El canalla sentimental (22 page)

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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

BOOK: El canalla sentimental
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—Ya, mamá.

—Por eso te digo que debes regresar a vivir a Lima y lanzarte a presidente.

—Gracias, a. Bueno, feliz día, que lo pases lindo.

—Gracias, Jaimín.

—Y finalmente, ¿vas a venir al programa en Lima? ¿Me vas a dar la entrevista?

—Me encantaría, amor, pero no puedo. Tus hermanos se oponen terminantemente. Me han prohibido que te dé la entrevista.

—No les hagas caso.

—No puedo, amor. No puedo hacerles eso.

—¿Y por qué están en contra?

—Porque dicen que no soy una persona pública y que salir en televisión es una cosa de mal gusto.

—Qué pena que lo vean así. Yo no creo, pero bueno. ¿Y el presidente qué dice?

—Él también se opone.

—¿Qué dice?

—Que una dama como yo no puede ir a un programa de televisión al que va gente de mal vivir.

—¿De mal vivir?

—Bueno, sí, esa gente rara que entrevistas tú.

—Entiendo. Ojalá que algún día me des la entrevista. Sería tan divertido.

—Pero yo tengo que hacer el bien, amor, no lo que es divertido.

—Claro, entiendo. Bueno, feliz día de la madre.

—Gracias, mi amor. Y ese premio que te han dado, rómpelo, amor. Tíralo a la basura. No dejes que el diablo se meta a tu casa.

—Besos, mamá.

—Besos, Jaimín.

Paso en Lima casi todos los fines de semana. El resto del tiempo suelo estar en Miami y en Buenos Aires. Sueño con retirarme a vivir en Buenos Aires, pero un presentimiento me dice que nunca llegaré a cumplir ese sueño, que antes me enfermaré y moriré, o que cuando por fin me mude a Buenos Aires, unos maleantes vestidos con camisetas de fútbol me pegarán un tiro en la cabeza para robarme cinco mil pesos a la salida de un cajero automático.

Un domingo en Lima almuerzo en casa de Sofía, que es una cocinera exquisita, y luego salimos a ver casas, en compañía de una agente inmobiliaria. Queremos comprar una casa. En realidad, es Sofía quien sueña con comprar una casa porque la casa en la que vive ya le queda chica (o eso dice ella) y nuestras hijas reclaman cuartos separados. Yo creo que se trata de un capricho, aunque no me atrevo a decírselo. No me parece necesario comprar una casa más grande para Sofía, pero ella y las niñas han insistido tanto, que, para no pelear, he acabado cediendo. Compraré la casa, la inscribiré a mi nombre, me reservaré un cuarto y ocasionalmente dormiré allí, aunque lo más probable es que, cuando pase por Lima, siga refugiándome en algún hotel discreto.

Sofía y yo recorremos varias casas, soportando a la agente inmobiliaria, que se empeña en describir minuciosamente todo lo que ya estamos viendo, hasta que, en un barrio cerrado, con severa vigilancia, sobre una colina desde la que la ciudad se ve más linda o menos fea (según quién la mire o según la densidad de la niebla), encontramos una casa moderna, luminosa, de tres pisos, con un diseño atrevido y original, que nos encanta. No lo pensamos más. Decidimos comprarla. Le prometemos a la agente que al día siguiente le daremos el cheque y cerraremos el trato. Sofía está feliz. Yo estoy preocupado: la casa es linda, pero, por supuesto, muy cara, y sé que, aunque la ponga a mi nombre, casi nunca dormiré allí, porque necesito esconderme en mi madriguera, donde nunca nadie pasa una aspiradora ni llegan invitados ni se sirven bocaditos o se toman pisco sours.

Traté de llevar esa vida, la del marido diligente, optimista y querendón, pero fracasé y ahora ya lo sé bien y no me engaño. Pero, siendo lo que soy, un hombre a medias, soy también, o al menos intento serlo, un buen padre, y por eso he decidido comprar esa casa de tres pisos, para que mis hijas sepan que las amo sin reservas.

Cuando volvemos a casa de Sofía, nos sentamos a cenar con nuestras hijas. Las empleadas sirven pastelitos fritos de atún con cebolla. Las niñas hacen un gesto de asco, se quejan, dicen que odian el atún y la cebolla, que de ninguna manera van a comer esa comida asquerosa, que están hartas de que les sirvan cosas que ya deberían saber que no les gustan. Sofía les dice con firmeza que van a comer la tarta frita de atún, les guste o no. Las niñas responden a gritos que no-van a comer esa asquerosidad. Sofía levanta la voz y les mete la comida en la boca. Las niñas lloran, escupen el pastelito de atún, insultan a su madre. Yo como en silencio, procuro no intervenir, pero no puedo más cuando veo a mis hijas llorando, atragantándose con la comida.

—No tiene sentido obligarlas a comer lo que no les gusta —digo—. Nadie debería comer algo que no le gusta.

—Esta casa no es un hotel —dice Sofía, furiosa.

—Pero tampoco es un cuartel —respondo.

—Es mi casa y yo decido lo que comen mis hijas —se impacienta ella—. Tienen que comer.

Están demasiado flacas. No quiero que sean anoréxicas.

—Muy bien, que coman, pero algo que les guste —digo—. Que les hagan un pollito o una hamburguesa.

—¡Van a comer el atún, porque esa es la comida de hoy y esto no es un restaurante! —dice ella—. Y deja de quitarme autoridad delante de las niñas, por favor. Deberías apoyarme.

—No puedo apoyarte si me parece que estás equivocada —digo—. Es odioso obligar a alguien a comer algo que no le gusta. ¿Te gustaría que te obligasen a comer lo que no te gusta, por ejemplo un huevo frito? Yo odiaba, cuando era niño, que me obligasen a comer camarones, era horrible, después los vomitaba. No tiene sentido hacer eso.

—¡Van a comer el pastel de atún porque es mi casa y aquí mando yo! —grita Sofía.

Luego lleva violentamente la comida a la boca de las niñas.

No soporto más la innecesaria brusquedad de la escena. Me pongo de pie y digo:

—No voy a comprar ninguna casa mañana. Estás loca. No podemos sentarnos a comer los cuatro porque te conviertes en una dictadora y haces llorar a las niñas.

Luego beso a mis hijas y les digo que volveré el próximo fin de semana.

Entonces Sofía dice en inglés (porque las empleadas están cerca):

—Si no compras la casa mañana, te las verás con mis abogados.

Me río (pero es una risa falsa, porque estoy irritado) y respondo: —¿Me estás amenazando?

Sofía dice (en inglés):

—Sí. Me vas a comprar la casa, aunque mis abogados tengan que obligarte.

Le digo (en español):

—Estás loca. No estoy obligado a comprarte ninguna casa.

Luego me marcho bruscamente, tanto que, al salir, raspo la parte trasera de mi camioneta con la puerta metálica que se abre con el control remoto.

A la mañana siguiente, voy en taxi al aeropuerto y tomo el vuelo a Buenos Aires. Duermo las cuatro horas, congelado en el avión, el rostro cubierto por una bufanda muy suave que me aísla de la insoportable tortura de viajar en esa cabina helada, hacinada de gente. Llegando al departamento, arrepentido de haberme marchado de Lima de un modo tan abrupto por culpa de una tonta pelea familiar, llamo a la agente inmobiliaria y le digo que tuve que viajar, pero que volveré en una semana y compraré la casa. Ella me responde que la casa se vendió esa tarde, porque no cumplí con pagarla como había prometido, y se presentó otro comprador que no vaciló en adquirirla.

Abatido, me siento frente a la computadora, abro mis correos y encuentro uno de Camila. Dice:

«Papi, porfa, compra la casa. Sería lindo que cuando vengas a Lima te quedes a dormir con nosotros.»

Martín quiere tener un auto. Nunca lo ha tenido. Está harto de moverse en colectivo y en taxi. No quiere seguir subiéndose a colectivos hacinados de gente y a taxis cuyos conductores le hablan cuan do quiere estar callado.

Hace años tuvo uno, pero no era suyo del todo: sus padres compraron un Ford K nuevo, color blanco, dos puertas, y se lo regalaron a Martín y a sus dos hermanas, Cristina y Candy. El día del estreno del auto, Candy quiso salir a pasear a Unicenter con Martín. Ella insistió en manejar. Saliendo de la cochera del edificio en retroceso, chocó contra una columna de concreto y dejó la parte trasera del K abollada. Martín lloró de rabia. Ya nada fue igual. El auto nuevo había perdido su esplendor, que tan poco le duró. Fue un presagio de lo que vendría: una seguidilla de problemas.

Peleaban por los turnos, le robaron el equipo de música, nadie se ocupaba de ponerle gasolina, le robaron los faros. Ahora el K es un auto desvencijado, minusválido, plagado de heridas de guerra, que se mueve a duras penas, y a Martín no le interesa usarlo, y por eso sueña con tener un auto nuevo, suyo, completamente suyo, el auto que nunca pudo tener.

Hace poco Martín bajó de un taxi, harto de que el conductor le hablase a gritos de fútbol y mujeres (dos temas que no le apasionan), llamó a Miami y me dijo: «Ya no aguanto más, voy a comprarme un auto aunque me quede sin un peso en el banco.» Le dije: «Por favor, no te compres el auto. Yo te lo regalo. Espera a que llegue a Buenos Aires y lo compramos juntos.» Martín aceptó mi oferta. Por fin se daría el gusto de recorrer la ciudad en un auto nuevo, escuchando a las divas pop que tanto amaba, sin tener que soportar la conversación vocinglera de los taxistas.

Cuando llegué a Buenos Aires, le dije a mi chico que estaba dispuesto a comprar el auto (y por eso había llevado conmigo el dinero en efectivo desde Miami), pero con algunas condiciones que me parecían razonables, dado que yo sería quien pagase: el auto debía ser japonés, Honda o Toyota (pero en ningún caso argentino, pues desconfiaba de la industria local); debía ser automático (de ninguna manera manual, pues estaba desacostumbrado a los autos de transmisión manual); y de cuatro puertas, relativamente espacioso (pues quería que mis hijas pudiesen sentirse cómodas en él, cuando visitasen Buenos Aires). Martín aceptó las condiciones, aunque dijo que él hubiese preferido un Ford K o un Fox o un Citroën, que eran sus preferidos.

Luego vino lo peor, la pesadilla previsible: visitar los concesionarios de autos, negociar con los vendedores y tratar de entender el enrevesado sistema local, bien distinto al de Miami,.donde uno llegaba, pagaba con un cheque o en efectivo y se retiraba una hora después con el auto elegido.

Martín y yo fuimos a varias casas de autos, y en todas nos dijeron que teníamos que pagar la totalidad del vehículo (haciendo un depósito en una cuenta bancaria) y esperar como mínimo un mes a que el auto llegase al puerto, saliese de la aduana y llegase al concesionario. Me resigné a pagar y esperar, pero a Martín le pareció muy peligroso depositar el dinero en una cuenta del concesionario y recibir a cambio sólo un papel firmado y una promesa vaga. Como insistió en que era muy peligroso y podían estafarnos, me abstuve de hacer el depósito y acepté a regañadientes visitar otras casas de autos, aquellas en las que podían vender el coche que más le gustaba a mi chico, el Ford K. Resultó, sin embargo, que allí también debíamos pagar y esperar un mes, porque ese modelo estaba muy pedido.

Esa noche, exhausto, con dolor de cabeza, Martín maldijo su país y se echó a llorar, porque, si bien en Miami todo era más fácil y conveniente, él quería vivir en Buenos Aires, cerca de su hermana enferma y de su madre, a la que tanto amaba y con la que todas la tardes cumplía la ceremonia del té en una confitería de San Isidro.

En vísperas de mi partida (pues mis visitas a Buenos Aires eran siempre breves), fui a la casa Honda más cercana, negocié el precio con un vendedor, le entregué el dinero en efectivo, firmé los papeles, contraté el seguro y fui informado de que el Honda Fit, color gris plata, cinco puertas, automático, me sería entregado, con suerte (el vendedor puso énfasis en la palabra suerte), en dos semanas. Luego fui a una cochera en la calle Acasusso y contraté un espacio angosto en el tercer piso (porque el edificio donde vivíamos era tan viejo que no tenía cochera).

Un mes después (no las dos semanas prometidas: por lo visto, no hubo suerte), Martín salió manejando el Honda Fit del concesionario. El auto estaba a su nombre. Por fin podía darse el lujo de prescindir del transporte público. Puso un disco de Gwen Stefani, encendió el aire acondicionado y pasó a buscar a su madre y a su hermana para llevarlas a pasear. Estaba encantado. Era feliz (una cosa rara en él, que con frecuencia decía que la vida no tenía sentido y pensaba en matarse). No era el Ford K que él quería, pero tenía que reconocer que era mejor: más suave de conducir, más cómodo y espacioso.

Esa noche, tras recorrer la ciudad en el auto nuevo, Martín lo dejó en la cochera de la calle Acasusso, que le pareció deprimente, como todas las cocheras públicas, y caminó asustado hasta el departamento. A la mañana siguiente, perfumado y con linda ropa de verano, fue a la cochera a sacar al auto para manejar hasta Highland, donde jugaría fútbol en casa de su amigo Javier. Cuando vio el espacio vacío allí donde había dejado el Honda, pensó que se había equivocado de piso. Con el corazón que se le agolpaba en la garganta, corrió de un piso a otro y confirmó que el auto no estaba. Habló con el vigilante, que estaba viendo «Gran Hermano» en un televisor en blanco y negro, con la antena rota. El custodio no se hizo cargo de nada: le respondió secamente que ellos no respondían por robos, que eso era responsabilidad del cliente. Martín desconfió de él, quiso pegarle, estrangularlo. Ya era tarde. Le habían robado el auto nuevo.

Desesperado, me llamó a Miami y me contó la desgracia. Por suerte, lo tomé con calma. Me preguntó si el seguro cubría robo. Le dije que sí, que por supuesto, que no pasaba nada. Pero llamamos a la compañía de seguros y nos dijeron que habíamos contratado la póliza más económica, que no cubría casos de pérdida total.

Cuando Martín se enteró de que el seguro no pagaría nada, se meó a la cama, se tomó quince Alplax y esperó la muerte. Luego se durmió. Era un sábado por la tarde. Despertó muy relajado el domingo por la tarde. Se moría de hambre. Tenía la boca seca, pastosa. Se dio una ducha y salió a caminar. El barrio le pareció más lindo. Un sol espléndido le daba brillo a las cosas. Sonrió, sorprendido de estar vivo, y pensó que, después de todo, no estaba tan mal volver a ser un peatón.

Estoy caminando por el aeropuerto de Miami. Un hombre de inconfundible acento peruano me saluda y me pide una foto. Le digo que no llevo fotos para regalar. Me aclara que quiere tomarme una foto. Le digo que encantado y sonrío como un tonto. El tipo no toma la foto y me mira coma un tonto. Le pido que tome la foto. Me aclara que quiere que alguien nos tome una foto. Le digo que encantado. El tipo le pide a una mujer que nos tome la foto. Luego me abraza y sonreímos como dos tontos encantados de conocernos. La mujer no sabe tomar la foto o no quiere tomar la foto. Lo cierto es que no toma la foto. Entonces me canso de sonreír como un tonto y mi sonrisa se desfigura, se hace menos creíble, se torna impostada. Por fin la mujer toma la foto. Es un alivio.

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