Ese papel sigue pegado en la puerta. Pero son las cuatro de la tarde, tal vez por eso la mujer insiste en tocar. Derrotado, abro. No sé quién es.
—Buenas tardes —dice en español—. Soy su vecina. Es una mujer alta, distinguida, algo mayor que yo.
—Perdone que lo moleste —dice—, pero el ruido de su aire acondicionado me está matando.
Está nerviosa, agitada, aunque procura controlarse.
—No sé a qué ruido se refiere —le digo—. Tengo el aire apagado. Nunca lo prendo.
Hace un leve gesto de fastidio, como si no me hubiera creído, como si pensara que le he mentido fríamente.
—Pues hay un ruido que viene de su jardín que no me deja dormir —dice, levantando la voz—.
Me está volviendo loca. Tiene que hacer algo.
—No sé de qué me está hablando —le digo—. No soy una persona ruidosa.
—Déjeme mostrarle, si no me cree —dice ella.
Luego camina y entra a mi jardín por la puerta lateral que usan el jardinero y el hombre que limpia la piscina. Camino detrás de ella. Al seguir sus pasos, oigo un ruido que se acrecienta. La mujer señala una máquina negra que está encendida.
—Es la bomba de la piscina —le digo—. No es el aire acondicionado.
—Me da igual —dice ella—. Este ruido me está volviendo loca. No puedo dormir. No puedo pintar por las tardes. No puedo hacer nada.
Me parece que está exagerando. Es un ruido tolerable, el ruido de una bomba de piscina.
—No lo había notado —le digo—. Le pido disculpas. Usted comprenderá que no me ocupo de estas cosas.
—Pero algo hay que hacer —dice ella, llevándose las manos a la cintura, mirándome con dureza—. Este ruido no es normal.
—¿Le parece? —pregunto, sorprendido—. Yo diría que este ruido no molesta gran cosa comparado con el ruido de su perro.
Me mira, entre sorprendida y furiosa.
—No tengo un perro —dice.
—Qué raro —le digo—. Porque todas las mañanas me despiertan los ladridos de un perro que juraría que está en su casa.
—No es mi perro —dice ella—. Es el perro del vecino de allá —añade, y señala la casa al otro lado de su jardín.
—Bueno —le digo—. Veré qué puedo hacer. Llamaré al hombre de la piscina.
La mujer camina unos pasos hacia la salida. La sigo. Se detiene y me dice:
—Esta noche tengo una cena. Por favor, le ruego que apague ese ruido.
—No se preocupe —le digo.
La veo irse caminando deprisa. Vuelvo a la bomba de la piscina y la apago. Al apagarla, me doy cuenta del ruido fastidioso que hacía. Curiosamente, no lo había sentido dentro de la casa y nunca salgo al jardín o la piscina en estos meses.
Esa noche oigo la música, los gritos, las risotadas, el escándalo de la cena en casa de la vecina.
Son las cuatro de la mañana, estoy en la cama y no puedo dormir porque no paran de reírse y dar gritos. Calzo mis pantuflas de conejo, bajo al jardín y enciendo en venganza la bomba que tanto le molesta.
Tocan la puerta. Ya amaneció. Despierto asustado. Bajo en mis pantuflas de conejo. Es la policía. Abro más asustado. Muera hay un auto de la policía. Un oficial obeso en uniforme azul me dice en inglés que la vecina se ha quejado de unos ruidos molestos que provienen de mi casa. Le digo que es insólito que me despierten por una queja sin fundamento, que no he hecho ningún ruido de ningún tipo. Me dice que la vecina alega que una máquina averiada genera un ruido insoportable para ella y que, a pesar de sus quejas, insisto en dejar esa máquina encendida. Camino con el oficial hasta la bomba de la piscina y señalo la máquina supuestamente estropeada.
—¿Le parece que este ruido es excesivo o anormal, oficial? —pregunto, con la certeza de que la razón me acompaña y mi vecina es una loca rencorosa.
—Sí —me dice el policía—. Este ruido no es normal. La bomba está dañada. Por eso hace tanto ruido. Debe cambiarla cuanto antes.
Desconecto la bomba y me quedo en silencio, humillado por la autoridad.
Apenas se va el agente policial, vuelvo a la cama a tramar mi venganza. Descarada, pienso.
Tienes un perro odioso que no para de ladrar y lo niegas. Haces fiestas escandalosas que no me dejan dormir. Y llamas a la policía porque la bomba de mi piscina está gastada. Caradura. Me vengaré de ti.
Más tarde llamo a la policía y me quejo de que en la casa de mi vecina hay un perro histérico que ladra a todas horas y no me deja dormir. Poco después la policía llega a la casa de mi vecina. Espío desde la ventana. Por suerte es otro oficial. Habla con la vecina. Entran en la casa. No mucho después el agente viene a mi casa.
—Está mal informado —me dice, amablemente—. En esa casa no hay ningún perro.
—Es imposible —le digo—. Yo lo oigo todas las mañanas. Lo habrán escondido.
—La señora de la casa me dice que no tiene perros y yo no tengo por qué no creerle —me dice.
Luego se marcha sin prisa. Pero yo sé que la vecina miente, que tiene un perro histérico al que odio hace meses y quiero acallar como sea.
Esa madrugada salgo al jardín y enciendo la bomba para molestar a la vecina.
A la mañana siguiente encuentro una nota pegada en la ventana de mi camioneta. Dice:
«Gilipollas, no me dejas dormir.»
Llevo una nota y la dejo en el felpudo de la vecina. Dice: «Yo cambio la bomba si tú callas a tu maldito perro.»
Por la tarde apago la bomba porque el ruido ya me molesta a mí también. Pero en la noche salgo a prenderla para que la vecina no pueda dormir, aunque yo tampoco pueda dormir.
A la mañana despierto con los ladridos del perro de la vecina que ella esconde tan bien. Bajo a mirar si me ha dejado otra nota. No encuentro nada. Es una decepción.
Salgo al jardín. La bomba está apagada. La puerta lateral está abierta. La vecina ha entrado y la ha apagado ella misma.
Su perro vuelve a ladrar. Estoy seguro de que en esa casa hay un perro. Los ladridos salen de allí.
Me acerco a la piscina. Veo tres libros hundidos al fondo. Son tres novelas mías. La vecina ha arrojado a la piscina tres novelas mías.
El perro vuelve a ladrar. Tengo que encontrar una manera de entrar a esa casa, secuestrar al perro y callarlo para siempre.
Esta guerra recién comienza.
El escenario de la pelea familiar a punto de estallar es un auto japonés, automático, cuatro puertas, que avanza a ciento cuarenta kilómetros por hora en la ruta de Mar del Plata a Buenos Aires, un jueves por la tarde, con Martín al timón. Su madre, Inés, está a su lado. Atrás va Cristina.
Los tres han pasado una semana de vacaciones en Mar del Plata y tal vez ya están cansados de verse las caras tan a menudo, como están agotados por el viaje de cinco horas en auto. Como suele ocurrir con los viajes familiares, cada uno está pensando (pero no lo dice) que a la familia es más arduo quererla cuando se la ve todos los días y que la mejor manera de llevarse bien con ella es tomándose vacaciones no para verla a toda hora sino para alejarse de ella. Estas cosas, claro está, se piensan, si acaso, pero no se dicen.
Sin reparar en que el curso que ha tomado en la conversación es uno de colisión con su hermano, Cristina dice:
—No es justo que mamá no le preste el auto a papá los fines de semana.
Inés permanece en silencio, extrañando a su perra Lulú, que ha quedado sola en el departamento.
No hace mucho, cuando Enrique la dejó. Inés lloró días enteros, pensó que era una tragedia inexplicable, se hundió en una depresión. Pero luego, sorprendentemente, las cosas empezaron a cambiar: encontró en Lulú una compañía más amorosa, serena y leal que la de su marido, se mudó a un departamento que Martín le regaló para que dejara atrás los malos recuerdos, se sintió más libre y despreocupada y, para su sorpresa, empezó a darse cuenta de que la ausencia de Enrique, lejos de abatirla, podía resultar propicia para su felicidad. Por eso, cuando Enrique le hizo saber que le gustaría usar el auto los fines de semana, ella se negó a dárselo.
—El auto es de mamá —dice Martín, conduciendo a una velocidad imprudente—. No tiene por qué prestárselo.
Cristina, que se lleva mejor con su padre que Martín, y que en las discusiones familiares suele tomar partido por su padre, dice en tono airado, seguramente harta de tantas horas de ver a su hermano en el hotel de Mar del Plata, en el club de playa y ahora en el auto:
—El auto de mamá también es mío. Yo puse parte de la plata para comprarlo. Tengo derecho a usarlo. Y tengo derecho a prestárselo a papá.
Cristina es abogada y conoce bien sus derechos. Siempre fue la más estudiosa de la familia, la promesa académica, la que mejores notas obtenía en el colegio y la universidad. Martín, no siendo tan estudioso, se las ha ingeniado, sin embargo, para hacer más dinero que ella por vías no convencionales (pero dentro de la ley), gracias a su audacia y su ingenio. Ese hecho no menor, que ella haya estudiado más y que él, a pesar de eso, tenga más dinero, es algo que probablemente le irrita, aunque estas cosas tampoco se dicen.
—No digas boludeces —se ofusca Martín—. El auto es de mamá. Lo pagó con su plata.
—Yo también puse plata —protesta Cristina.
—Nadie te obligó —dice Martín—. Y ahora el auto es de ella. Y si mamá no quiere prestarle el auto a papá, me parece muy bien. ¿Con qué cara el tarado le pide el auto si la dejó?
—No hables mal de papá —dice Cristina—. La dejó porque está deprimido.
—No —dice Martín—. La dejó porque es un egoísta. Desde que Jaime se separó de su esposa, siempre se preocupó por darle plata, nunca la abandonó.
Inés va en silencio, se abstiene de intervenir, pero naturalmente está de acuerdo con su hijo. Más que la separación, lo que le duele es el modo en que Enrique la dejó, la crueldad con la que ejecutó la operación de irse con el dinero y dejarla a su suerte.
—Claro, tu noviecito es perfecto porque es gay —se burla Cristina—. Vos también sos perfecto porque sos gay —continúa, reforzando las sospechas que Martín siempre ha tenido: que su hermana es homofóbica—. En cambio papá es malo porque no es gay.
—Me da igual —dice Martín—. Yo no quiero verlo más. Pero el auto es de mamá, no tuyo.
—En parte es mío —levanta la voz Cristina—. Yo puse plata para comprarlo.
—No hablemos de plata, por favor —dice Martín—. Si vamos a hablar de plata, yo acabo de comprarle un departamento a mamá para que pueda rehacer su vida y vos no pusiste ni un mango.
—¿Con tu plata? —pregunta Cristina—. ¿O con la plata de tu noviecito?
—Cristina, por favor —protesta Inés.
—Lo compré con mi plata —dice Martín—. Y si lo hubiera comprado con plata de Jaime, ¿a vos qué carajo te importa? ¿Por qué tenés que burlarte de él?
—Porque es un aparato —dice Cristina—. Y porque vos te hacés la estrella de la familia y criticás a papá, pero sos un mantenido que vivís de tu noviecito.
—Gorda de mierda —se exalta Martín—. No te permito que me hables así en mi auto.
—Te duele porque es verdad —grita Cristina—. Sos un mantenido. Tenés más guita que yo, pero yo laburo.
—Yo también laburo, gorda boluda —grita Martín—. Laburo todos los días.
—Con tu novio.
—Sí, con Jaime, ¿y qué tiene de malo trabajar con él? Somos un equipo.
—Un equipo, claro. Dejá de joder.
—Y vos, ¿qué? ¿Acaso no trabajás con el tío Pepe? ¿No has trabajado toda tu vida en el estudio de Pepe porque él te llevó allí?
—Porque es el estudio de la familia y porque soy abogada recibida, no como vos, que no terminaste la universidad. Yo no vivo de mi noviecito.
—Porque no tenés novio ni nunca vas a tenerlo —grita Martín—. Porque sos una gorda insoportable. Por eso me tenés envidia, porque yo tengo un novio que me ama y vos estás sola.
—Puto de mierda, ¿qué sabés vos de mi vida amorosa? —grita Cristina.
—Lo que sé es que no te cogés ni a una foca —grita Martín.
Inés llora en silencio y se lamenta de haber dejado sola a su perra Lulú, que la quiere sin peleas, gritos ni reproches.
—Y vos te cogés a quién: a un peruano ridículo que te lleva como veinte años y que es una víbora que cuenta las intimidades de la familia —dice Cristina.
Martín frena bruscamente y grita:
—Bajá ahora mismo de mi auto.
—Martín, por favor —interviene su madre.
—Bajá —grita Martín.
—Andá a cagar —grita Cristina, abre la puerta y baja.
—No quiero verte más —le dice Martín.
Cristina se queda llorando al pie de la autopista. Martín acelera.
—¿Qué se ha creído esta gorda para hablarme así? —dice.
Inés tal vez piensa: No vuelvo más a Mar del Plata con mis hijos, las mejores vacaciones son quedarme en casa con Lulú.
Martín tal vez piensa: No aguanto más a esta familia de locos, me voy a Miami.
Cristina tal vez piensa: Dejé mi cartera en el auto, ¿y ahora cómo llego a casa?
Antes de irme de Buenos Aires, Martín y yo vamos a los cines del tren de la costa. Son cines viejos, descuidados, pero a mí me gustan porque va poca gente y el boletero me mira con intención.
Martín se desespera porque una mujer hace crujir su butaca una y otra vez. Le dice a gritos que se cambie de asiento. La mujer no se da por aludida, sigue haciendo chirriar la butaca. Martín abre un paquete de M&M's y empieza a arrojarle esos proyectiles multicolores. Cuando le da en la cabeza, la mujer voltea y nos insulta. Martín le dice que si no se cambia de asiento seguirá tirándole M&M's. La mujer y su amiga se van del cine.
Esa noche, Martín y yo hacemos el amor. «Ha sido un momento sagrado», le digo. «Nunca fue tan perfecto como hoy.»
Llegando a Lima voy a una casa de playa donde me esperan mis hijas y Sofía. Llamo a Martín.
No le digo que voy a la playa. Le miento. Le digo que voy a casa de mi madre.
Martín sabe que le he mentido porque me oyó en el departamento en Buenos Aires hablando con Lola, diciéndole que me esperase en la playa. Sabe que le he mentido pero no me dice nada.
En la playa me doy un baño de mar, duermo la siesta y me siento a comer con mis hijas y Sofía.
Me queda poco crédito en el celular, he olvidado comprar una tarjeta. Entro al baño y llamo a Martín. Hablo en voz baja para que Sofía no me oiga. Vuelvo a mentirle, le digo que estoy en casa de mi madre. Martín se da cuenta de que algo le oculto. Se despide fríamente: «Hasta luego.»
Más tarde, estoy hablando con una amiga cuando aparece una llamada que se anuncia como: