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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero de Solamnia (17 page)

BOOK: El caballero de Solamnia
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—Pero, Sir Bayard... —comencé a decir.

—No se trata de luchar —interrumpió Brithelm—. Ni tampoco de hacer uso de la impostura —pronunció con voz recia y emocionada—. Estáis equivocados. Se trata de criaturas inocentes, en las que se puede confiar y son totalmente inofensivas.

Se puso en pie y se dirigió con los brazos abiertos hacia donde estaban los sátiros.

Nosotros nos levantamos de un salto. Agion y Bayard siguieron a mi confiado hermano, prestas la guadaña y la espada. Yo empecé a seguirlos y desenvainé la espada con recelo.

Fue entonces cuando lo sentí, ese apretón que me heló la sangre y que inmovilizó mis pies, como si me tragara la tierra, como ocurre al viajero inadvertido que entra a los cenagales del pantano.

En el hombro sentí las uñas de sus patas. Sentí el suave batir de las plumas, pude oler a carne y a marga y el indiscutible tufo a podredumbre y volví a oír la voz, la misma voz, que no había cambiado desde aquella noche en la biblioteca.

—Sígueme, pequeño —susurró—. Tienes que hacer el primer pago de tu deuda.

Las alas batieron en mi oreja, el peso sobre el hombro desapareció.

De momento no parecía quedar otra posibilidad. Como se me ordenó, salí del sendero y me dirigí hacia las charcas, donde el agua me llegó hasta las rodillas dejando atrás negociaciones e imposturas, y seguí el inmundo camino del cuervo por entre las ramas que tenía ante mí.

Ahora sólo había falsos caminos y lugares escondidos entre las hojas, y barro, y la noche cayendo. Y cocodrilos, por supuesto.

El pájaro había desaparecido ya. Metiéndose por una maraña de plantas y hojas anchas no habría podido volver, eso estaba claro. Y yo continué buscando, solo en esta coyuntura. Había desaparecido todo rastro de luz en el pantano.

Me senté bajo un ciprés, en otro amplio claro del que partían numerosos caminos, como si se tratara de los radios de una inmensa rueda. No tenía idea de cuánto había caminado, pero estaba seguro de que mis compañeros no podrían oírme, pero sí otras criaturas, así que calculé mis posibilidades.

Podría intentar regresar. Mis compañeros podrían pensar que los había estado cubriendo de una posible emboscada quedándome en la retaguardia. Con gran riesgo personal, debería añadir.

Brithelm se lo creería. Hay que tener en cuenta que creyó que Huma se dedicaba a proveerle de silbatos de perros. Lo que harían mis otros dos compañeros, no habría sabido decirlo, pero estaba claro de que Agion sería más fácil de convencer que Bayard, dado que el centauro era bastante corto de mollera; Bayard era harina de otro costal. Me podía hacer una herida a mí mismo, pequeña, claro, pero lo suficiente como para impresionarlos. Luego podría inventar una terrible batalla con un sátiro, o mejor dos, dispuestos a atacarnos de nuevo. Dos sátiros pequeños, puesto que Bayard estaría muy atento a lo que dijera. Sí, creo que lo convencería.

A no ser que los sátiros los hubieran derrotado. Si así fuera, estaría yendo a caer en manos de los enemigos. Ello significaría inventar toda una nueva sarta de mentiras. Además, claro, estaba el cuervo, que había desaparecido de mi vista. ¿Era libre como para marcharme, siempre que me decidiera a hacerlo? ¿Podría escapar de los requerimientos del Escorpión?

Los gritos de los pájaros y de los reptiles que me rodeaban parecían ahora más hostiles; y las ramas de los árboles y toda clase de plantas colgantes se extendían con más profusión por los cientos de caminos sin término, o lo que era peor, que llevaban hacia el peligro. Tengo que añadir que sólo me guiaba la luz de la luna y apenas podía ver más allá de mis narices.

Me metí por un camino que bajaba y que se fue estrechando hasta que desapareció después que hube andado veinte metros desde que lo tomé. Otro acabó en una gran charca de barro que borboteaba y hervía como las que habíamos visto hacía escasas horas cuando partimos hacia el campamento de los sátiros.

Así que volví a dirigir mis pasos hacia el claro, me senté otra vez bajo el ciprés, intenté sosegarme y reprimí un grito que subía por mi garganta, un grito de pánico.

Perdido. Perdido. Bajando en espiral. Cogido en tierras movedizas. Comido por cocodrilos. Mordido por serpientes y envenenado. Reptando por un camino sin fin.

De repente se hizo el silencio en el claro. Por mi izquierda, una nidada de perdices emprendió el vuelo por encima de mi cabeza con esos aleteos cortos, errátiles, como suelen hacer cuando notan un peligro. Las seguí con la mirada, y las vi posarse en el otro lado del claro.

Cuando se perdieron de vista, y volví los ojos y el pensamiento al claro en el que me hallaba sentado, allí estaba él, a escasos palmos de mí.

Me llevó un segundo distinguirlo claramente en aquella oscuridad y me sentí absolutamente perplejo, sin respiración, y me caí de espaldas junto al ciprés. Y antes de golpearme la espalda contra el suelo y quedarme indefenso como una tortuga patas arriba, alcancé a decir una sola palabra. Justo antes de que las conocidas fuertes manos comenzaran a apretarme la garganta.

—¡Alfric! —grité al mismo tiempo que se abalanzaba sobre mí.

7

Alfric desaparece

Las manos de Alfric apretaron mi garganta, resbaló al intentar apoyarse mejor en el suelo mojado y de repente estaba encima de mí, de rodillas, sujetándome los brazos bajo sus rodillas, hundiéndomelos en el barro y causándome gran dolor. Para ser un hombre cuya máxima aspiración era llegar a ser Caballero Solámnico, tenía mucha maña en la lucha sucia.

Al pelear contra la fuerza y el peso de mi hermano, lo único que pude levantar del suelo fue barro. Me dolían los brazos bajo algo contundente y metálido: Alfric llevaba puesta la armadura de nuestro padre y todo lo que la completaba. Esto me hacía sentir como si estuviera siendo atacado por toda la familia.

—Esta vez haremos bien las cosas, Comadreja —susurró mi hermano con odio.

En la oscuridad no podía ver lo que iba a hacer pero estaba seguro de que no me parecería nada bien.

—Nada de parloteo. Nada de ir con rodeos o pactos o discusiones. Esta vez no. Me dejaste atrás en la casa del foso, abandonado para poder pavonearte gloriosamente por estas tierras como escudero, el escudero que tendría que haber sido yo, si no me lo hubieran quitado la política y mi hermano.

Oí el ruido de un puñal al ser desenvainado. Era evidente que Alfric estaba dispuesto a acabar con lo que había atrapado.

—Te ruego, hermano mayor, que reconsideres lo que estás haciendo.

—No te haré caso. Recuerda, dije que no habría parlamentos...

Sentí el filo de la hoja en mi garganta.

—Mira, mientras estamos luchando en este pantano...

—En verdad que no veo que luchemos tanto, Galen. Lo que veo es que estás atrapado, esperando algo a lo que no puedes escapar.

Pude ver su sonrisa maliciosa en la oscuridad.

—Ya ves, hermanito, he estado observando este pantano desde que llegué aquí. No hay duda de que crece rápido. Así que podrían pasar muchos años antes de que alguien encuentre tus huesos, y para entonces nadie sabrá quién eres. Y si lo descubren, ¿quién sospecharía de mí? Es probable que para cuando tus huesos salgan a la superficie yo ya esté al frente de Pathwarden. Seré dueño de la casa del foso y de todos sus dominios. Los que son ricos no cometen crímenes.

»
Me mostraré tan afligido como pueda ante los restos de mi hermano desaparecido hace tantos años..., aquel que se fue con Sir Bayard Brightblade de Vingaard, intentando llegar a ser el escudero que no le correspondía ser. ¿Te gusta mi historia, Comadreja?

Casi nada. Como mucho, prometía ser una larga historia con la que recrearse.

Aun así no quise agudizar la confusión que tenía en su mente. Así que permanecí en silencio, dócil pero sobre todo a la escucha. Mucho más interesado que en cualquiera de las tonterías que tuviera que decir mi hermano, estaba atento a cualquier ruido producido por alguien, cualquiera que se acercase.

Había llegado a la conclusión de que el hombre que nos había seguido y que vieron los centauros no era Brithelm sino Alfric. Pero ahora esto daba lo mismo.

Tras todos aquellos años de estrangularme, de ahogarme hasta casi desmayarme y recordar que Padre no admitía el fratricidio, Alfric estaba lejos de la casa del foso, lejos del largo brazo de la disciplina del anciano. Parecía dispuesto a llegar hasta el fin.

Vi brillar el puñal a la luz de la luna.

—Alfric.

—Silencio, Comadreja. A partir de ahora haré lo que me plazca. Y esto es... ser escudero de Sir Bayard Brightblade de Vingaard, Caballero de Solamnia.

—Eso está arreglado, hermano —exclamé, tratando con todas mis fuerzas de llegar a un acuerdo con tal de librarme de la hoja en mi garganta, atento como un desesperado a cualquier paso que se acercara, cualquier ruido de cascos, cualquier razón para gritar—. Puedes ocupar mi plaza y abrillantar su armadura en el torneo.

—¿Torneo? —La presión del puñal en el cuello cedió un poco—. ¿Qué torneo?

—En el Castillo di Caela, en el sur de Solamnia. Todos los matones y zafios estarán allá, compitiendo por la mano de Enid di Caela y la escritura de las posesiones de su padre. Es un lugar donde hacer contactos, te lo aseguro. Ayudaré a arreglar todo lo concerniente a tu nombramiento como escudero. Estaré más que encantado...

—Nada de eso harás, Galen. ¿No te das cuenta de que Sir Bayard va a necesitar un escudero cuando su pequeña comadreja se hunda en este pantano? Eso me hace candidato sin rival para tal puesto. No necesitaré instrucciones o cartas de recomendación tuyas. Seré el único que quede. Una vez allí, sólo necesitaré un poco de maña y práctica en el torneo y, ¿quién sabe?, al final, tal vez me consideren candidato a la mano de esa lady Enid di Caela. Puedo montar un caballo tan bien como el que más. Puedo manejar una lanza.

—Pero hermano —improvisé al sentir de nuevo la hoja en el gaznate, mientras mi hermano se ensimismaba persiguiendo fantasmas de gloria—, consideremos tu primer obstáculo antes de hacerte jefe de di Caela y de todo. Es casi seguro que comprenderás que se sospechará de ti, así, saliendo de la nada en el preciso momento en que queda vacante la escudería de Bayard.

—Hagamos lo que propongo. Esta es la forma de hacerlo —exclamó quitándome el puñal de la garganta.

Respiré hondo, simulando escuchar respetuosamente a Alfric, quien alegremente, casi extasiado, explicó su absurdo plan.

Hizo una gran pausa. Casi pude oír cómo calculaba los ángulos, cómo aquellas ruedas herrumbrosas giraban en el gran vacío de su cabeza.

—Éste es mi plan —empezó a decir como tanteando—. Le diré a Bayard que Padre... encontró pruebas de que tú, no yo, fue quien descuidó la armadura.

—Y la prueba ¿cuál será? —Estaba muy incómodo tendido allí bajo el peso del brazo de mi hermano.

Otra pausa larga.

—¿Y bien?

—Cállate, Comadreja. Estoy tramando algo; algo sobre... —habló lenta, pesadamente y luego me sacudió hasta que me dolió la cabeza—. Algo sobre tu anillo. Aquello te preocupó mucho. Sí, el que Bayard lo encontrara en su cuarto, repitiéndose la suerte de la estúpida Comadreja.

—¿Qué pasa con el anillo?

Otra larga pausa durante la cual apartó el puñal. Luego mi hermano me levantó y me puso contra el ciprés con brusquedad, y se encaró de nuevo conmigo.

—Hummm..., ¿qué piensas, Galen?

Pensé que ya era mío.

—Bueno, eso es fácil —comencé a decir, buscando apresuradamente una historia—. ¿Qué te parece si...? Padre miró con más atención los anillos... y descubrió que el hombre de negro tenía el anillo verdadero, y el que encontró Bayard era uno falso dejado en su habitación por algún extraño para hacerle creer lo que efectivamente creyó, por lo que me otorgó los derechos que tú tenías para ser nombrado escudero... Y ahora Padre te envía con estas noticias hasta Bayard, quien arreglará todo este asunto de la escudería inmediatamente.

Alfric asintió con la cabeza, alegre y con impaciencia. Era el único ser lo suficientemente estúpido como para creerse un cuento tan cercano a la verdad.

—Creo que sir Bayard se lo creerá —dijo, brincando hasta el punto de casi dar en el suelo vestido con la pesada armadura.

Asentí inocentemente.

—Por cierto, Galen. ¿El hombre vestido de negro? Bueno, está muerto.

—¿Muerto? —La noticia hizo correr un escalofrío por mi cuerpo.

—Fue la cosa más extraña, según Padre. Una hora después de tu partida, envía a los guardianes con comida para el culpable y lo encuentran muerto. La puerta seguía cerrada con los candados y las ventanas estaban intactas. Así que nadie pudo entrar para cargárselo. Estaba envuelto en su capa negra y los guardias dijeron que el olor era apestoso. Lo más extraño de todo esto, Galen, es que Padre dice que el cuerpo estaba decrépito y momificado, como si llevara muerto uno o dos años.

—Pero... —Doble escalofrío.

Alfric meneó la cabeza.

De repente no deseaba estar quieto en parte alguna, y menos en ese pantano infestado de cuervos. Me moví hacia uno de los senderos que partían del claro, uno cualquiera. Ya no tenía caprichos. Pero Alfric me cerró el paso.

—¿Dónde crees que vas a ir? —preguntó Alfric echando mano a su puñal en actitud amenazadora.

—Pues, a buscar a sir Bayard —dije tan convincentemente como pude— y a confesar mi culpa.

—¿Cómo vamos a encontrar a sir Bayard? —preguntó, sospechando algo.

—Sígueme. Se dónde está —mentí.

No había dado dos pasos cuando la mano de Alfric me agarró del hombro y me dejó clavado donde estaba.

—No intentes ir a parte alguna sin mí, Comadreja —musitó amenazante.

De nuevo estábamos con las disputas fraternales de siempre.

Así que emprendimos la marcha sin dirección precisa, la mano izquierda de Alfric sujetándome por el hombro con fuerza, su mano derecha en el cinto, en la empuñadura de su puñal envainado. De hecho, «supuse» que tendría allí la mano. A esa hora estaba muy oscuro como para poder verlo.

Caminamos despacio, en silencio, durante un trecho,
alejándonos
de Bayard, por supuesto, o así lo esperaba. En la lejanía, frente a nosotros, la ciénaga estaba rebosante de vida con los zumbidos de los insectos, resoplidos de sapos cancioneros, sonidos de las lechuzas que se despertaban. En contraste, a nuestro alrededor el silencio era constante, a no ser por algo que caía dentro del agua de vez en cuando, o sonidos de alerta o batir de alas: sonidos que siempre se alejaban de nosotros. Hacíamos ruidos como para silenciar o asustar a los animales más pequeños, pero el suficiente como para atraer a los grandes.

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