Gaviota se dio la vuelta e intentó ver algo. Tenía sus propios problemas. ¿Cómo iba a encontrar a su hermana? ¿Cómo ayudaría a esos aldeanos con los que había compartido toda su vida, y que acababan de quedarse sin aldea?

Una terrible desesperación se fue adueñando de él, oprimiéndole con un peso tan grande como si un yugo de piedra hubiera caído repentinamente sobre sus hombros. Le faltó muy poco para preguntarse por qué debía molestarse en hacer algo. Con la aldea borrada de la existencia, ¿qué razón podía haber para preocuparse por los aldeanos? Pero Gaviota se negó a dejarse sumergir por aquella marea negra de abatimiento y echó a andar. Encontrar a su hermana... Sí, con eso ya tenía más que suficiente para mantenerse ocupado por el momento.

—¡Mangas Verdes! —le gritó a la oscuridad y la lluvia—. ¿Dónde estás, Mangas Verdes?

El silbido y el repiqueteo de la lluvia cantaron en sus oídos.

—¡Mangas Verdeeeeees!

—¡Aquí! ¡Estoy aquí!

Gaviota quedó tan sorprendido que se detuvo. ¿Cómo? Su hermana no podía hablar.

Rodeó las ruinas de una casa, cojeando —su rodilla había sufrido dos golpes, y además también estaba la lluvia— y tropezando a cada momento...

... para darse de narices con un grupo de soldados.

_____ 3 _____

—¡Sabemos que tenéis muchas riquezas ocultas! ¡Sacadlas de donde las hayáis escondido o comeréis un bocado de frío acero! ¡Venga, hacedlo!

Gaviota avanzó cautelosamente alrededor de un establo, aferrando su látigo empapado y su hacha resbaladiza por la lluvia. ¿Quién había gritado? ¿Quién estaba gritando?

Miró por el agujero que había dejado un nudo de la madera al saltar, y lo vio.

Otra moraleja de las viejas historias era que los soldados eran codiciosos. Aquellos no eran ninguna excepción. Media docena de soldados habían reunido a unos veinte aldeanos a punta de espada, y los habían hecho avanzar por entre las ruinas. La lluvia estaba ribeteando de óxido sus escamas plateadas y hacía que los pelos rojos de las plumas que adornaban sus cascos se pegaran entre sí formando masas empapadas. Los soldados daban golpes y repartían pinchazos con la punta de sus espadas mientras gritaban ásperas órdenes.

—¡Sacad vuestras fortunas de donde las hayáis enterrado y no os haremos ningún daño! ¡Desobedecednos y ya sabéis lo que obtendréis a cambio! ¡Vamos, vamos!

Un soldado que lucía bordados de oro en los hombros pinchó a Foca en la espalda con una espada que la lluvia ya había empezado a oxidar. Foca era un hombretón de estómago prominente, un matón perezoso que había sido enemigo de Gaviota durante toda su vida. Pero ver cómo era amenazado por unos desconocidos hizo que Gaviota pensara en él como un hermano.

Y también había más aldeanos. La familia de Gaviota estaba allí: Agridulce, su madre, y Oso Pardo, su padre encorvado y encogido sobre sí mismo; sus hermanas Lluvia, Ala de Ángel y Amapola; sus hermanos León y Cachorro... Pero ¿dónde estaba Gavilán? ¿Y dónde estaba Mangas Verdes?

Con sus enemigos muertos, los implacables mercenarios se habían lanzado al saqueo. Sabían que los aldeanos enterraban sus escasas monedas, normalmente en los alrededores de sus casas, pero a veces dentro de la misma casa. Matarían a unos cuantos y harían que el resto empezara a cavar.

El leñador se devanó los sesos pensando en qué podía hacer..., y de repente saltó tan alto que faltó poco para que se golpease la cabeza con una viga del granero. Alguien acababa de tocarle la muñeca.

Era Gavilán.

El muchacho sonrió nerviosamente a su hermano mayor. Gavilán había heredado el travieso sentido del humor de su madre, y su misma y contagiosa sonrisa. Su cabellera pelirroja estaba pegada al cráneo por la lluvia, y aún había hilillos de agua deslizándose sobre su pecosa nariz quemada por el sol.

—¿Por qué te estás escondiendo, Gaviota? —preguntó—. ¿Es que no vas a acabar con ellos?

El leñador hubiese podido dejar un arma en el suelo, pero lo que hizo fue rodear la cabeza del muchacho con un enorme brazo y atraerlo hacia él.

—¡Calla y no hagas ruido, bobo! ¡Necesitamos un plan!

—¿Cómo? —El muchacho se retorció para poder mirar por una grieta entre dos tablones—. ¿No podemos limitarnos a atacar? ¡Yo también tengo un arma!

Gavilán alzó un clavo oxidado, uno de los que habían lanzado los trasgos.

Gaviota casi suspiró. El niño tenía once años, y ya estaba dispuesto a enfrentarse al mundo entero. Gaviota no podía condenarle y tampoco podía condenar su entusiasmo, pero tenía que protegerle y cuidar de él.

—Escucha, Gavilán: coge esa vara puntiaguda que usan para empujar a los cerdos, da un rodeo y vuelve por el otro lado. Yo atacaré desde aquí, y tú puedes ser la reserva. Quizá consigas pillar desprevenido a algún soldado acercándote por detrás y... ¡Oh, oh!

Gaviota había vuelto a mirar por el agujero, y vio que un soldado agarraba repentinamente por los cabellos a un chico llamado Ardilla. Después el soldado colocó el filo de su espada sobre la frente del chico.

—¡Quiero vuestra plata, o el chico perderá su cuero cabelludo! —aulló.

Ardilla gritó mientras el soldado empezaba a usar la espada como si fuese una sierra. La piel se separó en una línea escarlata. La lluvia empujó sangre hacia los ojos cerrados del chico. Una madre chilló.

Foca, que normalmente era un cobarde, dio un paso hacia adelante para defender a su hijo. Pero un soldado pinchó el gordo estómago de Foca con la punta de su espada, y se rió cuando le vio dar un respingo. Febrilla, la esposa de Foca, protestó, y el soldado la golpeó con el plano de la hoja. Otro soldado alzó su espada.

—¡Matemos a unos cuantos! Eso hará que los otros despierten de una vez...

Gaviota masculló una maldición.

—¡Muévete, Gavilán! ¡Haz lo que te he dicho y ve por detrás! —El leñador empujó a su hermano, que echó a correr a lo largo del granero. Después Gaviota atacó por el otro lado, haciendo girar velozmente su hacha detrás de él—. ¡Uníos a mí! ¡Armaos! ¡Yaaaaaahhhhh!

* * *

Tal como había esperado, su repentino ataque dejó perplejos a los soldados, con el resultado de que unos cuantos de ellos no hicieron nada. Pero los veteranos se movieron con la velocidad del rayo. Cuatro de ellos se agruparon, poniéndose espalda contra espalda, y se colocaron detrás de los aldeanos para determinar la fuente de la amenaza.

El joven soldado que mantenía inmovilizado a Ardilla titubeó y se llevó una mano al escudo que colgaba de su espalda. Gaviota, con toda su robusta masa goteando agua, siguió adelante sin dejar de gritar hasta encontrarse lo bastante cerca para poder atacar, y golpeó. El asesino alzó su espada cuando ya era demasiado tarde, y toda la potencia del hacha que Gaviota usaba para cortar troncos le dio de lleno debajo de la axila. El terrible impacto hizo que saliera despedido un metro hacia un lado, y el soldado gimió y se dobló sobre la hoja. Después se derrumbó, con el corazón parado, y resbaló por encima del hacha hasta caer al suelo.

BOOK: El bosque de los susurros
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