Read El Cadáver Alegre Online

Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

El Cadáver Alegre (36 page)

BOOK: El Cadáver Alegre
13.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Me quedé tumbada en silencio: por una vez no estaba mal obedecer. Escuché mi respiración, los latidos de mi corazón. Siempre que estoy a punto de morir me interesa mucho mi cuerpo; me fijo en todo tipo de cosas en las que no me fijo normalmente. Podía sentir la sangre circulando por las venas de los brazos, y notaba en la boca el sabor del pulso regular, como si fuera un caramelo.

Estaba viva. El zombi estaba muerto. Dominga Salvador estaba en la cárcel. Todo marchaba bien.

Dolph apartó la cortina, pasó y volvió a correrla, como quien cierra la puerta de una habitación. Los dos fingimos que estábamos a solas, aunque podíamos ver los pies de la gente al otro lado.

Le sonreí y me devolvió la sonrisa.

—Me alegro de verte viva y coleando.

—No estoy muy segura de la segunda parte —dije con voz ronca. Tosí para intentar aclararme la garganta, pero no sirvió de gran cosa.

—¿Qué te han dicho los médicos?

—Que se me va a quedar voz de tenor. —Al ver su expresión, añadí—: Pero es pasajero.

—Bien.

—¿Cómo está Burke? —pregunté.

—Le han puesto puntos, pero no tendrá secuelas.

Ya me lo había figurado al verlo por la noche, pero me alegraba de que me lo confirmaran.

—¿Y Roberts?

—Está viva.

—¿Y se va a reponer? —Tragué saliva. Me dolía al hablar.

—Sí, por completo. Ki también recibió un corte en el brazo, ¿lo sabías?

Fui a negar con la cabeza, pero me detuve al ver que era un error. Eso también dolía.

—No lo vi.

—También le han puesto puntos, pero tampoco tendrá secuelas. —Se metió las manos en los bolsillos—. Perdimos a tres agentes, y uno tiene heridas más graves que las de Roberts, pero saldrá adelante.

—Ha sido culpa mía —dije mirándolo fijamente.

—¿De dónde sacas eso? —preguntó con el ceño fruncido.

—Debería haberme dado cuenta de que no era ningún zombi normal.

—Pero era un zombi, así que estabas en lo cierto, y tú fuiste quien cayó en lo de los putos cubos de basura. —Me sonrió—. Y casi la palmas mientras intentabas matarlo, así que creo que has cumplido.

—No lo maté yo; lo mataron los exterminadores. —Las palabras más largas eran más dolorosas de pronunciar.

—¿Recuerdas qué pasó mientras te desmayabas?

—No.

—Le vaciaste el cargador en la cara, hasta que se le salieron los sesos por la nuca, y te quedaste frita. Creía que estabas muerta. —Sacudió la cabeza—. Joder, no vuelvas a hacerme eso.

—Lo intentaré —dije sonriendo.

—Cuando perdió el cerebro se quedó como un pasmarote. Le quitaste las ganas de luchar.

Zerbrowski se acercó a la cama y dejó la cortina entreabierta a sus espaldas. Vi a un niño con la mano ensangrentada, que lloraba abrazado a una mujer. Dolph corrió la cortina; estoy segura de que Zerbrowski era de los que se dejaban los cajones abiertos.

—Aún están sacando balas del cadáver, y todas son tuyas, Blake. —Lo miré por toda respuesta—. Eres la hostia.

—No tengo más remedio cuando te tengo cerca, Zerbro… —No pude terminar de pronunciar su apellido. Qué raro.

—¿Te duele? —preguntó Dolph.

Asentí con precaución.

—Me van a dar analgésicos, y ya me han puesto la antitetánica.

—En ese cuello tan pálido te está floreciendo una gargantilla de moretones —dijo Zerbrowski.

—Qué poético —dije. Él se encogió de hombros.

—Voy a ver qué tal están los otros heridos, y después le pediré a un agente que te lleve a casa —dijo Dolph.

—Gracias.

—No creo que estés en condiciones de conducir.

Quizá tuviera razón. Estaba hecha una mierda, pero una mierda contenta. Lo habíamos conseguido: habíamos resuelto el caso, y los culpables acabarían entre rejas. ¡Bieeen!

El médico volvió con los analgésicos y miró a los dos policías.

—Bueno. —Me dio un bote con tres pastillas—. Con esto tendrá para pasar la noche y para mañana. Yo en su lugar pediría la baja. —Miró a Dolph—. ¿Entendido, jefe?

—No trabaja para mí —contestó con algo parecido a un ceño fruncido.

—Pero usted estaba al mando, ¿no? —Dolph asintió—. Entonces…

—Trabajo en otro sitio —dije.

—¿Eh?

—Se podría decir que fue una transferencia temporal de otro departamento —dijo Zerbrowski.

—Ah. —El médico asintió—. Pues díganle a su superior que mañana se tiene que tomar el día libre. Puede que lo suyo no parezca tan grave como lo de otros, pero ha sufrido una conmoción considerable y tiene suerte de que no haya daños permanentes.

—No tiene superiores —dijo Zerbrowski con una amplia sonrisa—, pero se lo diremos a su jefe.

Le lancé una mirada de reproche.

—Bueno, pues puede irse cuando quiera, y vigílese los arañazos y el mordisco del hombro, porque podrían infectarse. —Sacudió la cabeza—. Desde luego, los policías se ganan el sueldo. —Después de soltar la frase lapidaria, se marchó.

Zerbrowski se echó a reír.

—Pobre. La cara que habría puesto si supiera que dejamos pringar a una civil.

—Ha sufrido una conmoción considerable —dijo Dolph.

—Digna de toda consideración —dijo Zerbrowski.

Se echaron a reír.

Me incorporé con cuidado y saqué las piernas de la cama.

—Si habéis terminado de cachondearos de mí, a ver si alguien me lleva a casa.

Reían con tanta fuerza que se les saltaban las lágrimas. No tenía tanta gracia, pero los entendía: la risa es mucho más adecuada que las lágrimas para liberar la tensión. No me uní a ellos porque sospechaba que carcajearse dolería un huevo.

—Yo te llevo —acertó a decir Zerbrowski.

No pude evitar sonreír. Verlos así era suficiente para arrancarle una sonrisa a cualquiera.

—No, no —protestó Dolph—. ¿Vosotros dos a solas en un coche? Sólo saldría uno con vida.

—Y sería yo —dije.

—No lo dudo —dijo Zerbrowski.

Bueno era saber que estábamos de acuerdo en algo.

TREINTA Y CUATRO

Estaba medio dormida en el asiento trasero del coche patrulla cuando se detuvo delante de mi casa. El dolor punzante de la garganta se había desvanecido en la agradable marea de los narcóticos, y yo estaba abotargada. ¿Qué me habían dado? Me encontraba muy bien, pero tenía la impresión de que el mundo era una especie de película que no tenía nada que ver conmigo, distante e inofensivo como un sueño.

Le había dado las llaves de mi coche a Dolph, que me había prometido encargarse de que alguien me lo dejara aparcado cerca de casa durante el día. También me prometió que llamaría a Bert para decirle que no iría a trabajar, y me pregunté cómo se lo tomaría. También me pregunté si me importaba, pero me contesté que no.

Un policía uniformado asomó la cabeza al abrirme la puerta. Las puertas traseras de los coches patrulla no se abren desde dentro.

—¿Necesita algo más, señorita Blake?

—No se preocupe, agente… —Tuve que entrecerrar los ojos para leerle la placa—. Osborn. Gracias por traerme a casa. Y a su compañero también.

Su compañero estaba al otro lado del coche, con los brazos apoyados en la capota.

—Es un placer conocer por fin a la famosa Ejecutora de la Santa Compaña —dijo con una sonrisa.

Lo miré parpadeando e intenté despejarme lo suficiente para hablar y pensar a la vez.

—Ya era la Ejecutora mucho antes de que existiera la Santa Compaña.

—Perdón, perdón. —Extendió las manos, sin dejar de sonreír.

Estaba demasiado cansada y drogada para preocuparme, así que sacudí la cabeza.

—Gracias de nuevo.

Al llegar a la escalera me di cuenta de que me costaba andar, y me agarré a la barandilla como si me fuera la vida en ello. Nada impediría que me fuera a dormir. Igual me despertaba en el rellano, pero pensaba dormir.

Conseguí meter la llave en la cerradura a la tercera, entré en el piso dando tumbos y apoyé la frente en la puerta para cerrarla. Eché el cerrojo y me sentí a salvo. Estaba en casa. Habíamos acabado con el zombi asesino. Sentí el impulso de echarme a reír, pero se debía a los fármacos. Nunca me río cuando estoy sola.

Me quedé parada, sin apartar la cabeza de la puerta, mirándome la puntera de las zapatillas. Parecían estar muy lejos, como si hubiera crecido desde la última vez que me había mirado los pies. Lo que me habían dado en el hospital era demasiado fuerte. No pensaba tomármelo al día siguiente; no me hacen gracia las cosas que alteran la percepción.

La puntera de unas botas negras apareció al lado de mis deportivas. ¿Por qué tenía unas botas en casa? Empecé a dar la vuelta y me llevé la mano a la pistola. Demasiado tarde, demasiado despacio, mal de cojones.

Unos brazos fuertes y bronceados me aferraron el pecho, inmovilizándome los brazos y sujetándome contra la puerta. Intenté zafarme, pero a buenas horas. Me tenían bien cogida. Eché la cabeza hacia atrás, intentando combatir la puta medicación. Debería estar aterrorizada. La adrenalina hacía su trabajo, pero a algunas drogas les da igual que quien las ha tomado necesite usar el cuerpo: se hacen con el control mientras dura el efecto y punto. Si salía viva de aquello, el médico me iba a oír.

El que me apretaba contra la puerta era Bruno. Tommy apareció a su lado, jeringuilla en mano.

—¡N
O
!

Bruno me tapó la boca. Intenté morderle la mano y me dio una bofetada. Me ayudó a despejarme un poco, pero el mundo seguía amortiguado, distante. La mano de Bruno olía a loción de afeitado, un olor dulzón y asfixiante.

—Casi es demasiado fácil —dijo Tommy.

—Venga, date prisa —dijo Bruno.

Me quedé mirando la jeringuilla a medida que se me acercaba al brazo. Si no fuera porque la mano de Bruno me impedía hablar, les habría dicho que ya iba colocada, y les habría preguntado qué pensaban inyectarme y si creían que podía interaccionar con lo que me habían dado. Pero no tuve la oportunidad.

Cuando sentí el pinchazo tensé todo el cuerpo, resistiéndome, pero Bruno me agarraba con fuerza, y me resultaba imposible moverme. No podía escapar. Mierda, mierda y más mierda. La adrenalina empezaba a disipar las telarañas, pero era demasiado tarde. Tommy me sacó la aguja del brazo.

—Lo siento, pero no hemos encontrado alcohol para desinfectarla —me dijo con una sonrisa.

Lo odiaba. Los odiaba a los dos. Y si la inyección no me mataba antes, pensaba matarlos lentamente por asustarme, por hacerme sentir indefensa, por pillarme desprevenida, drogada y embotada. Si salía con vida de aquel error, no volvería a cometerlo. Recé con todas mis fuerzas para salir con vida de aquel error.

Bruno siguió inmovilizándome y tapándome la boca hasta que la inyección hizo efecto. Me sentía somnolienta. Un tipo me sujetaba contra mi voluntad y a mí me entraba sueño. Traté de resistirme, pero no sirvió de nada. Se me cerraban los ojos, por mucho que intentara mantenerlos abiertos. Dejé de intentar zafarme de Bruno y me concentré en no cerrar los ojos.

Miré la puerta, intentando seguir despierta. Los contornos se desdibujaron y parecieron moverse, como si los viera a través del agua. Los párpados se me caían por su propio peso; los subí, pero volvieron a bajar. No podía abrir los ojos. Parte de mí se sumergió en la oscuridad, gritando, pero el resto se dejó llevar, relajado y con una incongruente sensación de seguridad.

TREINTA Y CINCO

Estaba en la tierra de nadie que separa el sueño de la vigilia, cuando se sabe que se ha terminado de dormir pero tampoco se quiere despertar. Me pesaba todo el cuerpo, me iba a estallar la cabeza y me dolía la garganta.

El último pensamiento me hizo abrir los ojos. Tenía delante un techo blanco con cercos de humedad que parecían restos de café. No estaba en mi casa. ¿Dónde estaba?

De repente recordé los brazos de Bruno, que me aferraban, y la jeringuilla. Me incorporé de un salto, y el mundo empezó a dar vueltas en una espiral de colores desvaídos. Me dejé caer en la cama, me tapé los ojos con las manos y me sentí algo mejor. ¿Qué me habían inyectado?

Tenía la impresión de que no estaba sola. Creía recordar haber visto algo parecido a una persona en el torbellino. Abrí los ojos más despacio y me conformé con mirar el techo manchado. Estaba en una cama de matrimonio con dos almohadas, sábanas y una manta. Volví la cabeza con precaución y me encontré frente a Harold Gaynor, que estaba sentado al lado de la cama. No era lo que más me apetecía ver al despertarme.

Detrás de él, apoyado en una cómoda destartalada, estaba Bruno. Las correas negras de su pistolera de sobaco resaltaban, nítidas, sobre la camisa azul de manga corta. Un tocador, a juego con la cómoda e igual de desvencijado, estaba situado cerca de los pies de la cama, entre dos ventanas entabladas con madera nueva de aroma dulzón. El olor de la resina de pino lo impregnaba todo.

Me puse a sudar en cuanto me di cuenta de que no había aire acondicionado.

—¿Cómo se encuentra, señorita Blake? —preguntó Gaynor. Seguía hablando con voz alegre y un poco sibilante, como una serpiente feliz.

—He estado mejor.

—No lo dudo. ¿Sabe que se ha pasado usted veinticuatro horas durmiendo?

¿Sería verdad? Claro que ¿por qué iba a mentir sobre el tiempo que llevaba dormida? ¿De qué podía servirle? De nada, así que probablemente era cierto.

—¿Qué demonios me pusieron?

Bruno se apartó de la pared. Parecía casi avergonzado.

—No nos dimos cuenta de que ya habías tomado sedantes.

—Analgésicos.

—Para el caso. —Se encogió de hombros—. El efecto es el mismo cuando se mezclan con acepromacina.

—¿Me han inyectado un tranquilizante veterinario?

—Tranquila, señorita Blake —dijo Gaynor—. También se usa en las instituciones psiquiátricas.

—Qué bien. Menudo consuelo.

Gaynor me dedicó una amplia sonrisa.

—Si está en condiciones de dar réplicas ingeniosas, también estará en condiciones de levantarse.

¿Réplicas ingeniosas? Bueno, probablemente tenía razón. Me sorprendía no estar atada; me alegraba, pero no lo entendía.

Me incorporé mucho más lentamente. La habitación sólo se tambaleó un poco antes de volver a su sitio. Respiré profundamente, y me dolió. Me llevé la mano a la garganta; tenía el cuello en carne viva.

—¿Cómo se ha hecho esas heridas tan feas? —preguntó Gaynor.

No sabía si decirle la verdad, así que opté por una verdad a medias.

BOOK: El Cadáver Alegre
13.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Deadlocked 7 by Wise, A.R.
Driving With the Top Down by Beth Harbison
Death at a Drop-In by Elizabeth Spann Craig
Savage Texas: The Stampeders by Johnstone, William W., Johnstone, J.A.
Resisting the Alpha by Jessica Coulter Smith
Kicking and Screaming by Silver, Jordan