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Authors: Jan Guillou

El Caballero Templario (25 page)

BOOK: El Caballero Templario
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—Arn tiene rasón, unámonoz para haser lo mejog en lugar de geñir entre nozotros
—dijo Siegfried de Turenne con los dientes apretados, de modo que su pronunciación germánica sonaba más extraña de lo habitual.

A partir de entonces, ninguno de los tres volvió a comentar que tal vez el Gran Maestre había tomado una decisión contraria a las normas habituales; tenían poco tiempo e importantes decisiones que tomar.

Algunas cosas eran muy evidentes. La fuerza templaría cabalgaría equipada al máximo posible, los frentes de los caballos cubiertos con arnés, toda la malla posible a los flancos y una reducida cantidad de provisiones. Todo esto estaba claro, pues la única posibilidad de éxito consistía en lograr pronto una posición de ataque en que la movilidad de los mamelucos estuviese limitada por un motivo u otro y donde peso y fuerza fuesen decisivos. En cualquier otra posición estarían perdidos frente a un ejército de jinetes mamelucos y por eso no tendría ningún sentido intentar quitarles peso a los caballos. De todos modos, era imposible alcanzar la misma velocidad y agilidad que el enemigo.

La cuestión de si colocar a los templarios al frente o al final del ejército requirió un tiempo de discusión. En una ofensiva por sorpresa del enemigo, en la que posiblemente atacaría de frente, sería mejor llevar la parte más fuerte del ejército delante del todo, de ese modo se salvaría el mayor número de vidas cristianas posible.

Pero el ejército cristiano no era muy grande, sólo quinientos caballeros seglares, un centenar de templarios y poco más de un centenar de sargentos. Si el enemigo venía de frente, vería pronto los colores seglares, pensaría tal vez que su adversario no era tan fuerte y quizás atacaría demasiado pronto con una parte pequeña del ahora disperso ejército mameluco. Entonces podría ser decisivo que los templarios protegidos por el ejército mundanal se adelantasen y se enfrentasen a los mamelucos a la carga cuando estuviesen demasiado cerca como para cambiar de dirección. Eso parecía lo más razonable. Cabalgarían detrás del ejército mundanal. De ese modo, además, podrían abrirse hacia los flancos y contener los ataques laterales.

Hasta aquí los tres comendadores se habían mostrado unánimes en todas sus decisiones. Lo que tardaron más en discutir fue la intención de Arn de llevar consigo la mayor cantidad de beduinos posible.

Los otros dos fruncieron el ceño ante su propuesta. Los castillos de Castel Arnald y Toron des Chevaliers no poseían beduinos y los otros dos carecían de experiencia en cuanto a los beneficios de ese tipo de tropas traicioneras y, según los rumores, sin fe ninguna.

Arn estuvo de acuerdo en que sus beduinos no eran de fiar si no vencían y que, en el peor de los casos, el día de mañana podría terminar con ellos tres arrastrados por camellos para ser vendidos a Saladino; probablemente los beduinos no supiesen que los templarios eran prisioneros sin valor, pues nunca podrían ser rescatados como los barones seglares. Sin embargo, los beduinos tenían caballos veloces como el viento y sus camellos podían avanzar fácilmente por cualquier tipo de terreno montañoso o pedregoso. Y si los llevaba podrían obtener información constante sobre el enemigo. Y tal como estaban las cosas, ese tipo de información era, después de la misericordia de Dios, lo más importante para la batalla venidera.

Los otros dos dieron su brazo a torcer a regañadientes; probablemente se percataron de que Arn no tenía intención de claudicar en este asunto. Y, al fin y al cabo, él era, tal y como había decidido el Gran Maestre, quien decidía cuando no era posible la unanimidad.

Para quien no hubiese visto el enorme ejército mameluco de Saladino desfilar durante más de una hora sólo para hacer ostentación de sus jinetes, como habían hecho Arn y su confaloniero de Gaza, el ejército cristiano que partió de Ascalón a aquella temprana hora de aquella mañana de noviembre debía de parecerle muy fuerte.

El día era desapacible, con suaves vientos que se negaban a llevarse la niebla que iba y venía a su antojo. La limitada visión podía ser una ventaja para uno en detrimento del otro, pero si alguien se beneficiaba del mal tiempo, esos probablemente fueran los cristianos, que conocían bien la zona; especialmente los dos capitanes del ejército mundanal, los hermanos Balduino y Balian d'Ibelin. Pero en la retaguardia de los cristianos iban, además, los dos comendadores de Toron des Chevaliers y de Castel Arnald y el ejército cristiano se dirigía al interior, hacia la zona situada entre estas dos fortalezas.

Nadie podía comprender cómo los beduinos lograban hallar el camino en aquella niebla, pero iban y venían con informes para Arn ya desde las primeras horas de la cabalgata.

Al mediodía los cristianos empezaron a cruzarse con pequeños grupos de egipcios pesadamente cargados que en cada ocasión prefirieron dar un rodeo para evitarlos conservando aquello que habían saqueado en lugar de desprenderse de los bienes y lanzarse a la batalla. Lo malo de estos contactos era que los cristianos tendrían que contar con que Saladino pronto sabría que el enemigo estaba de camino y entonces él mismo tendría la oportunidad de decidir el momento y el lugar para el combate.

Y, tal y como era de esperar, apareció una unidad de caballería bien formada justo delante de los capitanes cristianos. Estaban ahora en las cercanías de la fortaleza de Mont Gisard, no muy lejos de Ramala.

El ejército seglar atacó de inmediato, sin darse siquiera tiempo para hacerse una idea del tamaño de las huestes que tenía ante sí. Atrás dejaron el núcleo del ejército con el rey, el obispo de Belén, los estandartes y su guardia.

Detrás llegaban los templarios, pero Arn no dio ninguna orden de ataque; no les pareció muy inteligente, ni a él ni a los otros dos comendadores, abalanzarse en la niebla contra un enemigo ál que no podían ver, especialmente teniendo en cuenta que el ejército mameluco en seguida cedió y se retiró. Era una táctica sarracena demasiado conocida. Quien perseguía a un contingente central así, con toda probabilidad se vería rodeado por ambos lados por tropas enemigas en avance. Cuando aquella parte estuvo clara se oyeron sonar los cuernos y de repente el grupo en huida dio media vuelta y atacó, de modo que quienes habían sido perseguidores fueron rodeados por todas partes y luego engullidos.

Los beduinos de Arn llegaron también con información que mostraba que esto era exactamente lo que estaba sucediendo, pero sólo desde una dirección, desde el sur. En ese caso, Saladino estaba avanzando a través de las tierras de la fortaleza de Toron des Chevaliers. Y el comendador Siegfried de Turenne se orientaba como por la palma de su mano por esa zona.

Arn ordenó el alto a la columna templaría y desmontó para celebrar un breve consejo. Siegfried dibujó en la tierra con su puñal y señaló un amplio barranco que se estrechaba cada vez más hacia el sur y que probablemente era por donde estaba acercándose Saladino en aquellos momentos.

Había que tomar una rápida decisión para que la ocasión no se les escapase de las manos a los cristianos. Arn envió un sargento al Gran Maestre y al núcleo de las tropas cristianas, que se había detenido y había formado un círculo de defensa, con las noticias de lo que hacía la fuerza templaría, y luego ordenó trote apresurado en la dirección señalada por su hermano Siegfried, que iba delante.

Cuando alcanzaron el barranco estaban en lo alto y con una suave y larga bajada por delante hasta el punto en el que éste se estrechaba como el cuello de una botella damasca. Si las tropas del enemigo pasaban por ahí, podrían rodear al ejército mundanal por ambos bandos. Pero ahora mismo sólo había silencio y una niebla que iba y venía y que a veces dejaba ver una distancia de cuatro tiros, y otras veces a duras penas una.

Había dos posibilidades. O bien los templarios habían ido exactamente al lugar indicado por Dios para salvar a los cristianos, o bien habían estado completamente equivocados y corrían el riesgo de dejar el ejército mundanal sin protección.

Arn ordenó desmontar y orar. Los poco más de doscientos caballeros desmontaron todo lo silenciosos que pudieron, tomaron sus caballos de las riendas y se arrodillaron ante las patas delanteras de éstos. Al terminar la oración, Arn ordenó que se retiraran todos los mantos y que los enrollaran y ataran detrás de las sillas de montar. Podían enfriarse si tenían que esperar mucho tiempo y era malo quedarse demasiado rígidos por el frío antes de la lucha, pero si el enemigo llegaba rápido y por sorpresa sería peor tener que luchar con los mantos de por medio.

Permanecieron así en silencio mirando hacia abajo a través de la niebla hasta que a alguien le pareció oír algo que otro dijo ser pura imaginación. Era difícil soportar el estar así quietos esperando, porque en el caso de estar en el lugar equivocado, el día terminaría en derrota y la culpa sería de los templarios. Si nada sucedía durante un tiempo tendrían que volver con la parte del ejército cristiano donde ahora la Santa Cruz corría un gran peligro entre muy pocos protectores. Si la Santa Cruz se perdía a los infieles, la culpa sería más de Arn que de ningún otro hombre.

Intercambió algunas miradas con Siegfried de Turenne y Amoldo de Aragón. Estaban sentados con las cabezas gachas, como si rezasen con gran sufrimiento; estaban pensando en lo mismo que Arn.

Pero entonces fue como si la Virgen lo llenara de confianza, como si recibiese el don de la clarividencia. Ordenó a sus dos hermanos comendadores que cabalgasen con cuidado hacia los lados y tomaran el mando de una ala cada uno. Ellos cabalgarían a los extremos, puesto que, como Arn, tenían una gruesa raya negra bajo la cruz roja en la protección lateral del caballo. Si no había al menos algunos colores o señales claras con las que orientarse, se perderían los unos a los otros en la niebla. Las túnicas blancas de los templarios solían ser un inconveniente visual, pues siempre se veían desde lejos, aunque en muchas ocasiones servían para ahuyentar al enemigo, pues los mantos blancos hacían que éste huyera aterrorizado cuando no era muy superior a ellos. Pero allí, en la niebla, era como si la fuerza templaría se mezclara con todo lo blanco y se desvaneciera de la vista.

Tan en silencio como les fue posible, los templarios empezaron a formar en línea, como si ya supiesen en qué sentido atacar. Pero realmente fue como si la Madre de Dios extendiese sobre ellos su mano protectora porque de repente vislumbraron los primeros uniformes dorados abajo. Eran lanceros mamelucos, los que iban a atacar primero. Avanzaban en largas columnas bajando por la ladera de enfrente, ocultos en la niebla. Era imposible valorar cuántos podían ser; eran un número indeterminado entre mil y cuatro mil. Eso dependía de lo grande que fuera su fuerza central, que ahora estaba haciendo de cebo para atraer al ejército mundanal a la trampa.

Arn dejó que pasaran casi un centenar de enemigos por el cuello de la botella del barranco, a pesar de que a su lado Armand de Gascogne se estuviese retorciendo de impaciencia. Una nueva ola de niebla rodeó a todos los enemigos de allí abajo. Arn dio entonces la orden de avance, aunque al paso, de modo que se pudiese formar mejor en línea recta bajo un avance lento y con un poco de suerte llegar tan cerca del enemigo sin ser descubiertos que en ese momento todos los propios estarían listos para clavar las espuelas a los caballos y avanzar todos a la vez a la máxima velocidad.

Atacar al paso resultaba irreal como un sueño. Un poco más en el interior del barranco se oían claramente los resoplidos y el repiqueteo de los cascos contra las piedras, pero para quien no lo supiese sería imposible comprender que en esos momentos eran dos ejércitos los que se aproximaban el uno al otro.

Arn comprendió que pronto debería cargar hacia lo desconocido. Agachó la cabeza y rezó lo que tenía que rezar pero era como si la Virgen María, la venerada, en aquel momento le respondiese algo que no tenía nada que ver con la batalla. Le mostró la cara de Cecilia, el pelo rojo ondeando al viento al cabalgar, los ojos castaños que siempre sonreían y su pecosa carita infantil. Fue como una visión repentina pero clara por completo en la niebla, que al instante fue reemplazada por un jinete mameluco que se encontraba apenas a una lanza de distancia. El mameluco lo contempló, sorprendido, y parecía no saber qué hacer, excepto mirar boquiabierto a su alrededor y descubrir que estaba rodeado en varios frentes por caballeros fantasmales de barba blanca.

Arn bajó la lanza y aulló las palabras de ataque «
Deus Vult
», que inmediatamente fueron repetidas por cientos de gargantas, unas cerca de él y otras a lo lejos en la niebla. Un instante después, el valle retumbaba por el atronador avance de los caballos templarios y casi al mismo tiempo surgió el ruido de choques de metal y gritos de heridos y moribundos.

El puño de hierro cristiano golpeó justo en ese estrecho punto del barranco, donde el enemigo se había visto obligado a apretujarse en múltiples filas para poder proseguir. Una ola de caballos pesados y acero afilado hacía que los jinetes mamelucos volasen los unos sobre los otros y hacia atrás, cuando no caían con una lanza clavada en su cuerpo. Los arqueros egipcios se encontraban en la parte posterior y sin ninguna posibilidad de hallar objetivos para sus flechas y pronto fueron arrollados por caballos sin dueño que huían hacia atrás, presos del pánico. A la vez había nuevas fuerzas egipcias empujando desde atrás, apresuradas por la alarma de la batalla.

Los templarios controlaban cada metro del estrecho pasaje y, rodilla contra rodilla, lucharon por avanzar entre la masa de mamelucos apiñados que tenían el encargo casi imposible de defenderse desde tan cerca contra las largas y pesadas espadas de los cristianos, que golpeaban cual hoces en una cosecha.

Los egipcios que habían logrado pasar el cuello de botella del valle antes del ataque intentaron dar media vuelta y acudir en auxilio, pero Amoldo de Aragón ya lo había previsto y había reaccionado por iniciativa propia llevando consigo veinticinco caballeros para formar un frente en la otra dirección.

No había hombre que fuese capaz de ver mucho más allá de su lanza donde la batalla más dura estaba teniendo lugar, en el centro del valle. Para los templarios, que sabían que eran tan pocos incluso en comparación con los enemigos que habían podido ver, esto era un dulce consuelo, pues no tenían más que seguir golpeando en la todavía muy apretada masa de enemigos. Pero para los mamelucos, que sentían todo el peso de la caballería cristiana, aquello era como la peor de las pesadillas.

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