Galen Pathwarden, "La Comadreja", procuraba esconderse y evitar la aventura, el peligro o el heroísmo. Pero la suerte le deparó un camino muy distinto y, de la noche a la mañana, se convirtió en escudero de Sir Bayard Brightblade del Alcázar de Vingaard, Caballero de la Espada y defensor de las tres órdenes solámnicas, quien va a tomar parte en un torneo y así aspirar a la mano de la bella heredera del Castillo di Caela. Sir Bayard, Galen y Agion, un centauro que los acompaña se verán involucrados en un sinfín de aventuras y deberán superar las maquinaciones de un siniestro personaje, llamado el Escorpión.
Michael Williams
El caballero de Solamnia
Héroes de la Dragonlance - 3
ePUB v1.1
OZN30.05.12
Título original:
Weasel's Luck
Michael Williams, enero de 1988.
Traducción: Luis Fernández
Ilustraciones: Duane O. Myer
Diseño/retoque portada: OZN
Editor original: OZN (v1.0)
ePub base v2.0
«De la casa del foso al Pantano del Guarda.»
«El Signo de la Comadreja es túnel sobre túnel,
hechizo sobre hechizo.
Excava debajo de sí misma y, al excavar,
descubre todos los caminos hacia la nada.
Socava lo oscuro hasta que la oscuridad cede,
en la oscuridad danzan los filósofos.»
El Calantina, IX, IX
La llegada
Todo empezó la noche del banquete al que no asistí. Mientras todos lo estaban celebrando, yo limpiaba los aposentos de mi hermano mayor Alfric, recogiendo el diario desorden de ropa sucia, huesos y mondas de melón. Aquello era un estercolero, la guarida de un ogro. Los criados habían desaparecido. Seguramente estarían escondiéndose de Alfric en alguna parte de la casa del foso, y no tardarían mucho en volver.
No es cuestión de malinterpretarme. No sería correcto, ni entonces ni ahora, comparar a mi hermano con un ogro. Un ogro es más grande y más mortífero y también más inteligente. Aunque Alfric era lo bastante despabilado como para tenerme allí, poniendo orden en sus habitaciones y limpiando sus ventanas, mientras él y el resto de la familia se sentaban a cenar con un distinguido invitado. Durante ocho años se había estado aprovechando de mí, por una inocente travesura. De modo que, si los hijos de otros Caballeros Solámnicos habían pasado la adolescencia en el aprendizaje de la doma del caballo y la cetrería, yo había ocupado la mía barriendo, y sintiéndome atemorizado por razones... Bueno, las razones vendrán más adelante.
De momento digamos tan sólo que con diecisiete años me sentía ya demasiado viejo para ser el criado de mi hermano.
Yo quitaba el polvo de los aposentos, mientras que Alfric estaba en el gran salón, a la mesa en la que Padre hacía los honores a Sir Bayard Brightblade de Vingaard, un Caballero Solámnico que había llegado a caballo hasta nuestro remoto dominio, vestido con su reluciente armadura, que, ya por aquel entonces, había sido tema de un poema y de una o dos leyendas. Por si fuera poco, Sir Bayard era considerado la mejor espada del norte de Solamnia. Nada que me impresionase.
Lo que sí me resultaba irritante era la consideración de nuestro invitado hacia Alfric. Según tenía entendido, Bayard Brightblade se dirigía a cierto glorioso torneo donde debía batirse por la mano de la hija de un noble del sur, y se había detenido en el mísero arrozal que era nuestro condado como muestra de respeto a nuestro famoso —en tiempos pretéritos— Padre. Bayard iba a tomar a mi hermano, que entonces tenía veintiún años, como escudero, cuando ya media docena de caballeros se habían negado a ello. Aquél pretendía llevárselo, forjarlo y devolvérselo a Padre convertido en un hombre con posibilidades de llegar a ser caballero.
Al enterarse de tales planes, Alfric había decidido celebrarlo. Aquella misma mañana fue hallado en los establos otro caballo muerto de cansancio y, una vez más, nuestro tutor Gileandos sufrió quemaduras. Incendiar era una diversión con la que, tanto Alfric como yo, disfrutábamos; pero, como siempre, yo había cargado con las culpas. Por eso la noche en que una auténtica celebridad cenaba entre nosotros, me fue prohibida la entrada al salón donde tenía lugar la ceremonia.
Mientras limpiaba con el trapo el polvo de la cama de mi hermano —donde había una inscripción recién garabateada, que rezaba «Alfric estuvo aquí»—, oía las risas y el estrépito de vajilla que llegaban desde abajo.
Sin duda estaban hablando de mí, entre el vino y la carne de venado, haciendo votos para que dejase de ser lo que ellos consideraban que era. Brithelm, mi espiritual hermano mediano, había sido excusado una vez más de la cena de aquella noche a causa de no sé qué antiguo y honroso ayuno. Y seguro que Alfric estaba sentado a la derecha de mi padre, manifestando su total acuerdo con aquel anciano que había hecho lo que había podido con nosotros, mientras que Sir Bayard lo consideraba todo con solemne y caballeresca aprobación.
Estaba muy resentido con aquellas celebraciones. Encerrado allí, barría las cenizas, los huesos, las plumas... Pero el verdadero plato fuerte —por no decir mi propia historia— no había hecho más que empezar.
Me deslicé bajo la cama para acabar de recoger, antes de ponerme a limpiar, como cada día, la ventana. Y en ese momento oí un ruido en la puerta de la habitación. Lo primero que pensé fue que se trataba de Alfric, quien, como no habría tenido muchas oportunidades de fastidiar a nadie durante la velada, habría abandonado con educación la mesa con la intención de correr escaleras arriba a darme una paliza, sin más motivos que el simple placer de apalear a alguien. Me acurruqué debajo de la cama, entre un montón de cacharros rotos, botellas de vino vacías, lámparas de aceite gastadas y huesos.
Una voz melosa, musical y profunda fluyó desde la puerta.
—Tú, pequeño, el que te escondes debajo de la cama. ¿Dónde está la gente? No hace falta que te ocultes porque puedo ver en la oscuridad, a través del tiempo, de la piedra y del metal. Sé dónde estás. ¿Dónde está la gente? Tengo asuntos que tratar en esta casa.
Algo amenazante y acerado había en aquella voz. Pensé en asesinos, en el criminal a sueldo que habla con voz dulce como el canto de un coro, suave como el sonido del violoncelo, incluso cuando saca el puñal o vierte el veneno.
Y ocurrió algo todavía peor. Ante la presencia del intruso, juro que las luces de la habitación empezaron a difuminarse y una neblina se elevó del suelo. La temperatura descendió hasta que la creciente neblina se adornó con una especie de hielo blanco y amargo.
Más aterrorizado que cuando pensé que se trataba de mi hermano que intentaría molerme a palos hasta dejarme inconsciente, respondí de la manera que creí más segura para que aquel a quien más quería sufriese el menor daño posible.
—Mirad, no sé quién sois, pero no me hagáis daño. Soy el último que heredaría la fortuna de este lugar, o sea que ni siquiera valgo para ser objeto de un secuestro bien planeado. Si estáis buscando a Padre, lo encontraréis abajo, en un banquete, pero os resultará más fácil cazarlo cuando suba por las escaleras de madrugada. Por cierto, hace seis meses sufrió un accidente cuando cazaba y sólo se puede apoyar con fuerza en la pierna izquierda. Así que golpeadle la derecha. —Empecé a lloriquear, a gimotear y proseguí la lista de delaciones—: O si vais tras mi hermano Brithelm, probablemente esté meditando en su habitación, en una especie de retiro espiritual. Al final del salón, tercera puerta a la derecha.
Brithelm era inofensivo, bondadoso, el que mejor me caía de la familia, invitados incluidos. Pero no tanto como para que no me sustituyera como víctima potencial de un asesino. Sin detenerme, seguí con la lista.
—La otra alma que queda en el piso es nuestro tutor Gileandos, que no oirá nada porque se está recuperando de unas quemaduras y, a estas alturas de la noche, puede que también de los efectos del brandy.
Mientras cometía esa sarta de traiciones, permanecí bajo la cama, desde donde sólo podía ver las piernas del intruso, que permanecían en la puerta y luego entraban en la habitación. Lo vi sentarse en una silla junto a la ventana. Vistas a través del cristal curvo de una lámpara que allí había, sus piernas parecían enormes. Sus botas negras, por si no fueran lo bastante siniestras en sí, tenían grabados unos escorpiones plateados. Aparté una montaña de huesos, loza y pelusilla de mi alrededor y fui alejándome hacia la pared en la que se apoyaba la cama de Alfric.
—Espero que sepáis que también tengo un hermano mayor, Alfric. Si queréis su horario completo de actividades para estos días y una lista de sus comidas favoritas...
—Pero, pequeño —me interrumpió el extraño con voz melodiosa como un arrullo, como una droga—, no pretendo dañaros ni a ti ni a tu familia. A menos que sea necesario, desde luego. Es a otro a quien busco.
—Os referís a Sir Bayard. Bien, si lo que queréis es su vida, será mejor que volváis más tarde, cuando estemos todos dormidos. Cuando incluso los criados se hayan acostado. Así resolveréis el asunto de forma más limpia, más privada. No tendréis que matar a nadie más para hacer lo que hayáis planeado.
—¿Es que no escuchas, niño? —La voz se hizo más débil, casi como un susurro, y el aire de la habitación se volvió aún más frío. Afuera los ruiseñores dejaron de cantar, como si la casa del foso y todo lo que la rodeaba se hubiese callado para captar los susurros del visitante—. ¿Estás tan enamorado del sonido de tu propia voz? Te estoy diciendo que
no quiero acabar con la vida de nadie.
Me incorporé sobre los codos, levantando una nube de polvo debajo de la cama que —deseé con todas mis fuerzas— pudiera ocultar mis pensamientos y temblores tanto como mi presencia.
Con tranquilidad, el hombre de negro empezó a explicarse, como si el fuego de su corazón se estuviera apagando lentamente.
—No tengo intenciones de acabar con la vida de nadie. Al menos esta noche. Claro que no. Sólo busco una armadura, pequeño. La legendaria armadura de Sir Bayard de Vingaard, el célebre Caballero Solámnico de la Espada, que pasa la noche aquí, en esta casa, según tengo entendido. Sí, sólo la armadura. ¿No crees que es un precio muy bajo por conservar la vida de esos a quienes tanto amas?
Bueno, para ser sincero, todos aquellos a quienes tanto amaba estaban debajo de la cama. Y si antes había estado a punto de gritar de terror, ahora se me saltaban las lágrimas de alegría, de alivio, allí, en medio de tanta basura. Porque, al fin y al cabo, el visitante era tan sólo un ladrón de poca monta. Un alma gemela.
Me habría arrastrado para besar aquellos escorpiones plateados, aquel empeine negro, porque pensaba que podría beneficiarme una muestra de adoración, de idolatría al ladrón. Pero temía que tal movimiento repentino no fuese muy apropiado. Así que me quedé donde estaba, preguntándome qué podría hacer aquel hombre con la armadura de Sir Bayard. No tardó ni un minuto en interpretar mi silencio. Se removió en la silla y la habitación se hizo aún más fría.
—Como he dicho, sólo me interesa la armadura, pequeño Galen, y no te debe preocupar el uso que pienso hacer de ella.
Pensé en el precioso peto solámnico, las grebas y el yelmo no muy bien cuidado por mi hermano mayor. Todo estaba en el enorme armario de caoba, en los aposentos de invitados, a total disposición del intruso. Yo tenía otras preocupaciones.