El tal Manuel Ceballos ha conseguido lo que quería: que Martín y yo nos peleemos.
Contrato a dos expertos cibernéticos para que consigan meterse en la cuenta de Ceballos en Yahoo México y me den a leer sus correos. Sólo quiero saber si el tal Ceballos es el chileno o un perturbado que no me conoce. Mi intuición me dice que no es el chileno, pero no puedo probárselo a Martín, y él está seguro de que es el chileno quien lo ha insultado y me ha acusado de serle infiel «con un amante en cada puerto».
Los expertos cibernéticos no consiguen penetrar en la cuenta de Ceballos. Me dicen que pueden filtrarse en cuentas de Hotmail o de Gmail, pero no en una de Yahoo.
Frustrado, le escribo a Ceballos diciéndole miserable y cobarde y exigiéndole que deje de escribirle a Martín. También le digo que amo a Martín como nunca nadie lo amará a él.
Ceballos me contesta diciéndome gordo cantinflas, gordo de un amor en cada puerto, gordo mentiroso, gordo cobarde, gordo rastrero. También me dice que él ha sido mi amante y que la última vez que nos acostamos fue el 24 de noviembre «en nuestro hotel favorito». Por supuesto, envía copia de ese correo a Martín.
Lo que más me duele es que Ceballos me diga gordo tantas veces, porque es una acusación que no puedo rebatir.
Martín me cree: no conozco a Ceballos, el 24 de noviembre estuve en Buenos Aires, no me he acostado nunca con ese sujeto que intriga desde las sombras. No sé si me cree cuando le digo que no tengo amantes escondidos. Ciertamente no me cree cuando le digo que no soy un gordo mentiroso. Me dice que, aunque me duela, es verdad que estoy gordo y que soy un mentiroso.
Luego me dice que eso prueba que Ceballos es el chileno: si bien miente sobre nuestro encuentro furtivo del 24 de noviembre, sabe que soy un gordo mentiroso, lo que, según él, revela que me conoce, que es el chileno.
Le escribo a Manuel Ceballos diciéndole que si vuelve a molestar a Martín, me vengaré de él y se arrepentirá.
Contrato a una persona para que me diga quién es Ceballos y dónde vive. Si Martín tiene razón y es el chileno de Miami, pediré que lo despidan. Pero no creo que sea él. Sospecho que es un pobre diablo que no me conoce y que ha leído alguna de mis novelas y se ha obsesionado con nosotros.
Me dicen que hay un Manuel Ceballos en Lima que ha escrito contra mí en foros cibernéticos.
Ha dicho que soy un racista, que no soy santo de su devoción, que no ve mi programa, que me detesta.
Hay un Víctor Manuel Ceballos en México que trabajó como coordinador de producción del programa «Corazones al límite» de Televisa y luego como asistente del programa «Caiga quien caiga» de Azteca. Le dicen la Zorra.
Hay un Manuel Ceballos en México que es escritor de temas históricos y religiosos.
Hay otro Manuel Ceballos en México que ha publicado crítica de arte en el diario El Universal y que puede ser el escritor de temas históricos y religiosos y también puede ser la Zorra, aunque esto último parece improbable.
Hay un Manuel Ceballos que es un actor que vive en Phoenix, Arizona, y que ha actuado en una película independiente.
Hay un Manuel Ceballos que es extremeño y árbitro de fútbol de la segunda división en España.
Hay un Manuel Ceballos que es boxeador peso mediano en Argentina.
Hay un Juan Manuel Ceballos que vive en el Perú y es ingeniero agrónomo y puede que sea el que ha escrito en foros cibernéticos insultándome.
Mis sospechosos son dos: el Ceballos que vive en el Perú y cada tanto me ataca en foros y el mexicano de la televisión al que apodan la Zorra.
Le cuento todo esto a Martín. Se molesta. Me dice que es obvio que Ceballos es el chileno y que estoy perdiendo el tiempo. Me molesto. Le digo que es un testarudo. Me gusta esa palabra. Es un insulto elegante. Martín me cuelga el teléfono.
Consigo los teléfonos del Ceballos mexicano al que le dicen la Zorra y del peruano que me ha atacado en foros cibernéticos. Los llamo y les dejo mensajes amenazantes: «Soy el gordito cantinflas. Si vuelves a molestar a mi chico, te mandaré un par de matones para que te rompan las piernas.» Después de dejar esos mensajes, siento que ha sido inútil. Si yo escuchara un mensaje así, no me daría miedo.
Llamo a Martín a las tres de la mañana y le digo que estoy seguro de que nuestro enemigo es la Zorra, el mexicano. Martín me dice que está seguro de que Ceballos es el chileno, que ha sido y sigue siendo mi amante, que el 24 de noviembre me encontré con él en algún hotel o albergue transitorio de Buenos Aires. Luego me dice que está harto de mí y que deje de llamarlo.
El intrigante ha conseguido lo que quería: Martín le cree a él más que a mí y no quiere hablar conmigo.
Paso dos semanas en Lima. No acaba de sentirse todavía el verano. Ciertas mañanas una niebla espesa esconde el campo de golf.
No consigo dormir bien. Mi siquiatra, el doctor Farinelli, me ha recetado antidepresivos y ansiolíticos. Duermo diez horas corridas. Al día siguiente soy otra persona, una persona aún peor.
Me arrastro, me duermo a cada rato, me siento un pusilánime, un gordo, un hombre sin futuro, acabado, derrotado. Duermo en las camas de mis hijas, con el perro Bombón hecho un ovillo a mis pies. Renuncio a las pastillas argentinas. Prefiero el insomnio.
Lo que me salva es la pastilla que me recomendó Inés, la madre de Martín. La llevo siempre conmigo y me resigno a tomarla los días peores. Como estoy de vacaciones, me drogo tal como me prescribió con amor la madre de Martín. Esa droga, aplicada en dosis pequeñas, me convierte por unas horas en un hombre paciente, tolerante, sin apuro de espíritu risueño. Llevo en la muñeca izquierda el rel de esfera ancha que, tras quitárselo, me regaló el gran poeta y pirata Joaquín Sabina.
Ese reloj me ha cambiado la vida. Ese reloj y las drogas de Inés me devuelven un cierto optimismo.
Desde que uso el reloj de Sabina, me siento más joven, con ganas de volver a pecar. Debo ir con cuidado, sin embargo. Ya no soy un muchacho. Pero este reloj me engaña, por fortuna.
En otros tiempos me hubiera entristecido que mi tío, el gerente de un banco, no me invitase a su almuerzo navideño y que mi prima favorita, a la que siempre encontré irresistiblemente encantadora, tampoco me invitase a su fiesta de casamiento, en la que me cuentan que cantó con la simpatía desbordante, arrolladora, que me embrujó desde niño en su casa de playa, en la que nunca faltaban uvas verdes. Pero ahora no me da pena que prescindan de mí. Me parece una decisión irreprochable. Saben que soy indiscreto y lo cuento todo. Hacen bien en no invitarme. Yo tampoco me invitaría. Y una fiesta es mucho más divertida cuando te la cuentan, los chismes aderezados con esa refinada maldad tan nuestra. Y tengo el reloj de Sabina y las drogas de Inés para recordar que todavía hay unas pocas personas que me quieren, aun sabiendo que no sé guardar secretos y que mi manera torpe de querer es escribiéndolo todo, incluso lo que no debería, especialmente lo que no debería.
Pronto cumpliré años y me tienta la idea de organizar una fiesta, pero no una fiesta lujosa y ensimismada como la que di cuando cumplí treinta y cinco en un hotel de Miraflores, sino una caótica a la que no podría invitar a mi prima ni a mi tío, pues no se sentirían a gusto y deplorarían mi mal gusto, pero a la que invitaría a ciertas personas a las que quiero mucho, por ejemplo a todas las empleadas que han servido y sirven a mis hijas, que son, en orden de veteranía, Meche, Gladys, Aydeé, Gisela, Rocío y Laurita, a las me encantaría sentar a una mesa y atender como reinas esa noche, y al correcto y educado Paolo, chofer de mis hijas que escucha música clásica y recorre la avenida Javier Prado una y otra vez, sin desmayar, sin quejarse, siempre dispuesto a salir de nuevo a complacer algún capricho o extravagancia de mis hijas, alguna visita a la peluquería de ellas o de Bombón, y a un cantante popular al que quiero como si fuera mi hermano, el gran Tongo. Quiero que esa noche o cualquier noche Tongo, Mechita, mi madre y yo cantemos La pituca en inglés y que Tongo pronuncie un discurso conmovedor sobre su vida y la mía, sobre el encuentro improbable entre su destino y el mío, un discurso desmesurado, que nadie entienda y nos haga llorar. Y luego quiero que mis hijas y yo bailemos las canciones de Tongo sabiendo que no es Sabina pero que hay en ellas otras formas de poesía incomprendida que resultan igualmente admirables y me devuelven una cierta fe en la humanidad, en el sinsentido que es vivir en esta ciudad en la que ya nadie o casi nadie me quiere ver, a menos que sea en la televisión, que es la única forma de verme sin correr el peligro de ser delatado.
La noche de Navidad, en casa de Sofía, resulta inesperadamente feliz. Mis hijas y yo cantamos La pituca en inglés viendo los videos de Tongo. Sofía nos deleita con una cena espléndida. El perro Bombón come tanto pavo que ya no puede comer más y se tiende a mis pies, asustado por el fragor de la pirotecnia del barrio. El pavo ha sido horneado con finas hierbas durante siete horas y lo cargan en hombros como si fuera un cortejo fúnebre Aydée y Meche. Sofía está guapísima. Me digo que tengo suerte de ser padre gracias a ella. No sé qué me haría sin mis hijas y Sofía y el reloj de Sabina y las drogas de Inés esta noche de Navidad. Cuando muera, quiero que Aydeé y Meche carguen mi cuerpo henchido como cargaron al pavo siete horas horneado y que alguien cante La pituca en inglés, sólo porque esa canción es como la vida misma en su mejor expresión: no se entiende, no tiene sentido, pero te hace reír.
Las niñas me regalan un sillón que hace masajes. Sentado en ese sillón de cuero, aprieto botones y recibo vibraciones y frotamientos en la espalda y los pies. Es un regalo estupendo. Con mi nuevo sillón de masajes desde el cual escribo estas líneas, ya no necesito que nadie me invite a su almuerzo navideño o a su fiesta de casamiento. Tengo a mis hijas, a la madre de mis hijas, que es como mi madre y mi hija también, y que me hace muchos regalos lindos y compra todos mis regalos de Navidad con una pasión que admiro pasmado, tengo a Martín, mi chico argentino que detesta la Navidad y no regala nada y se queda solo en su casa odiando al mundo y bailando solo como el divo espléndido que es, tengo a mi madre que no conoce a Martín y que tal vez no lo conocerá nunca pero que me quiere más allá de la razón, que es como yo la quiero igual. Y tengo las pastillas de Inés y las canciones de Tongo y el reloj de mi amigo, el pirata y poeta Joaquín Sabina, que llevaré puesto todos los días que me queden de vida. Y tengo este sillón que me hace masajes mientras escribo. No necesito nada más, salvo que me cuenten las fiestas a las que no me invitan.
Las niñas y yo escapamos de Lima para pasar dos semanas en Buenos Aires. No queremos ir a Miami en enero. Hace frío. No nos gusta el frío. Tampoco queremos ir a Punta del Este. Va demasiada gente. Va la gente linda y vanidosa. Va la moda. Tal vez la felicidad consiste en estar en los lugares que no están de moda.
Buenos Aires en enero es un buen lugar para estar de vacaciones porque hay menos gente, menos tráfico y menos ruido. Además, los días más afortunados la temperatura bordea los cuarenta grados, que es, en lo que a mí respecta, el clima ideal para ser feliz. Mis hijas, por suerte, también disfrutan del calor, aunque extrañan a sus amigas, que están en las playas de Asia, al sur de Lima, y que las llaman frecuentemente desde sus Nextel para contarles todas las diversiones que se están perdiendo.
Pero en Buenos Aires conmigo hay otras diversiones, que si bien no rivalizan, lo sé, con las tentaciones adolescentes de la playa Asia, tampoco son del todo despreciables, o eso creo. Por ejemplo, salir a caminar treinta cuadras a las tres de la tarde, cuando despertamos, buscando las sombras espaciadas de la calle José C. Paz, en el barrio de San Isidro. Por ejemplo, sensibilizados por la película Bee Movie, rescatar con coladores a los insectos que caen cada noche en la piscina, aturdidos por la luz de los reflectores en el agua celeste. Por ejemplo, invitar al custodio de la esquina y a su hijo Lucas de once años a bañarse en la piscina con nosotros, aunque no lleven traje de baño ni sepan nadar y se metan en calzoncillos. Por ejemplo, ir al cine en funciones de trasnoche porque Buenos Aires está tres horas por delante de Lima y a medianoche es muy temprano para que nos vayamos a la cama, porque recién son las nueve en nuestro reloj biológico peruano, que no estamos dispuestos a alterar, curioso patriotismo el que nos asalta, negándonos a adelantar nuestros relojes, especialmente el que me regaló el gran Joaquín Sabina, que no me saco ni para dormir. Por ejemplo, jugar billar en el tercer piso de la casa, aunque rara vez le demos a la pelota. Por ejemplo, recorrer las cuadras más anchas de la avenida Libertador, desde Dorrego hasta Pueyrredón, en el Honda automático, que corre delicioso, regulando la velocidad para e no nos toque ningún semáforo en rojo, montándonos felices en la «ola verde» de los semáforos sincronizados, una diversión tonta y memorable que mis hijas llaman el «juego verde» y que tarde en la noche, cuando salimos a las tres de la mañana de los cines del Village, es un poco más arriesgada y a veces te obliga a tomar una bifurcación, un camino que se mete en el bosque de los travestis, sólo para evitar un semáforo en rojo. Por ejemplo, caminar por las calles del Once, en el barrio conocido como Little Lima, buscando un restaurante peruano para comer choclo con queso fresco, un antojo de verano, y firmando autógrafos para las chicas peruanas que se ganan la vida abnegadamente en esta ciudad, siempre con la misma broma que no falla: «Para Rosita, cásate conmigo»; «Para Elena, por qué me dejaste»; «Para Rebeca, todavía te amo», y luego oír las risas felices de las Rositas, Elenas y Rebecas de este mundo, mientras nos alejamos caminando en busca de los cines del Abasto.
Ninguna diversión, sin embargo, es mejor que la que nos regala la perra Lulú, que al comienzo era tímida con nosotros y nos tenía algo de miedo, pero ahora, nada más entrar a la casa con Martín, hace una exhibición escandalosa de su felicidad, sabiendo, claro está, que la meteremos en la piscina y le daremos los pollos a la barbacoa que nos han sobrado del restaurante Kansas y que a ella, Lulú la tímida, caniche blanca siempre bañada y perfumada, la hacen tan feliz, aunque después le provoquen unos estreñimientos de tres días, lloriqueando toda la noche en el cuarto de Inés, la madre de Martín, hasta que por fin, tras mucho dolor, expulse una enorme bola fecal, hecha de muchos pedacitos de pollo a la barbacoa, que no hemos debido darle, pero que ella ha comido eufórica porque la comida balanceada le hace bien pero es horrible. La presencia de Lulú en el jardín, en la piscina, en la cocina, al pie de la refrigeradora, olisqueando los volcanes que han quedado tirados en el jardín desde la noche de Año Nuevo, compensa por suerte la ausencia de nuestro perro Bombón, que ha quedado en Lima, enfermo de conjuntivitis, sometido a un severo régimen de gotas y antibióticos.