El canalla sentimental (23 page)

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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

BOOK: El canalla sentimental
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Luego me dice con acento chileno que ha leído todas mis novelas y que la que más le ha gustado es sin duda Mi mami es virgen. Yo sonrío y pienso que me está tomando el pelo y le digo que quizá se refiere a Yo amo a mi mami o a La noche es virgen, pero ella me aclara que esas no le gustaron tanto, que más le gustó Mi mami es virgen. Luego dice que es una pena que no tenga en su cartera una copia de esa novela para que yo se la firme con mucho cariño. Yo le digo que sí, que es una pena, que muchas gracias por leer mis novelas, que ya nos encontraremos en otra ocasión y le firmaré con todo gusto un ejemplar de mi novela Mi mami es virgen. Ella no parece confiar en que el azar nos volverá a reunir y, por las dudas, me pide un autógrafo. Acepto encantado y le pregunto a qué nombre debo escribírselo. «Al mío», me dice, como si fuera obvio, pero olvida decirme su nombre, así que le pregunto nuevamente cómo se llama y recién entonces me dice Carola. Escribo:

«Para Carola, con amor, de tu ex esposo que todavía te quiere.» Le doy el papelito y ella lo guarda sin leerlo, mucho mejor, y me da un beso seco, comedido, y antes de irse me dice que le encantó mi entrevista con Pablo Milanés en la CNN. Le agradezco con una sonrisa humilde, es decir, falsa, y prefiero no decirle que nunca he trabajado en la CNN ni entrevistado a Pablo Milanés. Luego se acerca el peruano de la foto y me dice que va a pegar nuestra foto en la portada de Un mundo para Julius. Le pregunto sorprendido por qué va a pegarla en ese libro y me dice: «Porque es tu mejor novela, Jaimito.» Me quedo pasmado, no sé qué decirle. «He leído todas tus novelas y esa me encantó», añade, muy serio. Sonrío como un tonto y le digo que en realidad yo no he escrito esa novela, que ya me hubiera gustado escribirla. El tipo se ríe, como celebrando una broma, palmotea mi espalda con aire condescendiente y dice: «Claro que la escribiste tú, Jaimito, no te hagas el humilde, yo he leído todas tus novelas y esa es la mejor, compadre.» Le digo que sí, que tiene razón, que en realidad es mi mejor novela. El tipo me da un abrazo excesivo y me voy caminando.

Luego se acerca un señor en traje y corbata, muy serio, que me saluda con acento caribeño, no sé si dominicano o venezolano, creo que dominicano, y me pregunta a quemarropa cómo está mi papá.

Le digo que muy bien, gracias. Supongo que es amigo suyo y que le mandará saludos. El tipo me pregunta si mi papá está escribido algo nuevo. Me sorprende, porque mi papá no escribe nada, ni siquiera e-mails. «No que yo sepa», le digo. El tipo sonríe y me pregunta si mi papá está viviendo en Londres o en Madrid o dónde. «No, no, sigue viviendo en Lima», le digo, y él asiente y me dice que ha leído todos los libros de mi papá, todos, completitos, y que el mejor le pareció La ciudad y los perros y me pide, por favor, que le mande saludos porque es un gran admirador suyo. No le digo que no soy hijo de Vargas Llosa, no vale la pena, no quiero desencantarlo. «Muchas gracias, le daré sus saludos a mi padre», le digo, y el tipo me da la mano y me dice: «Buen viaje, Álvaro.» Sigo caminando, me detengo en un quiosco y trato de hojear unas revistas, pero un joven ecuatoriano, de Guayaquil, me saluda con cariño y me cuenta que está estudiando actuación en Santiago y que le encantaría actuar aunque sea como extra en la película Mi hermano es una mujer, basada en una novela mía del mismo título, que él leyó y le encantó, y me entrega una tarjeta y me pide que, por favor, lo llame, que está dispuesto a actuar sin cobrar, sólo porque le encantan mis libros y porque además «yo soy el fans número uno de Verónica Castro», me dice con orgullo, y no dice «fan», dice «fans», que es, supongo, una manera más enfática y plural de ser fan de alguien, y yo no entiendo por qué me ha dicho que adora a Verónica Castro, pero él añade enseguida que, según ha leído, ella va a ser la estrella principal de la película Mi hermano es una mujer, ¿verdad? Y yo naturalmente le digo que sí, que así se llama la película y que Verónica Castro hará el papel principal y que no le prometo nada pero al menos trataré de buscarle un papel de extra para que pueda darse el gusto de salir en la película y quizá incluso conocer a la diva mexicana, y él sonríe emocionado y me abraza con cariño y me dice «gracias, señor Baylys» y por suerte no me dice «yo soy su fans, señor Baylys», porque ya sería mucho. Subo al avión algo aturdido y la azafata argentina me recibe con una sonrisa y me dice: «Yo a usted lo conozco», que es una manera peligrosísima de saludar a alguien. Luego se queda en silencio, como haciendo un esfuerzo por recordarme, y entonces sonríe, orgullosa de su perspicacia, y me dice que ya sabe quién soy, que le encantaba mi programa de televisión, que no se lo perdía, cómo era que se llamaba, «El perro verde», claro, y ya recuerda mi nombre, Jesús Quintero, porque soy español, ¿no? Yo le digo que sí, que así me llamo, Jesús Quintero, cómo no, «El loco de la colina», claro, y le hablo como español, con las zetas bien marcadas y una cierta tosquedad simpática, y le digo que soy de Sevilla, andaluz a mucha honra, coño, qué ciudad tan maja, qué pedazo de ciudad, y ella me dice que le encantó mi entrevista con Miguel Bosé y yo le agradezco por recordarla con cariño y sigo hablando como español y entonces sonrío como un tonto y me despido de ella y cuando llego a mi asiento ya no sé quién soy.

Entro a una librería de Miami, camino con aire distraído y busco mis libros en la mesa de los más vendidos. Para mi sorpresa, no los encuentro. Luego miro entre los títulos recomendados por la librería, pero tampoco están allí. Preocupado, compruebo que ni siquiera están en los estantes de autores latinoamericanos. Me acerco entonces a un vendedor y le pregunto si mis libros están agotados.

—No están agotados —me dice—. Lo que se ha agotado es la gente que los compraba.

Sonrío de mala gana y le pregunto dónde están mis novelas.

—Allá atrás, en la mesa de saldos —dice, con una sonrisa burlona.

Encajo golpe y, procurando preservar la dignidad, me dirijo a la mesa de liquidaciones, al lado de los servicios higiénicos, allí donde, en medio de una cierta pestilencia a ácido úrico, se apilan desordenadamente los libros caídos en desgracia, las novelas incomprendidas, fallidas, huérfanas de lectores. Es triste ver mis novelas confundidas en esa mesa fantasmal.

Esta es una conspiración, pienso, angustiado. Mis enemigos se han conjurado contra mí. Tengo que hacer algo para defenderme. Enseguida llevo discretamente doce de mis libros, uno a uno, hasta la mesa de los más vendidos, y, sin que se den cuenta de mi picardía, los dejo encima de los títulos de mis enemigos, de modo que en pocos minutos lucen esplendorosos, muy destacados, convenientemente exhibidos, encaramados sobre las montañas de los títulos más vendidos. Me marcho con una sonrisa, pensando que, por fin, el triunfo literario será mío.

Al día siguiente vuelvo a la librería y, nada más entrar, noto que mis libros han desaparecido de la mesa de los más vendidos. Sonrío, encantado. Claro, se vendieron todos, pienso. La treta funcionó.

Sin perder tiempo, me dirijo a la mesa de saldos, encuentro otra docena de libros míos y, en varios recorridos, los llevo a la mesa de los más vendidos. Esta vez, sin embargo, un vendedor me pilla.

—¿Se puede saber qué está haciendo? —me pregunta.

—Sólo estaba ordenando los libros —miento.

—Sus libros no pueden estar en esta mesa —dice.

—¿Por qué? —pregunto.

—Porque nadie los compra —responde.

—Bueno, pero quizá no los compran porque no los ven —me defiendo.

—Por favor, lleve sus libros a la mesa de saldos —dice el vendedor.

—No sea malo —le ruego—. Todos merecemos una segunda oportunidad.

—Si no lo hace usted, lo haré yo —dice el vendedor, con rudeza, y lleva mis libros de regreso al gueto. Indignado, le digo: —¡Esto es un complot! Ayer dejé doce libros míos en la mesa de bestsellers y se vendieron todos.

—No —dice él—. No se vendió ninguno.

—¿Entonces dónde están? —pregunto.

—En el baño —responde secamente.

—¿Cómo? —doy un respingo.

—Bueno, los libros que ni siquiera se venden en la mesa de saldos, los llevamos al baño para que con suerte los lean los clientes que van a hacer sus necesidades —dice.

Quedo en silencio y me retiro al borde de las lágrimas.

Esa noche juro que no me dejaré abatir. A la mañana siguiente, voy a la librería, compro todas mis novelas y, tras pagar esos treinta y dos libros en pena, le digo al cajero, importando la voz:

—Este es un escritor maravilloso, de un talento exquisito, un verdadero maestro.

—Si usted lo dice —dice él.

Luego pago en efectivo y, cuando ya me marcho, oigo que el cajero me dice:

—Adiós, señor Baylys.

Unos amigos músicos me invitan al concierto de despedida que darán en Miami. Acepto encantado porque me gustan sus canciones.

Es junio y Miami arde de calor, pero no me quejo porque amo los veranos de esta ciudad.

Mis amigos me invitan a pasar unos días en un hotel estupendo en South Beach, frente al mar.

No me viene mal escapar un fin de semana de Key Biscayne. El chico del valet parking es peruano, me saluda con cariño, me dice que no se pierde mi programa.

En la piscina del hotel hay una cantidad asombrosa de mujeres de pechos enormes y traseros estupendos y de hombres musculosos, arrogantes, cubiertos de líquidos grasosos, en trajes de baño muy ajustados. Quedo aturdido. Echado en una tumbona a la sombra, me cubro con varias toallas porque todavía me queda algo de pudor y no quiero estropearles el día a los bañistas.

A la noche no puedo dormir. En el cuarto vecino, una pareja —o más de una pareja— se halla abocada a un virulento y ruidoso combate amatorio. Hablan en inglés, gritan groserías, ronronean, gimen, chillan, aúllan, suplican, rompen copas o vasos (pero algo se cae y se rompe), exigen posturas, servicios, sumisiones, probablemente mienten (quién no miente en la cama). Como la refriega sexual no tiene cuándo acabar, enciendo el televisor. Es inútil. Debo soportar casi una hora esos ruidos guturales, ese dialecto lujurioso y estridente, ese comercio de voces cavernosas.

Lo peor viene después. Acabada la gimnasia, al parecer extenuados o satisfechos, los amantes encienden la música y lo hacen con el mismo espíritu comunitario con el que se entregaron al sexo, es decir, comparten la música, si eso puede llamarse música, con sus vecinos de piso. Mi cama tiembla, se estremece al ritmo de unas cadencias electrónicas que machacan, una y otra vez, un persistente martilleo metálico.

Harto de tantos ruidos indeseables, salgo de la habitación en ropa de dormir y toco la puerta de mi vecino. Es hora de que alguien ponga las cosas en su lugar. No soy un hombre valiente, pero tampoco estoy dispuesto a dejarme atropellar por estos vándalos. Espero, gallardo, desafiante.

Abren la puerta. Un sujeto enorme, negro, desnudo, con un colgajo gigante que parece una boa constrictora, me mira, no sé si drogado o naturalmente atontado, mientras el cuarto expulsa un rotundo olor a marihuana y esa música acanallada sigue violentando la noche.

—¿Qué quieres? —me pregunta, en inglés.

—¿Necesita algo del minibar? —le pregunto, también en inglés, con toda la delicadísima cortesía que me enseñaron en Lima.

—No —responde, y cierra la puerta en mis narices.

Regreso abochornado a mi cama y recuerdo que soy un idiota, siempre lo seré, no debo olvidarlo, es peligroso olvidarlo.

Al día siguiente, en la piscina, paso al lado del negro aventajado, que está tomando sol en una perezosa. Me reconoce, me llama de un grito y me pide que le lleve una cerveza.

—Enseguida, señor —le digo, y camino hacia al bar, le pido al camarero que le lleve una cerveza a ese patán gigante, y escapo luego a la calle, riéndome del malentendido.

El chico peruano del valet parking me saluda con cariño y me pregunta si he notado que hay muchas mujeres atractivas en el hotel. No lo dice así, en realidad. Dice:

—Jaimito, ¿has visto qué tales hembrones hay en el hotel? Le digo que sí, que estoy sorprendido.

—Es que hay una convención porno en el hotel —me dice él, con una mirada traviesa.

Luego me explica que esas mujeres de pechos como globos y traseros memorables, y esos hombres exhibicionistas, arrogantes, con bañadores muy ajustados, son en realidad actrices y actores de la industria pornográfica norteamericana, reunís en el hotel en que estoy alojado. Eso explica varias cosas la insólita duración de la batalla amorosa de mis vecinos de la otra noche, la impudicia con que proclamaban el placer, la abusiva genitalidad del negro a quien fui a reñir y terminé sirviendo tragos en la piscina, y lo que me dijo Tatiana, la chica rusa de la recepción, cuando me registré al llegar:

—Bienvenido, señor. Lo felicito por sus películas.

Ingenuo yo, pensé que Tatiana había visto No se lo digas a nadie o La mujer de mi hermano, pero ella, tan rusa, con esa belleza torva que tienen las rusas, me confundió con un actor porno más.

Esa noche voy al concierto de mis amigos los músicos y me escondo en una esquina detrás del escenario, lejos de los fumadores y los bailarines, y me deleito con esas canciones que evocan tantos momentos felices, por ejemplo a mis hijas cantándolas.

A la mañana siguiente, el chico del valet parking me da las llaves de la camioneta y me dice con una sonrisa:

—Jaimito, no me vas a creer, me has traído suerte, me voy a vivir a Las Vegas.

—¿Cómo así? —le pregunto, sorprendido.

—Me han contratado para hacer varias pornos —me dice, con orgullo.

Es un chico joven, guapo, moreno, musculoso, vestido todo de blanco, con esa pujanza admirable que tienen los chicos que se van lejos de casa, a un país cuyo idioma desconocen, a ganarse la vida como sea, sin quejarse, sin dejar de sonreír.

—Me hice amigo de uno de los productores de películas porno, que está acá en el hotel. Me pidió que le enseñara la cuestión y me contrató ahí mismo. Para que veas, Jaimito: he dejado bien alto el nombre del Perú.

Luego se ríe, le doy un abrazo, lo felicito, le digo que se cuide, que ahorre, que aproveche la oportunidad, que haga una gran carrera en Las Vegas, que no se pierda, que me escriba e-mails de vez en cuando, que ya iré a visitarlo y celebraré sus hazañas fílmicas.

—Si me despiden de la televisión, me voy a Las Vegas yo también —le digo.

El chico del valet parking me devuelve la propina. Ahora es actor porno. No necesita los dólares.

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