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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

El Cadáver Alegre (39 page)

BOOK: El Cadáver Alegre
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Cogí la pistola de Tommy con la mano derecha.

—Necesito tener esta mano libre, así que agárrate bien. —Wanda asintió. Estaba muy pálida, y el corazón le latía a toda velocidad. Le notaba el pulso en las costillas—. Saldremos de esta.

—Sí, claro —dijo con voz temblorosa. No sé si me creyó. Tampoco sé si yo misma me creí.

Wanda abrió la puerta y salimos.

TREINTA Y SIETE

El pasillo era tal como lo recordaba: largo, despejado y con dos esquinas al final. No se veía qué había a los lados.

—¿A la izquierda o a la derecha? —le pregunté a Wanda en voz baja.

—No sé. Esta casa es un laberinto. Creo que a la derecha.

Torcimos a la derecha, porque por algún lado teníamos que ir. Lo último que debíamos hacer era quedarnos cruzadas de brazos esperando a que volviera Gaynor.

Oímos unos pasos a nuestra espalda. Empecé a girarme, pero el peso de Wanda me ralentizaba. El disparo resonó en el pasillo, y noté un golpe en el brazo con el que sujetaba a Wanda por la cintura. Las dos caímos al suelo.

Acabé de espaldas, con el brazo izquierdo atrapado bajo el cuerpo de la mujer. Había perdido la sensación en él.

Cicely estaba al final del pasillo, con una pistola de calibre pequeño en las manos y las piernas interminables separadas. Parecía saber lo que se hacía.

Levanté la 357 y la apunté, aún con la espalda en el suelo. La explosión de sonido me ensordeció, y el retroceso me lanzó el brazo hacia arriba. Tuve que hacer un esfuerzo considerable para evitar que se me cayera el arma. Si hubiera tenido que disparar por segunda vez, no habría tenido tiempo. Pero no hizo falta.

Cicely se había desmoronado en mitad del pasillo, con la parte delantera de la blusa pringada de sangre. Estaba inmóvil, pero eso no significaba nada. Seguía agarrando la pistola firmemente, aunque con una sola mano. Quizá estuviera haciéndose la muerta, dispuesta a pegarme un tiro en cuanto empezáramos a alejarnos. Tenía que asegurarme.

—¿Puedes quitarte de encima?

Wanda no dijo nada, pero se incorporó y conseguí verme el brazo. Aún lo tenía en su sitio. Bien. Estaba sangrando, y la insensibilidad cedía el paso a una punzada de dolor intenso. Me gustaba más cuando no notaba nada.

Hice lo posible por no prestarle atención mientras me levantaba y caminaba hacia Cicely, apuntándola con la Magnum y dispuesta a volver a disparar al menor movimiento. La minifalda se le había subido, mostrando un liguero negro y unas bragas a juego. Pobre, qué postura más indigna.

Me incliné sobre ella para examinarla y vi que no podría moverse, al menos por sí misma: tenía la blusa de seda empapada de sangre, y un agujero por el que podría meter el puño en mitad del pecho. Estaba muy, muy muerta.

Por si acaso, aparté la pistola del 22 de una patada; cuando hay vudú de por medio, nunca se sabe. He visto levantarse a gente con heridas peores. Pero Cicely siguió tumbada en su charco de sangre.

Había tenido suerte de que le gustaran las pistolas para nenas; si me hubiera disparado con un arma de más calibre, me habría arrancado el brazo. Me guardé su pistola en la parte delantera de los pantalones, porque no sabía qué otra cosa hacer con ella, pero antes le puse el seguro.

Era la primera vez que me pegaban un tiro. Me habían mordido, apuñalado, golpeado y quemado, pero no me habían disparado hasta entonces. Lo que me asustaba era que no podía saber hasta qué punto sería grave. Volví con Wanda, que estaba muy pálida y con los ojos marrones muy abiertos.

—¿Está muerta? —me preguntó. Asentí—. Te sale mucha sangre. —Se arrancó un jirón de la falda—. Será mejor que te haga un torniquete.

Me arrodillé para que Wanda me anudara la tira de tela multicolor por encima de la herida. Antes me limpió la sangre con otro trozo de falda, y vi que no tenía tan mala pinta. Si no fuera por lo que sangraba, parecería un arañazo.

—Creo que sólo me ha rozado —dije. Era una simple herida superficial. Me ardía y, a la vez, la notaba muy fría. Puede que el frío se debiera a la impresión. ¿Iba a entrar en shock por un simple arañazo de bala? Ni de coña.

—Tenemos que salir de aquí. Seguro que los disparos atraen a Bruno.

Me alegré de notar dolor en el brazo: significaba que había recuperado la sensación y que podía moverlo. El brazo protestó cuando agarré a Wanda por la cintura, pero no tenía otra forma de transportarla y seguir teniendo libre la mano de la pistola.

—Vamos hacia la izquierda —dijo Wanda—. Puede que Cicely entrara por ahí.

Tenía su lógica. Dimos media vuelta y nos dirigimos hacia el cadáver de Cicely.

Seguía tumbada, con los ojos azules increíblemente abiertos. Los muertos recientes no suelen tener cara de espanto; es más de sorpresa que de otra cosa, como si la muerte los hubiera pillado desprevenidos.

Wanda miró hacia abajo cuando pasamos a su lado.

—Nunca creí que fuera a morir antes que yo.

Al doblar la esquina nos encontramos cara a cara con el monstruo de Dominga.

TREINTA Y OCHO

El monstruo estaba en mitad de un pasillo estrecho que probablemente recorría toda la parte trasera de la casa. Una pared estaba llena de ventanas con vidriera dividida por las que se veía el cielo nocturno, y en mitad del pasillo había una puerta que daba al exterior. El único obstáculo del camino a la libertad era el bicho.

Casi nada.

La montaña de trozos de cadáver se arrastró hacia nosotras trabajosamente. Wanda gritó; no podía culparla. Levanté la Magnum y apunté a la cara humana del centro. El ruido del disparo fue atronador.

La cara estalló como un aspersor de sangre, carne y huesos, pero el olor fue peor aún. Me sentía como si me hubieran metido un trozo de piel podrida por la garganta, con pelos y todo. Las bocas gritaron como un animal herido, pero la cosa siguió avanzando. Parecía desconcertada. Me pregunté si me habría cargado el cerebro dominante, en caso de que lo hubiera. A saber.

Disparé tres veces más y volé otras tantas cabezas. El pasillo estaba lleno de sesos, sangre y cosas peores. El monstruo seguía reptando hacia nosotras.

Volví a apretar el gatillo, pero sólo se oyó un
clic
. Lancé la pistola descargada contra el bicho, que la desvió con una zarpa. No me tomé la molestia de sacar el arma de Cicely; si una Magnum no detenía al monstruo, ¿qué podría hacer con un 22?

Empezamos a retroceder; no podíamos hacer otra cosa. El monstruo se nos acercaba, con el mismo sonido húmedo y viscoso que habíamos oído Manny y yo en el sótano de Dominga. Aquello era lo que tenía enjaulado.

Los trozos de piel humana y animal estaban unidos limpiamente, sin costurones a lo Frankenstein ni nada parecido. Era como si se hubieran derretido y se hubieran fundido entre ellos.

Tropecé con el cadáver de Cicely. Estaba tan concentrada en el monstruo que había dejado de mirar por dónde pisaba. Caímos al suelo, y Wanda gritó.

El monstruo nos alcanzó, y unas manos contrahechas me cogieron por los tobillos. Me defendí a patadas mientras intentaba encaramarme al cadáver de Cicely para apartarme de aquello. Una zarpa se me clavó en los vaqueros y tiró de mí; creo que yo también grité entonces. Lo que había sido una mano de hombre me aferró el tobillo.

Me agarré al cuerpo de Cicely, que seguía caliente. El monstruo nos arrastró a las dos sin inmutarse por el peso adicional. Extendí las manos en el suelo vacío; no tenía nada a lo que aferrarme.

Volví la cabeza para mirar al monstruo, lleno de bocas podridas que intentaban morderme con avidez. Dientes rotos y manchados, lenguas descoloridas que parecían serpientes pútridas… Virgen santa.

Wanda me cogió por el brazo, intentando sujetarme, pero sin piernas con las que hacer fuerza sólo consiguió que la cosa también la arrastrara.

—¡Suelta! —le dije.

—¡Anita! —gritó ella mientras me soltaba.

—¡No! ¡Quieto! ¡Quieto! —grité hacia el monstruo con todas mis fuerzas, aunque más para canalizar el poder que para subir la voz. A fin de cuentas, sólo era un zombi, y si no había recibido órdenes precisas, me obedecería. Era un zombi más y sólo eso: nuestra supervivencia dependía de mi convicción—. ¡Para ahora mismo! —Estaba al borde de la histeria, a punto de ponerme a berrear sin control. Pero el monstruo se detuvo, justo cuando iba a llevarse mi pie a una de las bocas inferiores, y me miró expectante con su colección de ojos. Tragué saliva e intenté hablar con calma, aunque al zombi le daría igual—. Suéltame.

Me soltó.

Con un nudo en la garganta, me tumbé en el suelo mientras recordaba cómo se hacía eso de respirar. Cuando levanté la vista, el monstruo seguía allí, esperando a que le diera más órdenes, como un buen zombi.

—Quédate aquí y no te muevas —le dije.

Me miró fijamente, con la obediencia de los muertos. Se quedaría allí hasta que alguien le diera una orden que refutara la mía. Menos mal que todos los zombis son iguales.

—¿Qué pasa? —preguntó Wanda, con la voz distorsionada por los sollozos. Estaba a punto de desmoronarse.

—No pasa nada —dije mientras me arrastraba hacia ella—. Ya te lo explicaré después; ahora no tenemos tiempo que perder. Tenemos que salir de aquí.

Wanda asintió. Las lágrimas le corrían por la cara magullada.

La ayudé a incorporarse una vez más y caminamos a duras penas hacia el monstruo. Wanda intentó apartarse, y el tirón me castigó el brazo herido.

—No pasa nada. Si nos damos prisa, no nos hará daño.

No sabía dónde andaría Dominga, y no me apetecía que le diera órdenes nuevas al bicho mientras estábamos cerca de él. Pasamos tan deprisa como pudimos, pegadas a la pared, mientras los ojos de la espalda de aquella cosa, si se podía decir que tuviera espalda, seguían nuestros movimientos. El hedor de las heridas abiertas era insoportable, pero ¿qué son unas náuseas entre amigos?

Wanda abrió la puerta que conducía al mundo exterior, y un viento tórrido nos echó el pelo contra la cara. Una sensación maravillosa.

No entendía por qué no habían acudido al rescate Gaynor y los demás; era imposible que no hubieran oído los disparos y los gritos. Como mínimo, los disparos tenían que haber atraído a alguien.

Bajamos a trompicones la escalinata de piedra y llegamos a un camino de grava. Escudriñé en la oscuridad y pude ver las colinas cubiertas de hierba alta y las lápidas descuidadas del cementerio Burrell. Estábamos en la casa del guarda. No quería pensar qué habría hecho Gaynor con él.

Estaba llevando a Wanda a la salida del cementerio, en dirección a la carretera, cuando me detuve en seco. Acababa de averiguar por qué no había acudido nadie.

El cielo negrísimo estaba tachonado de estrellas, tan numerosas que daba la impresión de que se podían pescar con red, tan intensas que opacaban el brillo de la luna. Un viento cálido recorrió el cementerio, y noté que me aferraba como si tuviera manos. Tiraba de mí. Dominga Salvador había terminado de realizar el hechizo. Me quedé mirando las hileras de tumbas y supe que tenía que ir en su busca. Tal como el zombi me había obedecido, yo tenía que obedecerla a ella. No había forma de evitarlo, ni un resquicio de esperanza. Así de fácil había sido pillarme.

TREINTA Y NUEVE

Me quedé inmóvil en el camino de grava. Wanda se agitó entre mis brazos y se volvió para mirarme, con la cara enormemente pálida a la luz de las estrellas. ¿Estaría yo igual de pálida? ¿Se me notaría la conmoción en la cara? Intenté dar un paso al frente para poner a salvo a Wanda, pero no pude. Me esforcé hasta que me temblaron las piernas, pero era incapaz de seguir.

—¿Qué pasa? —preguntó Wanda—. Tenemos que salir antes de que vuelva Gaynor.

—Ya lo sé.

—Entonces, ¿qué haces?

Tragué saliva, y fue como si también estuviera tragando algo frío y duro. El corazón me golpeaba en el pecho.

—No puedo irme.

—¿Qué quieres decir? —preguntó con un atisbo de histeria.

Histeria; buena idea. Me prometí un ataque de nervios completo si conseguíamos salir con vida, si lograba librarme de aquello. Estaba luchando contra algo que no podía ver ni tocar, pero que no me soltaba. Si no dejaba de resistirme, mis piernas acabarían por ceder, y ya teníamos bastantes problemas en ese apartado. Ya que no era capaz de avanzar, tal vez si retrocediera…

Di un paso atrás y luego otro. Sí, eso podía hacerlo.

—¿Adónde vas? —preguntó Wanda.

—Al cementerio.

—Pero ¿por qué?

Era una buena pregunta, aunque no estaba segura de poder darle a Wanda una respuesta que pudiera entender, si no lo entendía ni yo. ¿Qué podía decirle? No conseguía marcharme, pero no sabía si tenía que volver con ella, o si el hechizo me permitiría dejarla donde estaba.

Decidí hacer la prueba. La dejé en la gravilla sin ningún esfuerzo. Uf, aún tenía elección en algo.

—¿Por qué me dejas? —Se aferró a mí, aterrorizada. Yo también los tenía de corbata.

—Intenta llegar a la carretera.

—¿Arrastrándome con las manos?

Razón no le faltaba, pero ¿qué podía hacer?

—¿Sabes usar una pistola?

—No.

¿Debería dejársela, o debería llevármela por si se presentaba la oportunidad de cargarme a Dominga? Si el hechizo funcionaba de forma parecida al control de un zombi, podría matarla, salvo que me lo prohibiera expresamente; aún tenía voluntad propia, o algo parecido. En cuanto me tuvieran en su poder enviarían a alguien a buscar a Wanda, porque ella era el sacrificio.

Le di la pistola de Cicely y le quité el seguro.

—Está cargada y lista para disparar. Como no sabes nada de armas, mantenla escondida hasta tener a Enzo o a Bruno justo encima, y dispara a bocajarro. Así es imposible que falles.

—¿Por qué me dejas sola?

—Porque me han hechizado.

—¿Qué quieres decir? —Abrió los ojos desmesuradamente.

—Me ordenan que vaya con ellos, y me prohíben alejarme.

—Joder.

—Ya. —La miré con un intento de sonrisa despreocupada. Mentira cochina—. Intentaré volver a buscarte.

Se quedó mirándome como si fuera una niña y sus padres la hubieran dejado a oscuras antes de que se marcharan los monstruos. Aferró la pistola con las dos manos y no dejó de mirarme mientras me alejaba.

La hierba larga y seca me rozaba los vaqueros. El viento la agitaba, formando olas. Las lápidas sobresalían aquí y allá, como si fueran las aletas de monstruos marinos. No necesitaba pensar adonde iba; mis pies parecían saberlo de sobra.

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