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Authors: Jan Guillou

El Caballero Templario (22 page)

BOOK: El Caballero Templario
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El maestro de armas opinaba que las posibilidades eran buenas. La maquinaria de asedio estaba cerca de los muros de la ciudad y hasta allí hacía pendiente, dado que la ciudad estaba situada en un alto. Si el ataque venía por sorpresa, sería posible llegar hasta allí antes de que el enemigo tuviese tiempo de reunirse para el contraataque. Sí, las posibilidades de incendiar la maquinaria de asedio eran buenas. Costaría la vida de unos veinte hermanos. Según el maestro de armas, valía la pena pagar ese precio, pues esas veinte vidas podrían prolongar el asedio como mínimo durante un mes, y con ello, Jerusalén permanecería a salvo.

Arn estuvo de acuerdo, todos los demás asintieron con las cabezas. Luego Arn decidió que él mismo estaría al frente del ataque y que el maestro de armas tomaría el mando dentro de Gaza, y que todos los hermanos participarían, incluso aquellos que en condiciones normales habrían sido reservados por razón de heridas leves. Si se empezaban a preparar sacos de piel con brea y fuego griego por la mañana sería posible realizar el ataque justo en el momento más caluroso del día, durante la hora de oración de los infieles. Así se decidió y Arn regresó a los muros para mostrarse tanto ante los defensores como ante los enemigos. En cuanto apareció, dio órdenes de que abrieran el portón de la ciudad y que bajaran el puente levadizo. Cuando su orden se llevó a cabo, tal como había previsto, se armó un gran alboroto en el campamento enemigo, pero puesto que no sucedió nada más, pronto retomaron el trabajo donde lo habían dejado.

Dio una vuelta por los muros de la ciudad, que tanto al norte como al sur se unían con la fortaleza y con el puerto. Allí, en el lado occidental, los fosos eran profundos y estaban llenos de agua de mar. Eran las partes más fuertes de Gaza, allí no se produciría ningún ataque al principio del asedio. Las partes más débiles eran las más alejadas al este, cerca del portón de la ciudad y ciertamente era allí donde Saladino hacía construir sus máquinas lanzadoras. El gran ejército de jinetes de ahí fuera era inofensivo mientras aguantasen los muros, los mamelucos sólo se pondrían más y más nerviosos cuanto más tiempo pasase sin que tuviesen nada que hacer. El momento decisivo de la batalla tendría lugar en torno al portón de la ciudad, entre los tiradores de Gaza y los infantes y zapadores de Saladino, que intentarían cruzar el foso y alcanzar los muros para minarlos y reventarlos con fuego y abrir así una brecha por donde pudiese entrar la caballería. Arn sabía muy bien lo que estaba por venir: pronto un espeso hedor rodearía los muros de Gaza a causa de todos los sarracenos muertos. Por suerte, el viento solía soplar de poniente y se dirigió hacia los asediadores. Pero de todos modos era como una carrera contra el tiempo. Si los asediadores estaban decididos a derribar los muros, terminarían por conseguirlo. Si a continuación quisiesen reventar los muros de la fortaleza y penetrar en ella, conseguirían hacer eso también. No era de esperar que llegase ningún tipo de auxilio de Jerusalén ni de Ascalón, que estaba al norte en la costa. Gaza estaba completamente dejada de la mano de Dios.

Al mediodía, el caballo más amado de Arn,
Chamsiin
, fue llevado ante el portón de la ciudad, ensillado y cubierto por una cota de malla y fieltro a los lados. El ataque que estaba de camino sería considerablemente más peligroso para los caballos que para los jinetes, pero de todos modos había elegido a
Chamsiin
, pues la agilidad y la velocidad primaban más que no atacar de frente con fuerza. De todos modos, pronto se separarían; cuál de los dos caería primero era lo que menos importaba.

En el interior del portón de la fortaleza, toda la caballería se estaba preparando para la incursión y ahora rezaban las últimas oraciones ante la cercanía del ataque en el que sabían que muchos de los hermanos iban a morir y, en el peor de los casos, si se habían equivocado en los cálculos, si el enemigo había descubierto el plan o si Dios así lo deseaba morirían casi todos.

Sin embargo, lo que Arn veía desde su puesto habitual no indicaba que el enemigo sospechase el peligro. No había grandes grupos de jinetes cerca; a lo lejos había una gran agrupación ocupada en algún ejercicio, abajo en el campamento se podía ver a la mayoría de los caballos comiendo dentro de apriscos cerrados. No podía haber grandes fuerzas esperando en algún lugar cercano, pues la visibilidad era buena a la luz del día. Realmente era el momento de actuar.

Arn se hincó de rodillas y rogó a Dios auxilio en esa intrépida hazaña, que podía llevar a la pérdida de todo pero también a salvar el Santo Sepulcro para los fieles. Dejaba su vida en manos de Dios, respiró profundamente y se levantó para dar la orden de ataque y bajar junto a
Chamsiin
, que esperaba impaciente sujetado con ciertos problemas por un mozo de establo.
Chamsiin
sentía que algo grande y difícil se acercaba, sus movimientos lo delataban.

Entonces vio el grupo de jinetes que se acercaba hacia el portón de Gaza en formación cerrada con la señal de mando de Saladino. Se detuvieron a una cierta distancia del foso colocándose en línea y un único jinete se acercó con el banderín bajado en señal de querer negociar. Arn dio rápidamente la orden de que no se le disparase.

Bajó corriendo por la escalera de la torre del portón, montó a
Chamsiin
de un salto y salió al galope por el portón. Se detuvo justo al lado del emir, que se había acercado solo y a una distancia de tiro fácil desde los muros. El jinete egipcio bajó su banderín hasta el suelo y agachó la cabeza al acercarse Arn.

—Te saludo en el nombre de Dios, el Misericordioso y Piadoso, Arn Ghouti, que hablas el idioma de Dios —dijo el negociador cuando Arn se colocó a su lado.

—Yo también te saludo con la paz de Dios —contestó Arn, impaciente—. ¿Cuál es tu mensaje y de parte de quién?

—Mi mensaje es de… él me pidió que dijese solamente Yussuf, aunque sus honores y títulos son muchos. Los hombres que ves a mis espaldas están dispuestos a entregarse como rehenes mientras duren las negociaciones.

—¡Espera aquí, vuelvo ahora mismo con escolta! —ordenó Arn, dando media vuelta y cabalgando a gran velocidad de vuelta por el portón de la ciudad. Cuando hubo entrado en la ciudad y estuvo fuera de la vista detuvo a
Chamsiin
y dejó que bajase al paso por la calle despejada hacia el portón de la fortaleza. Allí dentro había ahora ochenta hermanos caballeros montados a caballo, dispuestos a ir a la ofensiva. Si se atacaba ahora, la sorpresa sería grande. Era poco probable que volvieran a tener una oportunidad así para quemar y destruir la maquinaria de asalto.

Había cristianos que decían que no se podía ganar contra los sarracenos con traición porque no existía la traición entre fieles e infieles; según esa escuela, una promesa dada a los infieles no tenía ningún valor. Arn había empezado las negociaciones, lo cual era igual que una promesa. Pero había gran desacuerdo con respecto a eso y, ¿acaso no era cierto que él mismo hacía no mucho tiempo había estado de acuerdo con el Maestre de Jerusalén en que la palabra que había dado a Saladino en la pedregosa playa del mar Muerto era válida?

Sin embargo, ¿sería una señal de altivez darle un valor tan grande al honor de uno mismo? Tal vez Jerusalén y el Santo Sepulcro estuviesen en el otro lado de la balanza. Tal vez una palabra rota, un breve instante de traición por su parte pudiese salvar la ciudad santa.

«No —pensó—. Una traición así solamente nos haría ganar tiempo.» La maquinaria de asedio destruida podía ser reemplazada. Nunca podía convertirse una palabra dada en una no pronunciada.

Dio orden de que se abrieran los portones, entró y se llevó el primer escuadrón, ordenó que el resto de los hermanos caballeros en espera desmontaran y descansaran, pues así de seguro estaba de que Saladino, por su parte, no preparaba una traición.

Cabalgó a través de Gaza a la cabeza del primer escuadrón, con su confaloniero con el estandarte de los templarios a su lado, y salió por el portón de la ciudad. Al acercarse al sarraceno abanderado que estaba esperando, ordenó a todo el escuadrón en columna de ataque, con lo que el enemigo se preparó del mismo modo. Ambos grupos de jinetes se acercaron el uno al otro a paso lento hasta encontrarse a la distancia de unas lanzas. Un grupo de cinco jinetes del otro bando se separaron y empezaron a moverse hacia Arn, que por su parte correspondió el gesto y, únicamente con el confaloniero a su lado, se acercó hacia los rehenes que se aproximaban, hasta que ambos grupos se encontraron.

Entre los rehenes reconoció de inmediato al hermano menor de Saladino Fahkr, el resto de los emires le eran desconocidos. Saludó a Fahkr, que le devolvió el saludo.

—Así que nos vemos antes de lo que pensábamos, Fahkr —dijo Arn.

—Es cierto, Al Ghouti, y en unas circunstancias que ninguno de nosotros quería presenciar. Pero Él, quien todo lo ve y todo lo sabe, quería otra cosa distinta.

Arn solamente asintió con la cabeza como respuesta y luego rechazó a todos los rehenes excepto a Fahkr. Acto seguido ordenó a Armand, que estaba a su lado, que se encargase de que a aquel hombre se lo tratase como a un honrado huésped en todo, pero a ser posible, sin que viese su defensa y la cantidad de caballeros de blanco de que disponían.

Luego Fahkr se cruzó con Arn que, por su parte, se reunió con el grupo de mamelucos que estaban esperándolo. Los templarios formaron una escolta en torno a Fahkr y los mamelucos en torno a Arn y después ambos grupos se separaron.

Saladino honró a su enemigo con mayores ademanes de los requeridos para un hombre que sólo era señor sobre un único castillo. Mil jinetes repartidos en dos hileras desfilaron junto a Arn por el último tramo del camino a la tienda de Saladino, y ni una burla se pronunció durante esa corta cabalgada.

Delante de la tienda del caudillo estaba su guardia protectora dispuesta en dos hileras formando con espadas y lanzas una calle que llevaba hasta la apertura de la tienda. Arn bajó de su caballo e inmediatamente un soldado de la guardia se apresuró para tomarlo de las riendas y llevárselo. Arn no se inclinó ni se alteró lo más mínimo al soltar ahora su espada, tal como exigía la costumbre, y entregársela al hombre que a su juicio debía de ser el más importante de la guardia. Pero tan sólo fue respondido con una reverencia y con la explicación de que se colocase la espada de nuevo. Esto desconcertó a Arn, pero hizo lo que le ordenaban.

Y con la espada de nuevo atada al cinto, entró en la tienda. Al adentrarse en la oscuridad, Saladino se levantó de inmediato y se apresuró a recibirlo, tomándolo de ambas manos como si unos amigos, y no enemigos, se hubiesen reunido.

Luego se saludaron el uno al otro con una cordialidad inesperada por los demás hombres presentes en la tienda; cuando los ojos de Arn se acostumbraron a la oscuridad pudo ver sus caras de sorpresa. Saladino le señaló un lugar en el suelo en medio de la tienda, donde había una silla de camello con piedras preciosas y ornamentos de oro y plata, colocada frente a otro asiento del mismo tipo. Se hicieron una reverencia el uno al otro y se sentaron, mientras que el resto de los hombres de la habitación tomaban asiento sobre unas alfombras situadas a lo largo de las paredes de la tienda.

—Si Dios hubiese procurado nuestro encuentro en otro momento, tú y yo habríamos tenido mucho de que hablar, Al Ghouti —dijo Saladino.

—Sí, pero ahora que te veo, al Malik an-Nasir, también llamado el
rey victorioso
, estás delante de mi castillo con jinetes y maquinaria de asedio. Por eso me temo que nuestra conversación será muy breve.

—¿Quieres oír mis condiciones?

—Sí. Me negaré a cumplir tus condiciones, pero el respeto exige que las escuche de todos modos. Habla ahora sin rodeos, pues ninguno de los dos pensamos que se pueda engañar al otro con palabras dulces y traicioneras.

—Te doy a ti y a tus hombres, a tus hombres francos, el salvoconducto. Pero no a los traidores de la fe verdadera y de la guerra santa que trabajan para ti a cambio de plata. Podéis salir todos sin que una sola flecha se dispare contra vosotros. Sois libres de ir a donde queráis, a Ascalón o a Jerusalén o a alguno de vuestros castillos más arriba en Palestina o Siria. Ésas son mis condiciones.

—No puedo aceptar tus condiciones y, tal como te he dicho, éstas serán unas negociaciones breves —respondió Arn.

—En tal caso moriréis todos, y un guerrero como tú debería saberlo, Al Ghouti. Tú, más que nadie, deberías saberlo. Mi buena opinión de ti, precisamente de ti y por motivos que tú y yo pero nadie más de esta habitación conoce, ha hecho que quiera hacerte esta buena oferta, que mis emires encuentran completamente innecesaria. Las normas dicen que quien rechaza una oferta así no puede esperar merced alguna en caso de que pierda.

—Lo sé, Yussuf —dijo Arn haciendo hincapié casi con pedantería al dirigirse al mayor caudillo de los fieles sólo por su nombre de pila—, lo sé. Al igual que tú, conozco las reglas. Ahora deberás tomar Gaza con violencia y nosotros nos defenderemos hasta que ya no podamos más. Y aquellos de nosotros que luego, heridos o no, nos convirtamos en tus prisioneros no esperaremos otra cosa que la muerte. No creo que tengamos más que decirnos en este momento, Yussuf.

—Dime entonces por qué tomas una decisión tan insensata —repuso Saladino con la cara casi retorcida de pena—. No quiero verte morir y lo sabes. Por eso te he dado una posibilidad que nadie más que tú habría recibido cuando nuestra fuerza es mucho mayor que la del enemigo, tú mismo lo has visto. ¿Por qué haces esto, cuando podrías salvar a todos tus hombres que ahora condenas a la muerte?

—Porque hay algo más grande que salvar —respondió Arn—. Yo creo, al igual que tú, que si realmente te quedas aquí en Gaza y nos asedias podrás vencernos en cuestión de un mes, a menos que Dios desee otra cosa y nos envíe algún tipo de milagrosa salvación, y yo moriré aquí. Probablemente será así.

—¿Pero por qué, Al Ghouti, por qué? —insistió Saladino, visiblemente atormentado—. Yo te ofrezco la vida y tú la rechazas. Yo te ofrezco las vidas de tus hombres y tú las sacrificas. ¿Por qué?

—No es tan difícil de adivinar, Yussuf, y en realidad creo que lo sabes —respondió Arn, que de repente sintió cómo una débil esperanza se encendía en su interior—. Puedes tomar Gaza, te creo. Pero te costará la mitad de tus fuerzas y tendrás que emplear mucho tiempo en ello. Y en ese caso yo no moriré por una causa pequeña; muero por lo único por lo que realmente debo morir y tú sabes muy bien de lo que estoy hablando. No quiero tu merced para vivir, prefiero morir y ver tu ejército reducirse a una fuerza con la que no puedas ir más lejos. Ahora ya sabes por qué.

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